Xocoyotzin y Cuitláhuac
por Alberto Carbone
Xocoyotzin
Moctezuma Xocoyotzin hijo de Axayácatl era nieto de Moctezuma I por
línea paterna y de Nezahualcóyotl
por la materna, el primero, de
origen mexica, antiguo Tlatoani de Tenochtitlan y el segundo, chichimeca,
también había sido gran señor en la ciudad de Texcoco.
Casi cien años después,
le correspondió a él heredar el poder de parte de Ahuizotl, su tío, gran reformador, ejemplar y prolífico
constructor también, como sus antecesores.
Etapa vibrante de
transformaciones sucesivas y constantes que la ciudad vivenció en permanente
cambio y remodelación.
La urbe fue
engrandeciéndose sobre la base de obras de restauración y nuevos
emplazamientos, que fueron solucionando dificultades surgidas a raíz del
incremento poblacional y de las necesidades de abastecimiento.
Fueron implementándose
poco a poco considerables cambios que modificaron la vida cotidiana. Recursos
novedosos surgidos a través de revolucionarias técnicas y mejoras que se fueron
integrando al compás de una intensa labor sobre los lagos de agua dulce, que
significaban la oferta de ese preciado líquido a la ciudad y el lago salado
Texcoco que la rodeaba, configurándola con las características similares a la
de un islote.
Moctezuma II asumiría
el cargo recién comenzado el Siglo XVI, para la contabilidad europea, en el año
de 1503 a raíz de la muerte de su tío en un accidente doméstico, cuando la casa
habitación que ocupaba el Tlatoani, colapsara a causa de las fuertes
inundaciones de la época.
Xocoyotzin fue también
un fuerte protagonista de su tiempo y como lo describía su nombre, descolló
como un extraordinario ejecutor y un decidido innovador de carácter fuerte y
recia personalidad. Tan así fue que como característica significativa, decidió
mantener las costumbres impuestas por los anteriores Tlatoani respecto de la
forma o actitud con la cual debían conducirse al presentarse frente a él.
De fuerte temple y clara decisión, cualidades
que lo identificaban, había establecido que cualquier persona que deseara
entablarle una relación o diálogo, debería observar una serie de preceptos,
como por ejemplo acercársele con la cabeza gacha y descalzo, sosteniendo un
tratamiento de cortesía muy elevado, o manteniendo la prohibición de que lo
tocaran o de que le dirigieran la palabra sin su autorización. Además, hombres
y mujeres debían presentársele desprovistos de joyas y en sencillas vestimentas
sin fatuo alguno. Incluso había fijado un estricto protocolo para el ingreso al
Palacio, residencia que únicamente podía ser frecuentada por los nobles.
Con respecto a las
relaciones políticas, el Tlatoani mantuvo y agudizó el control tributario sobre
las demás aldeas, a las cuales les fue reclamando y exigiendo paulatinamente
que cedieran su personal adiestrado para las acciones militares, para que
pudiese hacer uso de una cantidad de efectivos permanentemente a disposición
por si surgía alguna eventualidad en derredor al territorio. De esa manera el
ejército náhuatl se había ido componiendo con guerreros originarios de comarcas
vecinas en su mayoría.
Enseguida de la
asunción fue expandiendo su sed de conquista que siempre se iniciaba a partir
de un sólido control tributario pero que proseguía apuntalando la estrategia de
dominación que sus antecesores habían instaurado, abarcando cada vez mayor
cantidad de comarcas vecinas.
Todavía más allá de la
vecindad había pretendido estirar su dominio. Las zonas que frecuentaban los
mercaderes aztecas por ejemplo, como Guatemala, Honduras y Nicaragua, fueron
invadidas por el ejército náhuatl. Sin embargo en aquellos ambientes jamás
lograría triunfo alguno, primero porque la confederación maya estaba muy
consolidada, y posteriormente porque, cuando tiempo después se derrumbó la Liga
Mayapan, las ciudadelas se concentraron en sí mismas y generaron una fuerte
resistencia a la pérdida de su autonomía. La misma situación de respuesta
enérgica y tenaz se evidenció en el momento en que el Tlatoani decidió el
ataque contra la ciudad de Tlaxcala. La comunidad, que se sintió fuertemente
agredida articuló en forma rápida y precisa un fabuloso tridente defensivo
junto con otras comarcas vecinas que al sentirse fortalecidas se decidieron al
combate contra Tenochtitlan con la esperanza de no perder su independencia.
