domingo, 20 de marzo de 2022

 

Ruinas Circulares

por Alberto Carbone




“Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia que otro estaba soñando”

 

Nuestro país recuerda y reconoce dos fechas significativas de su historia, dos episodios que ha elevado a una categoría considerable, enalteciéndolos al imponerles un carácter fundador y epónimo.

El 25 de Mayo de 1810 que conmemora la instalación del primer gobierno de origen criollo y el 9 de Julio del año de 1816, que rememora el grito de Independencia de España de nuestro territorio, que a pesar de los sucesivos gobiernos de carácter autónomo que sobrevendrían a partir de aquella decisión, permanecería políticamente inestable, ocupado en sobrellevar alzamientos, distensiones, distanciamientos y conciliaciones entre las administraciones provinciales y el poder central.

Sin embargo, ambos episodios configurados en los inicios del Siglo XIX, fueron instalados dentro del conocimiento de la opinión pública local, como auténticos adalides o artífices en la pretensión de consolidar un país independiente, una sociedad emancipada, una Patria insoslayable.

Pero el Siglo XIX que recién comenzaba, todavía persistiría en su inequívoca pretensión de instaurar una racionalidad socioeconómica. Una lógica que estableciera una ubicación para cada grupo humano o sector según su origen, su estrato social, su preparación académica, su orientación cultural y sobre todo, su basamento económico.

En toda América y específicamente en nuestra Argentina, no se formalizó la jerarquía social a partir del surgimiento de una aristocracia de sangre. Fue por ello, seguramente, que los sectores de la elite intelectual, descendientes directos de la sangre conquistadora, se robustecieron y afirmaron a sí mismos, diferenciándose del grueso de la población colonial, mestiza y aborigen, a través de la tenencia, goce o disfrute de lo que casi inmediatamente consideraron como propio.

No fue otra cosa que la configuración del poder político derivado de la posesión económica, lo que marcó la diferencia.

Las decisiones de aquel entonces fueron tomadas por la gente más sana de la población. Aquella sanidad era una apariencia otorgada por el poder económico.

El verdadero poder que desde el principio de los tiempos confería el basamento real.

Aquella alucinación que propugnó por la configuración de una metamorfosis para toda nuestra región, que aún disgregada persistía en otorgársele forma de país se sostuvo inestable hasta la mitad del Siglo XIX, sobreponiéndose a luchas intestinas, a infinidad de muertes por imposición de un bando frente a otro. Batallas persistentes que no traducían otra cosa que las discrepancias entre intereses entre clases sociales y hasta fulminantes divergencias entre el mismo sector de poder.

 Por eso mismo, la segunda parte del Siglo XIX dispondría una justificación legal para la imposición de las elites. La estrategia se desarrollaría dando por finalizado el tedioso enfrentamiento entre facciones amparado en provecho de cada  región y orquestando el inicio de un nuevo tiempo basado en la confluencia de los intereses de la facción dominante.

La derrota del último caudillo con fuerte ascendente político y social, implicó la decisión de establecer un Corpus Legal que garantizara la supremacía política de quienes ostentaban el control económico.

La redacción de la Constitución Nacional del año 1853 fue determinante para afianzar la legalidad de la posesión del territorio por parte de las elites y para garantizar a sus poseedores el definitivo respeto a la propiedad privada. La razonable  tranquilidad de que sus tenencias serían legítimamente respetadas por las futuras generaciones.

Con la emergencia de la elite al interior de los tres poderes constitucionales, el resguardo de la supremacía económica estuvo garantizado.

Un inmenso territorio considerado vacío, pletórico en riqueza agrícola, proyectado para ser concebido como receptor de mano de obra europea. Un inmenso caudal de hombres y mujeres que llegarían a esta tierra, ávidos de conocer ambientes que le permitiesen vivir del esfuerzo de su trabajo.

Pero antes de introducir manos para la labranza, los dueños de la tierra irían por la ampliación de sus posesiones. Pocos años después se internarían hacia el profundo, vasto e interminable país pulverizando al indio por medio de la avanzada hacia el desierto, consolidando territorio a partir de la instalación de fortines cuyos soldados constituidos por gauchos fueron obligados a luchar contra los aborígenes.

Así, a través de la sangre de la paisanada, la Campaña al Desierto extendió la frontera agrícola.

