Ruinas Circulares
por Alberto Carbone
“Con alivio, con humillación, con terror,
comprendió que él también era una apariencia que otro estaba soñando”
Nuestro país recuerda y
reconoce dos fechas significativas de su historia, dos episodios que ha elevado
a una categoría considerable, enalteciéndolos al imponerles un carácter
fundador y epónimo.
El 25 de Mayo de 1810 que
conmemora la instalación del primer gobierno de origen criollo y el 9 de Julio
del año de 1816, que rememora el grito de Independencia de España de nuestro
territorio, que a pesar de los sucesivos gobiernos de carácter autónomo que
sobrevendrían a partir de aquella decisión, permanecería políticamente
inestable, ocupado en sobrellevar alzamientos, distensiones, distanciamientos y
conciliaciones entre las administraciones provinciales y el poder central.
Sin embargo, ambos episodios
configurados en los inicios del Siglo XIX, fueron instalados dentro del conocimiento
de la opinión pública local, como auténticos adalides o artífices en la pretensión
de consolidar un país independiente, una sociedad emancipada, una Patria
insoslayable.
Pero el Siglo XIX que recién
comenzaba, todavía persistiría en su inequívoca pretensión de instaurar una
racionalidad socioeconómica. Una lógica que estableciera una ubicación para
cada grupo humano o sector según su origen, su estrato social, su preparación
académica, su orientación cultural y sobre todo, su basamento económico.
En toda América y
específicamente en nuestra Argentina, no se formalizó la jerarquía social a
partir del surgimiento de una aristocracia de sangre. Fue por ello,
seguramente, que los sectores de la elite intelectual, descendientes directos
de la sangre conquistadora, se robustecieron y afirmaron a sí mismos,
diferenciándose del grueso de la población colonial, mestiza y aborigen, a
través de la tenencia, goce o disfrute de lo que casi inmediatamente
consideraron como propio.
No fue otra cosa que la
configuración del poder político derivado de la posesión económica, lo que
marcó la diferencia.
Las decisiones de aquel
entonces fueron tomadas por la gente más sana de la población. Aquella sanidad
era una apariencia otorgada por el poder económico.
El verdadero poder que desde
el principio de los tiempos confería el basamento real.
Aquella alucinación que propugnó
por la configuración de una metamorfosis para toda nuestra región, que aún
disgregada persistía en otorgársele forma de país se sostuvo inestable hasta la
mitad del Siglo XIX, sobreponiéndose a luchas intestinas, a infinidad de
muertes por imposición de un bando frente a otro. Batallas persistentes que no
traducían otra cosa que las discrepancias entre intereses entre clases sociales
y hasta fulminantes divergencias entre el mismo sector de poder.
Por eso mismo, la segunda parte del Siglo XIX
dispondría una justificación legal para la imposición de las elites. La
estrategia se desarrollaría dando por finalizado el tedioso enfrentamiento
entre facciones amparado en provecho de cada región y orquestando el inicio de un nuevo
tiempo basado en la confluencia de los intereses de la facción dominante.
La derrota del último
caudillo con fuerte ascendente político y social, implicó la decisión de
establecer un Corpus Legal que garantizara la supremacía política de quienes ostentaban
el control económico.
La redacción de la
Constitución Nacional del año 1853 fue determinante para afianzar la legalidad
de la posesión del territorio por parte de las elites y para garantizar a sus
poseedores el definitivo respeto a la propiedad privada. La razonable tranquilidad de que sus tenencias serían
legítimamente respetadas por las futuras generaciones.
Con la emergencia de la
elite al interior de los tres poderes constitucionales, el resguardo de la
supremacía económica estuvo garantizado.
Un inmenso territorio
considerado vacío, pletórico en riqueza agrícola, proyectado para ser concebido
como receptor de mano de obra europea. Un inmenso caudal de hombres y mujeres que
llegarían a esta tierra, ávidos de conocer ambientes que le permitiesen vivir
del esfuerzo de su trabajo.
Pero antes de introducir
manos para la labranza, los dueños de la tierra irían por la ampliación de sus
posesiones. Pocos años después se internarían hacia el profundo, vasto e
interminable país pulverizando al indio por medio de la avanzada hacia el
desierto, consolidando territorio a partir de la instalación de fortines cuyos
soldados constituidos por gauchos fueron obligados a luchar contra los
aborígenes.
Así, a través de la sangre
de la paisanada, la Campaña al Desierto extendió la frontera agrícola.