Aquellas acciones bélicas que la Capital mexica no desoyó y sostuvo por medio
de una alianza similar con otras dos comunidades, fueron actividades que se
extendieron en el tiempo a lo largo de más de cincuenta años. Hernán Cortés
tomaría nota de esa conflictiva realidad y utilizaría a su favor aquel disgusto
concentrado durante tanto tiempo.
Cuando llevaba poco más de tres lustros en el
poder, Moctezuma II fue informado de la llegada de extraños a la costa de
Yucatán, en la zona gobernada por el cacique Tabscoob, específicamente al país
de Potonchán.
Aconteció que la avidez
del gobernador de Cuba se había adentrado en tierra maya a través del envío de
un emisario, Juan de Grijalva, que tendería lazos entre los aborígenes y
volvería a la isla con información respecto de lo encontrado. Moctezuma dudó
mucho al respecto, conversó con los ancianos que lo secundaban y resolvió que
su gente se acercara a conocer más sobre la situación y oportunamente tomasen
contacto con los expedicionarios. Extraños personajes que se asemejaban
demasiado a una profecía que hubiera deseado no conocer.
Durante más de diez años, el Tlatoani había
percibido señales que le fueron anunciando que algún suceso inesperado o
inexplicable podría acontecer. Cierta vez, había visto una línea de fuego con
sus propios ojos cruzar el cielo nocturno; en otra oportunidad, en pleno
incendio repentino del templo en honor a Huitzilopochtli, las llamas parecieron
incrementarse cuanto más agua se les arrojaba encima; en otra ocasión un
informante logró divisar cómo la caída de un rayo había encendido la noche de
una luz brillante semejando pleno día sin que se escuchara sonido alguno; en
otra jornada diurna, clara y serena, había surgido sorpresivamente otro sol que
se dividió en tres partes, generando un gran estruendo semejante a grandes
cascabeles; una mañana como cualquier otra el agua del lago Texcoco hirvió y
ascendió su caudal, provocando una inundación inesperada; otra vez, en medio de
una procesión en honor de Huitzilopochtli, una mujer apareció en medio de la
multitud y comenzó a emitir fuertes gritos y llantos anunciando destrucción y
muerte; por último, en medio de una salida de caza, el propio Moctezuma alcanzó
a flechar un pájaro que en sus pupilas reflejaba la figura de hombres montados
en venados.
Los avisos y las
señales indicaban desde varios años atrás que algo especial acontecería. El
Tlatoani se daba por avisado. Pensativo, dudaba respecto de estas visiones y
las relacionaba con los extraños visitantes. De todas formas, el estado de
ánimo se calmó cuando la situación pareció regresar a su cauce original, toda
vez que después del repentino acercamiento los hombres de Grijalva dieron por
concluida la relación y se perdieron en el mar, camino a Cuba.
Pero un año después, en
1519, se produjo el desembarco de Hernán Cortés.
Moctezuma volvió a
vivir aquella sensación de curiosidad e inquietud y hasta evaluó la
probabilidad de que efectivamente se tratara de Quetzalcóatl que regresaba, tal
y como había prometido en aquella antigua ocasión fundacional, cuando en
circunstancia de haber dejado a su pueblo asentado sobre el territorio elegido
en medio del lago Texcoco con la indicación de que se gobernaran por sí mismos,
les mencionó que se marchaba pero advirtiendo que regresaría a evaluar sus
procederes. Por ello, después de meditarlo, volvió a enviar un contingente para
conocer mejor a los extraños.
Hernán Cortés y quienes
llegaron con él hasta el Istmo de Yucatán, habían iniciado una cautelosa pero
firme visita a cada aldea con puerto en donde iban recalando con sus naves. En
más de una oportunidad se encontraron con las canoas enviadas por Moctezuma que
en sentido contrario se apeaban a las embarcaciones españolas con el objeto de
iniciar una aproximación y conocer bien aquellas intenciones que perseguían los
peninsulares.