La expectativa productiva configuró una estrategia fenomenal. Por ello durante el último tercio del Siglo XIX se proveyó de mano de obra europea a los campos arrebatados a los naturales, a través de la Ley de Inmigración.

Para la elite el indio era un salvaje, un invasor chileno; el gaucho un pendenciero mal entretenido desprovisto del interés por el trabajo; el inmigrante, la fuente indispensable de donde abrevar el esfuerzo humilde y dócil por la laboriosidad.

Ellos mismos, grandes triunfadores de un país que nacía a su imagen y semejanza, configuraron su propia apariencia justificada en la razón imperiosa de que debían esforzarse y obligarse a gobernar por el bien del territorio, al que denominaban como Nación, otorgándole aquella significativa apariencia, como si las características esenciales de la nacionalidad estuviesen asentadas en la idiosincrasia de cada uno de los sectores sociales extraños y diversos, habitantes del suelo común pero inhibidos de reclamarlo como propio. Un territorio que habitaban pero que no les pertenecía ni les pertenecería.

 

El Siglo XX comenzaría tal y como había concluido el anterior. Con la convicción en los mismos valores, con la instalación en el poder real de la misma jerarquía social, con la imposición de una Nación para el Desierto Argentino.

Los cálculos de la elite fueron precisos y forzosamente interesados.

Aquella apariencia estaba destinada a persistir.

Al conjuro de la proclamación de una Patria agrícola productora para el mercado externo, la elite terrateniente declamó, fundó y fundamentó la Nación.

Se percibieron y soñaron como grandes hacedores de un país pujante y productivo, instalado entre los primeros en el mundo, con ingresos per cápita de excelencia. Lo lograron.

Pero ese triunfo fue solamente para ellos. El bienestar y la prosperidad, también permanecieron privatizados. Ambos beneficios se constituyeron como exclusividad de aquel reducido sector.

El grupo selecto que se juramentó ante la Constitución Nacional de 1853 consolidó un territorio de pocos productores en vastas extensiones, apuntalados por miles de brazos de labranza de origen europeo, hombres y mujeres que habían llegado ansiosos con toda su pobreza a intentar construir un futuro distinto del que les ofrecía el viejo continente. Trabajadores pobres que jamás se atrevieron a preguntar la razón por la cual eran terratenientes aquellos propietarios y que se conformaron con vivir en improvisadas barracas, en percibir el jornal que le asignaran y en acatar dócilmente las órdenes y demandas de sus contratistas.

Tierra de promisión nuestra Argentina. Un bello designio destinado para pocos. Un objetivo singular e idílico que se iba manifestando como realidad para sus mentores conforme se iba incrementando el caudal y la variedad de la producción sobre la maravillosa extensión de la pampa húmeda que había comenzado al conjuro de la actividad agrícola y que a finales del Siglo XIX ampliaría su esfera a la ganadería.

Cuando parecía que la ecuación estaba finalizada y que la estructura de poder estaba firmemente condicionada a los designios de la oligarquía agrícola y ganadera, apareció el Peronismo.

Este razonamiento a través del cual ingentes cantidades de obreros rurales y de incipientes núcleos urbanos, originados al clamor de la novedad fabril alrededor de las ciudades, podrían ser considerados como agentes de derecho y en consecuencia ser objeto de percepción de beneficios sociales y laborales impensados hasta esa fecha, corrompió la natural parsimonia y la lógica y estable tranquilidad de los propietarios rurales y fabriles, que en términos generales significaban el mismo grupo de interés.

Debemos tener en cuenta que aún los mismos partidos políticos auto referenciados con los sectores ideológicos de izquierda, conjugaban idénticos verbos y mentaban las mismas expresiones despectivas con referencia a la definición de los grupos más humildes de la población.

Como funcionario de un gobierno originado de un Golpe Militar, el entonces coronel Juan D. Perón implementaría una serie de decretos destinados a mejorar las condiciones de vida del núcleo del trabajo. Esta circunstancia haría estallar la racionalidad del beneficio económico del sector propietario y postularía una abierta contradicción con los intereses de quienes se sentían legítimos dueños del poder real.

Por ello sería el propio Juan Domingo Perón en el cargo de Presidente de la República quien instruiría a los funcionarios y a toda la sociedad civil con el objeto de propugnar un cambio de la Constitución Nacional de 1853. No una simple reforma. Una nueva Constitución que debería incluir a los históricamente excluidos y naturalmente invisibilizados por la Constitución de mediados de Siglo XIX.