La expectativa productiva configuró
una estrategia fenomenal. Por ello durante el último tercio del Siglo XIX se
proveyó de mano de obra europea a los campos arrebatados a los naturales, a
través de la Ley de Inmigración.
Para la elite el indio era
un salvaje, un invasor chileno; el gaucho un pendenciero mal entretenido desprovisto
del interés por el trabajo; el inmigrante, la fuente indispensable de donde
abrevar el esfuerzo humilde y dócil por la laboriosidad.
Ellos mismos, grandes
triunfadores de un país que nacía a su imagen y semejanza, configuraron su
propia apariencia justificada en la razón imperiosa de que debían esforzarse y
obligarse a gobernar por el bien del territorio, al que denominaban como Nación,
otorgándole aquella significativa apariencia, como si las características
esenciales de la nacionalidad estuviesen asentadas en la idiosincrasia de cada
uno de los sectores sociales extraños y diversos, habitantes del suelo común
pero inhibidos de reclamarlo como propio. Un territorio que habitaban pero que
no les pertenecía ni les pertenecería.
El Siglo XX comenzaría tal y
como había concluido el anterior. Con la convicción en los mismos valores, con
la instalación en el poder real de la misma jerarquía social, con la imposición
de una Nación para el Desierto Argentino.
Los cálculos de la elite
fueron precisos y forzosamente interesados.
Aquella apariencia estaba
destinada a persistir.
Al conjuro de la
proclamación de una Patria agrícola productora para el mercado externo, la
elite terrateniente declamó, fundó y fundamentó la Nación.
Se percibieron y soñaron como
grandes hacedores de un país pujante y productivo, instalado entre los primeros
en el mundo, con ingresos per cápita de excelencia. Lo lograron.
Pero ese triunfo fue solamente
para ellos. El bienestar y la prosperidad, también permanecieron privatizados.
Ambos beneficios se constituyeron como exclusividad de aquel reducido sector.
El grupo selecto que se
juramentó ante la Constitución Nacional de 1853 consolidó un territorio de
pocos productores en vastas extensiones, apuntalados por miles de brazos de
labranza de origen europeo, hombres y mujeres que habían llegado ansiosos con
toda su pobreza a intentar construir un futuro distinto del que les ofrecía el
viejo continente. Trabajadores pobres que jamás se atrevieron a preguntar la
razón por la cual eran terratenientes aquellos propietarios y que se
conformaron con vivir en improvisadas barracas, en percibir el jornal que le
asignaran y en acatar dócilmente las órdenes y demandas de sus contratistas.
Tierra de promisión nuestra
Argentina. Un bello designio destinado para pocos. Un objetivo singular e
idílico que se iba manifestando como realidad para sus mentores conforme se iba
incrementando el caudal y la variedad de la producción sobre la maravillosa
extensión de la pampa húmeda que había comenzado al conjuro de la actividad
agrícola y que a finales del Siglo XIX ampliaría su esfera a la ganadería.
Cuando parecía que la
ecuación estaba finalizada y que la estructura de poder estaba firmemente
condicionada a los designios de la oligarquía agrícola y ganadera, apareció el
Peronismo.
Este razonamiento a través
del cual ingentes cantidades de obreros rurales y de incipientes núcleos urbanos,
originados al clamor de la novedad fabril alrededor de las ciudades, podrían
ser considerados como agentes de derecho y en consecuencia ser objeto de
percepción de beneficios sociales y laborales impensados hasta esa fecha,
corrompió la natural parsimonia y la lógica y estable tranquilidad de los
propietarios rurales y fabriles, que en términos generales significaban el
mismo grupo de interés.
Debemos tener en cuenta que
aún los mismos partidos políticos auto referenciados con los sectores
ideológicos de izquierda, conjugaban idénticos verbos y mentaban las mismas
expresiones despectivas con referencia a la definición de los grupos más
humildes de la población.
Como funcionario de un
gobierno originado de un Golpe Militar, el entonces coronel Juan D. Perón
implementaría una serie de decretos destinados a mejorar las condiciones de
vida del núcleo del trabajo. Esta circunstancia haría estallar la racionalidad
del beneficio económico del sector propietario y postularía una abierta
contradicción con los intereses de quienes se sentían legítimos dueños del
poder real.
Por ello sería el propio
Juan Domingo Perón en el cargo de Presidente de la República quien instruiría a
los funcionarios y a toda la sociedad civil con el objeto de propugnar un
cambio de la Constitución Nacional de 1853. No una simple reforma. Una nueva
Constitución que debería incluir a los históricamente excluidos y naturalmente
invisibilizados por la Constitución de mediados de Siglo XIX.