Cuando debido a una
decisión de carácter personal, Cortés decidió cortar relaciones con Cuba y
aventurarse por propia voluntad dentro de las nuevas comarcas, ordenó
deshacerse de las naves para evitar que su gente se arrepintiera de seguirlo y
retornara a la isla.
A partir de ese
entonces, la peregrinación continuó a pie. Sin tregua y sin descanso, los
europeos fueron al frente de una importante caravana completada con miles de
nativos asignados a los españoles por sus líderes para que los acompañaran en
aquella desopilante aventura sobre las novedosas comarcas.
Cuando Moctezuma fue
advertido de que los visitantes no descansarían en su andar hasta ingresar a la
ciudad de Tenochtitlan, decidió salir al camino raudamente para cruzarlos
acompañado por varios de sus principales y con los señores de otras
comunidades, entre ellos su hermano Cuitláhuac, jefe político de Iztapalapa.
Ambas delegaciones se
encontraron sobre el puente de ingreso a la ciudadela. Cortés bajó de su
caballo y se arrojó sobre el Tlatoani con los brazos abiertos. Cuitláhuac se
entrometió y no lo dejó avanzar. Nadie podía tocar al líder mexica.
Penacho de Moctezuma II
Ambos contingentes
ingresaron juntos a la urbe y los españoles fueron alojados en el Palacio de
Axayácatl. Los tres mil aliados tlaxcaltecas fueron acomodados en residencias
familiares o destinados junto con los caballos a los galpones de
abastecimientos de granos que estaban en las afueras.
El Tlatoani se mostró
dócil y comprensivo desde el comienzo de la relación, mientras que Cuitláhuac,
definía como remiso a su hermano y apostaba a impedir que Cortés se saliera con
la suya. La diferencia de apreciación se manifestó en oportunidad de que el
español fuera ataviado con el atuendo tradicional de Quetzalcóatl, mientras que
para el Tlatoani se trataba de un reconocimiento a la envestidura del recién
llegado, para el líder de Iztapalapa significaba el colmo de la indignación.
Cuitláhuac jamás habría aceptado concebir a Cortés como el enviado de
Huitzilopochtli sino a lo sumo como un extraño y desconocido Quetzalcóatl al
que sin lugar a dudas se lo podría vencer e impedir que gobernara sobre los
náhuatl.
Los acontecimientos se
precipitaron después de un enfrentamiento producido en la ciudad de Veracruz
entre mexicas y totonacas.
El ejército náhuatl
había penetrado a esa ciudad para hacerse cargo de ella en nombre de Moctezuma,
pero los naturales, aliados a los europeos se resistieron con ayuda de las
huestes españolas.
El evento dejó como
saldo cientos de caídos de ambos bandos, e incluso la muerte de varios
castellanos, entre ellos el responsable de la ciudad que había sido nombrado
por el propio Hernán Cortés.
La inesperada refriega
resultó más que significativa para los aborígenes, porque había demostrado que
los supuestos dioses no eran intocables, que morían como cualquiera y que
cuando arriesgaban sus vidas sólo era por la avidez de obtener riquezas.
La noticia no tardó en
llegar a Tenochtitlan y el extremeño decidió la cárcel para Moctezuma
haciéndolo responsable por aquellos hechos, despertando la indignación de la
gente principal que no toleraba la cárcel para su Tlatoani.
Con aquel proceder,
Cuitláhuac había obtenido justificación suficiente como para comenzar a
programar la contraofensiva. Posteriormente a esos sucesos le siguió la matanza
del Templo Mayor. Ese acto fue la gota que derramó el vaso.
La matanza precipitó la
reacción popular, esa reacción determinó la muerte de Moctezuma, el deceso del
Tlatoani derivó en el nombramiento de su hermano como jefe principal
revolucionario mexica.
El pueblo alzado
parecía expresar una esperanza para el futuro a través de la conducción de
Cuitláhuac. La esperanza de que con la ayuda de Huitzilopochtli y la
participación heroica del pueblo en las calles, el Altépetl recuperaría su
condición de normalidad y la historia volvería a ser escrita en náhuatl.