Ese cambio de Carta Magna enunció y definió un cambio radical de país. Por ello cuando el Golpe de Estado en el año 1955 derrocó al gobierno constitucional del general Perón, su primer paso fue la recuperación de la modalidad de la apariencia.

 La auto denominada Revolución Libertadora dispuso dejar sin efecto la Constitución de 1949 y retomar la del año 1853. La decisión no era otra que devolverle a la oligarquía terrateniente, poseedora del poder económico, el poder político que había ostentado hasta el año 1943.

Aparentemente, el gobierno constitucional de Perón había conformado un régimen dictatorial y el Golpe Militar de 1955 que implantó una dictadura en lugar del gobierno constitucional, no había sido otra cosa que la recuperación del camino democrático para la Argentina.

Con la misma excusa el general Juan Lavalle hubo decretado en Navarro el fusilamiento del coronel Dorrego en el año 1828. Se consignaba en aquel entonces el esfuerzo por la recuperación de la libertad que en apariencia devolvía Lavalle a Buenos Aires acompañado por los intereses de la Patria agroexportadora. Libertad que aparentemente Dorrego se resistía a respetar y que los latifundistas estaban decididos a defender.

Los intereses concentrados de la actualidad han provocado tres tipos de votantes. Una nutrida cantidad de gente que ignora quienes son los verdaderos dueños del poder real. Otro grupo definido por aquellos a quienes no les interesa el tema en cuestión y votan conforme lo que escuchan en los medios de información concentrados. Por último, los miembros de la clase política enrolados con los partidos de derecha que perciben un salario y beneficios derivados de su acción y apuntalan con su voto en el Poder legislativo los requerimientos de los sectores del poder económico.

Estos tres grupos de opinión pública, acompañados celosamente en la consecución de su acción por los medios de difusión concentrados, se envalentonan auspiciados y protegidos por el Poder Judicial, lugar en donde un número considerable de sus miembros han sido diligenciados por representantes del poder económico.

Tenemos un país en ruina. Los mentores de esta tragedia deambulan en el anonimato. Aparecen y desaparecen, se hacen ver cuando son recompensados por dirigir la palabra, por estructurar un mensaje de conveniencia para quienes los remuneran.

Los medios de comunicación concentrados se han ensimismado en hacer desaparecer la historia. Los trabajadores han asumido los beneficios sociales logrados a través de la lucha de sus ancestros con la naturalidad de algo dado y permanente. Ni siquiera adivinan que envueltos en tamaña ceguera, más temprano que tarde, serán usurpados de aquellos logros.

El conservadurismo disfrazado de liberal no perdona. Vendrá una y otra vez en busca de su redención, de su gloria, de su beneficio.

Las mayorías populares pagarán por su osadía o por su inacción. Obnubilados o ciegos son incapaces de ver que la realidad que se impone no defiende la historia, no respeta su dignidad. Pero en este estado de la situación, no se les permitirá recuperar la memoria, luchar por su bienestar, reclamar sus derechos.

Una y otra vez ha sucedido lo mismo en nuestra historia. Está pasando en Latinoamérica. Un gobierno popular, reivindicador de derechos es tildado como dictatorial porque se opone a la voluntad de los factores de poder económico.

La paradoja es tal que acontece que algunos parecen querer disimular su ascendente peronista por lo que pueda juzgar la opinión del nutrido grupo  ignorante, a quien se les ha enseñado que peronismo es mala palabra y lo ha acatado sin opinión personal, porque sólo distingue la realidad actual de acuerdo con los ojos de quienes le indican hacia dónde mirar.

El país está en ruina.

La tragedia tiene contornos circulares.

Una y otra vez se reiteran los procedimientos.

Si alguna vez atesoramos un futuro distinto, si aún hoy, a pesar de todo, creemos que existe esa posibilidad, debemos construirlo con nuevos instrumentos.

Los actuales están servidos en bandeja para que los dueños del poder real persistan enseñoreándose.

Las nuevas generaciones no merecen este entorno de necedad e ignorancia.

La actual generación, los jóvenes, la mediana edad que debe construir un futuro mejor para sus hijos no debería dejar pasar por alto la ignominia de quienes votan sin evaluación propia, a quienes pretenden conservar sus privilegios blandiendo el título de liberales.

La ignorancia lo confunde todo.

El país debe construir a la Nación con quienes trabajan.

No con quienes viven y se enriquecen de quienes trabajan.

 

 

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