Ese cambio de Carta Magna
enunció y definió un cambio radical de país. Por ello cuando el Golpe de Estado
en el año 1955 derrocó al gobierno constitucional del general Perón, su primer
paso fue la recuperación de la modalidad de la apariencia.
La auto denominada Revolución Libertadora
dispuso dejar sin efecto la Constitución de 1949 y retomar la del año 1853. La
decisión no era otra que devolverle a la oligarquía terrateniente, poseedora
del poder económico, el poder político que había ostentado hasta el año 1943.
Aparentemente, el gobierno
constitucional de Perón había conformado un régimen dictatorial y el Golpe
Militar de 1955 que implantó una dictadura en lugar del gobierno constitucional,
no había sido otra cosa que la recuperación del camino democrático para la
Argentina.
Con la misma excusa el
general Juan Lavalle hubo decretado en Navarro el fusilamiento del coronel
Dorrego en el año 1828. Se consignaba en aquel entonces el esfuerzo por la
recuperación de la libertad que en apariencia devolvía Lavalle a Buenos Aires
acompañado por los intereses de la Patria agroexportadora. Libertad que
aparentemente Dorrego se resistía a respetar y que los latifundistas estaban
decididos a defender.
Los intereses concentrados
de la actualidad han provocado tres tipos de votantes. Una nutrida cantidad de
gente que ignora quienes son los verdaderos dueños del poder real. Otro grupo
definido por aquellos a quienes no les interesa el tema en cuestión y votan
conforme lo que escuchan en los medios de información concentrados. Por último,
los miembros de la clase política enrolados con los partidos de derecha que
perciben un salario y beneficios derivados de su acción y apuntalan con su voto
en el Poder legislativo los requerimientos de los sectores del poder económico.
Estos tres grupos de opinión
pública, acompañados celosamente en la consecución de su acción por los medios
de difusión concentrados, se envalentonan auspiciados y protegidos por el Poder
Judicial, lugar en donde un número considerable de sus miembros han sido
diligenciados por representantes del poder económico.
Tenemos un país en ruina.
Los mentores de esta tragedia deambulan en el anonimato. Aparecen y
desaparecen, se hacen ver cuando son recompensados por dirigir la palabra, por
estructurar un mensaje de conveniencia para quienes los remuneran.
Los medios de comunicación
concentrados se han ensimismado en hacer desaparecer la historia. Los
trabajadores han asumido los beneficios sociales logrados a través de la lucha
de sus ancestros con la naturalidad de algo dado y permanente. Ni siquiera
adivinan que envueltos en tamaña ceguera, más temprano que tarde, serán
usurpados de aquellos logros.
El conservadurismo
disfrazado de liberal no perdona. Vendrá una y otra vez en busca de su
redención, de su gloria, de su beneficio.
Las mayorías populares
pagarán por su osadía o por su inacción. Obnubilados o ciegos son incapaces de
ver que la realidad que se impone no defiende la historia, no respeta su
dignidad. Pero en este estado de la situación, no se les permitirá recuperar la
memoria, luchar por su bienestar, reclamar sus derechos.
Una y otra vez ha sucedido
lo mismo en nuestra historia. Está pasando en Latinoamérica. Un gobierno
popular, reivindicador de derechos es tildado como dictatorial porque se opone
a la voluntad de los factores de poder económico.
La paradoja es tal que acontece
que algunos parecen querer disimular su ascendente peronista por lo que pueda
juzgar la opinión del nutrido grupo
ignorante, a quien se les ha enseñado que peronismo es mala palabra y lo
ha acatado sin opinión personal, porque sólo distingue la realidad actual de
acuerdo con los ojos de quienes le indican hacia dónde mirar.
El país está en ruina.
La tragedia tiene contornos
circulares.
Una y otra vez se reiteran
los procedimientos.
Si alguna vez atesoramos un
futuro distinto, si aún hoy, a pesar de todo, creemos que existe esa posibilidad,
debemos construirlo con nuevos instrumentos.
Los actuales están servidos
en bandeja para que los dueños del poder real persistan enseñoreándose.
Las nuevas generaciones no
merecen este entorno de necedad e ignorancia.
La actual generación, los
jóvenes, la mediana edad que debe construir un futuro mejor para sus hijos no debería
dejar pasar por alto la ignominia de quienes votan sin evaluación propia, a
quienes pretenden conservar sus privilegios blandiendo el título de liberales.
La ignorancia lo confunde
todo.
El país debe construir a la
Nación con quienes trabajan.
No con quienes viven y se
enriquecen de quienes trabajan.