Cuitláhuac
Cuitlahuac
La lluvia persistió todo el
día. Durante la tarde se temió por la seguridad de la circulación dentro de la
ciudad. Alguien había insinuado dudas al respecto al evaluar el estado de
consolidación del apisonamiento de las calles, presintiendo que tal vez
cederían ante tanta agua.
No es que se haya
precipitado una lluvia con las características de las que fluían tiempos atrás,
tan temibles en otras épocas y que hacía años no sucedían. Aquellas eran tan
fuertes y persistentes que habían generado el alza de la cota de los lagos y la
consecuente inundación de la ciudadela. Hubo que vaciar las casas y vivir en
otros ambientes hasta que la labor continua de secado y los rayos del sol
fueron recuperando poco a poco la normalidad de Tenochtitlan.
El episodio se repetía
también en la vecina ciudad de Texcoco, su Tlatoani, que en ese entonces era Nezahualcóyotl, ordenó la
construcción de varios diques que solucionaron para siempre la controversia y
resolvieron definitivamente el antiguo problema habitacional. Pero las
inundaciones persistían igualmente cuando las lluvias se tornaban escandalosas,
por eso, el propio Tlatoani mexica Ahuizotl, a pesar de que había dispuesto lo
mismo que su par vecino, el proyecto y la construcción de un dique en su
ciudad, perdería la vida en medio de una de aquellas tremendas precipitaciones,
al inundarse la habitación donde dormía, golpeándose la cabeza al tratar de
escapar de esa situación. Lo sucedería su sobrino Moctezuma II Xocoyotzin,
hermano de Cuitláhuac. Recién había comenzado el Siglo XVI, casi dos décadas
antes de la entrada de Hernán Cortés a Tenochtitlan.
Aquella lluvia de fines del
mes de junio, último día del
mes Tecuilhuitontli, era extenuante. Remembraba las viejas anécdotas con
el Tlatoani pereciendo en un accidente doméstico, pero esta vez se manifestaba poco intensa aunque sí
persistente. De todas formas, la celebración por el cambio del mes no se
suspendería. No estaba en la ciudad el jefe se los extraños, el señor Malinche,
era cierto, pero había dejado como autoridad a quien se hacía llamar Tonatiuh y
éste había permitido aquella congregación festiva. Toda la dignidad mexica se
había ataviado bien para el evento y no se resignaba a suprimirlo sólo por una
llovizna.
La humedad lo traspasaba
todo. El aroma intenso y penetrante de la vegetación se imponía con su
presencia y junto con aquel vaho y con la neblina que habían aparecido desde la
mañana, y que los árboles no dejaban que se difuminaran, reaparecía
invariablemente ese desacostumbrado hedor, inaugurado por los invasores y que
se había instalado, era el olor a la pólvora y a la fusilería.
Pero cuando los
acontecimientos se precipitaron no hubo excusas de olores ni de ningún otro
menester. Había sucedido al parecer que Pedro de Alvarado, desenfrenado, se
había descontrolado al ordenar a su gente arcabucear a los nativos
arremolinados frente al Templo Mayor, sin razón alguna.
Cientos de indios que
estaban celebrando vaya a saber qué gran cosa, según decían en honor a
Tezcatlipoca, fueron atacados sin que
mediara excusa alguna por las huestes de Alvarado, por esos días responsable de
la ciudadela, quien después justificaría esa reacción al explicar que lo había
amedrentado observar tantos indios a los gritos, vociferando en lengua extraña,
sumado a que le habían llegado supuestos indicios de que estaban preparándose
para una ofensiva contra los representantes de España.
Sea como haya sido, aquello
no les impidió, después del desastre que pergeñó, deambular por encima de los muertos e irlos
despojando de sus atuendos de valor.
Los españoles dejaron a los
caídos apenas vestidos con sus prendas básicas, sin ornamentos y los desnudaron
de todo el oro que portaban, después de asesinarlos a sangre fría mientras
realizaban aquel incomprensible homenaje vaya a saber a quién.
La sin razón y el
desafortunado calvario vivido por los naturales, muchos de elevada condición
social, que yacientes en medio de la Plaza Mayor fueron, además de asesinados,
desprovistos de sus enseres, provocaría una severa reacción de quienes
alrededor del suceso habían observado la actitud de los peninsulares.
La muchedumbre se precipitó
contra los agresores. En gran número se abalanzaron sobre ellos y los
despojaron de sus armas. Algunos españoles pudieron organizarse dentro del
estupor provocado y lograron apresar a varios nativos de raigambre
significativa, conduciéndolos a la fuerza hacia adentro del Palacio en el que
moraban. Otros cayeron en las garras de los tenaces reivindicadores, pero la
gran mayoría de los europeos huyó precipitadamente, sin armamentos y sin otro
bastimento hacia adentro de aquel Palacio del viejo Axayácatl, que se había
convertido sin quererlo en un fuerte amurallado, protector de los invasores.
El aguerrido Cuitláhuac,
hermano del Tlatoani, fue encarcelado y llevado a la misma habitación que
ocupaba Moctezuma, quien también permanecía encerrado por orden de Cortés,
después de lo que había sucedido unos días atrás, a raíz del enfrentamiento
entre los grupos náhuatl y totonaca en la joven ciudad de Veracruz.
Cuando regresó el extremeño
con sus hombres y con los de Narváez se encontró con un panorama pésimo. La
ciudadela levantada en guerra contra el español, por culpa de una
interpretación malhadada de un atolondrado como Pedro de Alvarado que se había
dejado llevar por los resquemores de totonacas y tlaxcaltecas aliados, quienes
aventuraban la posibilidad de que los mexicas estuvieran preparando una
agresión.
Sin armas de ninguna índole
y en poco tiempo más sin víveres suficientes, la inmensa cantidad de españoles
debería actuar urgentemente para salvar su vida.
Hernán Cortés dialogó sobre
ese dilema con el Tlatoani y ambos resolvieron como una posibilidad dejar ir a
Cuitláhuac, calculando que la decisión de liberarlo ayudaría a entrar en razón
a la gran cantidad de levantiscos que habían rodeado la Plaza y el Palacio.
Sin embargo, una vez libre,
Cuitláhuac se reunió con los señores y los sacerdotes de la gran Altépetl que
era Tenochtitlan y fue nombrado por los Pillis el nuevo Huey Tlatoani en lugar
de su hermano, a quien la población mexica consideraba y había castigado como
cobarde y traidor.
A partir de entonces
organizó un numeroso ejército, intensificado por el aporte de varias
comunidades vecinas. Mientras se iba armando, esperaba que las ratas invasoras
murieran como tales.
La estrategia fue aguardar
que los cobardes visitantes encerrados, comenzaran a salir por sus propios
medios desesperados por el hambre.
Cuitláhuac no quiso exponer
más vidas. Su hermano había encontrado la muerte al intentar resolver la
situación por medio del diálogo. Apedreado e impactado por alguna de las varias
flechas que le fueron destinadas, se derrumbó frente a la muchedumbre y los
pocos españoles que lo habían acompañado a la entrada del Palacio, reingresaron
al edificio con el cuerpo exhausto de Moctezuma. El diálogo estaba terminado y
el reciente Tlatoani estaba convencido de que la situación se explicaba por sí
misma, que los extraños encerrados y sin bastimentos habían sido derrotados.
Mientras tanto, la vida
siguió su curso.
Las cientos de canoas
intensificaron su deambular por los lagos adyacentes. Fue mantenida la
actividad de la pesca en el lago salado de Texcoco y continuado el proceso de
extracción de agua dulce de los demás lagos no salitrales circundantes. Se
siguieron comerciando los mismos productos que habían circulado por el Altépetl
desde hacía tiempo atrás, obsidiana,
pescado, cacao, calabaza, maíz, cayote, tabaco, algodón y porotos, actividades
que se desarrollaban sobre la base del trueque con las demás aldeas
pertenecientes a la misma entidad política y territorial.
Los jóvenes que integraban
los sectores sociales más altos mantuvieron su concurrencia al Calmécac, donde
se los preparaba para la vida relacionada con las decisiones de poder y los
hijos de los macehuales o artesanos, continuaron desarrollando su formación en
el Telpochcalli, donde se desplegaba el aprendizaje del arte de los oficios.
Una de las labores
esenciales que los mexicas valoraban con entusiasmo, expresada por medio de las
continuas festividades de carácter mensual, eran las relacionadas a la
confección de los instrumentos de música. Para quienes demostraban esas dotes y
además se inclinaban por el canto, se había conformado el Cuicacalco, que
permanecía recibiendo alumnos y brindando sus clases.
Los jóvenes mayores eran
artesanos, alfareros, pescadores, constructores de chinampas, zapateros,
músicos, artistas en general. La población de un extracto más bajo que el de
los macehuales y los esclavos, la base más ancha de la pirámide social, formaba
parte del abultado número de la milicia. Cada uno de ellos por igual, ocupaba
además parte del día en el laboreo de la tierra comunal.
El tiempo iba transcurriendo
y a los españoles se le acababa la estrategia de racionar la alimentación. Se
iba consumiendo definitivamente la posibilidad de subsistencia. Hernán Cortés se decidió entonces por un
recurso extremo, esperaría la noche y en silencio dirigiría la gran comparsa de
hombres y caballos hacia las afueras de la ciudad.
Cuando llegó aquel último
día del mes de junio de 1520, lluvioso y oscuro, tomó la decisión. Preparó a
aquellos individuos en fila de a dos, de a tres y sigilosos, para que
comenzaran la retirada del Palacio, aprovechando que el grueso de aborígenes no
se encontraba apostado a la intemperie a raíz de lo desacompasado del clima.
Para ello midió muy bien sus fuerzas y sopesó lo abigarrado de su conglomerado,
sabiendo que debería elegir el rumbo que llevaría por una de las seis calzadas
que cruzaban Tenochtitlan, tres de norte a sur y las otras de este a oeste. El
líder español elegiría la orientada hacia el poniente, a la ciudad de Tlacopán
cruzando el puente de chichimecapán, con la pretensión de escapar sin prisa
pero sin pausa hacia la ciudad de Tlaxcala, cuyos habitantes se habían
constituido en aliados incondicionales después de haber sido derrotados a
través de salvajes batallas.
En medio de la oscuridad de
la noche, comenzó a salir esa hambrienta troupe de su auto encierro. Muchos de
los hombres avanzaban con sigilo con la responsabilidad de proteger a los
animales, otros cansados como estaban por la falta de alimentación iban
extremadamente pesados, caminando nerviosos y a los tumbos, llevando consigo
numeroso peso en oro en sus alforjas.
La casualidad dicen, es hija
de la oportunidad. La voz de una anciana dio el aviso y urgentemente una
inmensa cantidad de naturales se fue acercando acaloradamente al lugar,
impidiendo a través de dardos, golpes de palo, enfrentamientos cuerpo a cuerpo,
que los españoles y sus aliados continúen por el camino. Muchos estaban
adelantados en su peregrinación, otros fueron bloqueados en su andar. Entre
forcejeos y empujones, los menos iban avanzando muy pesadamente por el sendero,
los más, iban cayendo rendidos por el peso, asfixiados por el tumulto, ahogados
al precipitarse al lago desde los puentes, ensartados por las boleadoras, las
lanzas o las flechas de los mexicas.
Un grupo muy menor pudo
escapar, pero por supuesto, fueron indios la mayoría de muertos, entre náhuatl
y pro españoles.
Cuitláhuac había antepuesto
la defensa de su ciudad a la posibilidad de recuperar el tesoro famoso de su
padre Axayácatl, que el extremeño había encontrado
empotrado en una pared del Palacio y con el que se regocijaran los peninsulares
novatos, los recién llegados, aquellos que habían sido convencidos por Cortés y
que en el desembarco continental habían pertenecido al ejército de Narváez.
Aquel
tesoro desapareció en su mayoría desperdigado en las aguas del lago Texcoco,
abandonado por los españoles en el apuro de salvar sus vidas o extraviado junto
con la humanidad de aquellos europeos ávidos de riqueza.
Confundidos
en medio del campo, los sobrevivientes de tamaña empresa de salvamento y
socorro, descansaron. Cuentan que Hernán Cortés, debajo de un árbol junto con
la Malinche, se detuvo a llorar por tamaña derrota.
Sin
consuelo, pasando revista a todas y cada una de las adversidades por la que
había sobrevivido desde su llegada a la ciudadela azteca, para sostener en alto
su rara mezcla de tozudez e intemperancia, le preguntó a su Marina si conocía
el nombre de quien había liderado aquella ofensiva contra los europeos.
Malintzin,
que sentía muy poco amor por su pueblo náhuatl, desde que habían decidido
entregarla como prenda de paz después de una derrota mexica contra el pueblo
maya de Potonchán, miró a los ojos a su amo y le contestó: Cuitláhuac, el
hermano de Moctezuma y recientemente elegido como Tlatoani.
Pero el
verdadero nombre del líder azteca era Cuauhtláhuac, que en lengua náhuatl
significa "águila sobre el agua".
Por
rencor, por desprecio, o en forma de venganza personal, la Malinche había
decidido que la expresión para nombrar al gran caudillo resistente de
Tenochtitlan fuese Cuitláhuac, que casualmente o no, en náhuatl quiere decir
estiércol. Así lo dejaría asentado su hija María Bartola, transformada en la
primera mujer historiadora de México y que jamás recibiera algún reconocimiento
de parte de la Corte española como hija de uno de los últimos Tlatoani, de la misma
forma que recibieron reconocimientos de la España imperial los descendientes de
Moctezuma II, que sí había manifestado condescendencia en favor de la conquista
europea.
El nuevo
Tlatoani, al decir de su hija María, sobreviviría ochenta días en el poder. La
viruela, llegada al Istmo de Yucatán a través de las tropas de Pánfilo de
Narváez, que habían sido enviadas por el gobernador de Cuba contra el mismísimo
Hernán Cortés, se enseñoreó en el territorio y fue generando en forma
subrepticia, una tragedia que acumuló miles de muertos, sobre todo en los
aborígenes, que no tenían inmunidad contra ella.
Cuitláhuac
fallecería el 28 de noviembre de 1520, el último día del mes de Quecholli. Poco
después, las tropas reorganizadas por el español, volverían a atacar
Tenochtitlan en el mes de agosto de 1521, asediándola durante los dos meses y
medio previos, promoviendo muerte y hambruna, capturando por fin a su último
Tlatoani, Cuauhtémoc, primo hermano de los dos anteriores.
La
maravillosa fisionomía de la gran urbe que había sido Tenochtitlan, con sus
calzadas ordenadas hacia los cuatro puntos cardinales, sus puentes levadizos
preparados para coordinar la interacción
de los diversos islotes, sus asombrosas construcciones, su diagramación
ejemplar que permitía distinguir a cada barrio por su zona circundante, su majestuoso paseo público
central, que unía el Palacio Real con el Templo Mayor en un único ámbito de
relación integrado, su fabuloso mercado central, que nucleaba a diversidad de
gentes de varias regiones aún de aldeas vecinas, todo eso dejó de ser lo que
había sido antes de la crucial hecatombe, para dar lugar a un espacio
corrompido, a raíz de la ocupación de los españoles.
Cuando el asedio se dio por
concluido, terminó también el fastidio y el sinsabor del propio Cuauhtémoc, que
presentía que a pesar de todo el empeño puesto en fortalecer la resistencia y
agigantarla, no lograría hacer subsistir aquel objetivo de liberación ante la
sinrazón y la desesperanza por la supervivencia.
Tenochtitlan se acabó cuando
se le agotaron los esfuerzos por sostener su libertad. Llegó un momento en el
cual no había más excusas, el hambre y la sed arreciaban. La muerte que estaba
en todos lados, era la medida de todas las cosas.
El derrumbe de Tenochtitlan
fue el triunfo de la dominación política y militar, pero también significó el
inicio de un calvario fenomenal e inaudito que condujo a la debacle de
costumbres, religión, lengua y cotidianidades que juntas resumían la antigua y
consolidada idea de libertad con dignidad, de todo un pueblo acostumbrado como
estaba a sostener de pie sus valores y que nunca jamás volvió a ser como había
sido.