Bastardos sin Gloria
por Alberto
Carbone
El concepto
'bastardo' está relacionado directamente en nuestro país y en el mundo, con un
comportamiento social específico: la discriminación.
Dicha
nomenclatura se identifica con una categoría que remite al proceso de estigmatización
del otro.
De ese modo,
podríamos configurarla como una característica de índole social que se
precipita sobre el ser humano del que se trate y lo determina acreditándole una
mácula, una afrenta, una particularidad irredimible frente a los demás.
La voz
deriva del antiguo germánico “bansti”, lugar de acopio de granos. Con lo cual, el
concepto “hijo bastardo”, tomaría referencia de aquel ser humano concebido
fuera del ámbito íntimo, externo al hogar.
En la Argentina, constituida a mediados del Siglo XIX procurando la
intención de servir al mercado externo a partir de su producción de agricultura
y ganadería, la incorporación de la actividad fabril urbana con la que se generó
la diversificación económica durante el primer tercio del Siglo XX, fue
tolerada a regañadientes por los sectores de mayor poder económico, obligados
como estaban en capear el temporal económico devenido de la crisis
internacional.
Consecuentemente, el Peronismo, que heredó aquella metodología que en su
origen se instrumentó con fines paliativos, se transformó en el último adalid
por la defensa de la actividad de la industria nacional y proveyó al país, a
partir de su administración, de un período indeseado para la historia oficial y
para sus herederos. Porque a través de esa impronta, los trabajadores urbanos comenzaron
a acumular en torno de sí los Derechos Sociales que la Elite socioeconómica no había
pretendido jamás incluir dentro de los beneficios de las clases subalternas
urbanas.
Por esa razón, “los trabajadores nuevos”, así definidos a comienzos de
la actual centuria por los historiadores Miguel Murmis y Juan Carlos Portantiero,
se fueron configurando como auténticos “bastardos” dentro del razonamiento de
aquellos signatarios del Poder Real y autodefinidos como dignos representantes
de la “alta sociedad argentina”, que amparados por su alcurnia, se presintieron
desde la consolidación de su liderazgo de mediados de Siglo XIX, como poseedores
de finos rasgos de armónica integridad y como los seres elegidos y celosamente
objetivados en convertir a “su Nación”, a la que habían creado a “imagen y
semejanza”, en el fenomenal epicentro inmaculado de producción de alimentos. En
el granero del mundo in saecula saeculorum.
No por otra razón, más que por la de prefigurarse como proveedores
internacionales exclusivos de commoditys, la alta sociedad de nuestro país quedó
resentida después de la instalación de aquellos inevitables núcleos fabriles
urbanos.
Podríamos decir que hasta con un cierto sinsabor, exteriorizando un dejo
de culpabilidad, aquel exclusivo grupo de la sociedad argentina, sintiose
responsable, en cierta manera, por haber contribuido como precoz gerenciadora a
concebir tanto “hijo bastardo”.
Consecuentemente, y a pesar del paso del tiempo y de las generaciones, emana
todavía en la actualidad, desde el interior de su inmaculada prosapia, desde lo
más profundo de su sentido ideológico, la obligación imperiosa, el esfuerzo
permanente, por solucionar de cuajo semejante dilema.
Tiempos Violentos
La famosa crisis económica
mundial del año 1929 en Wall Street se extendió por sobre todo el mundo y
abarcó graves consecuencias políticas y sociales.
Después de la “Gran Guerra”
sucedida entre 1914 y 1918, los continentes se adaptaron a vivir acompañando y
resignándose al espléndido y singular empuje que desplegaba la joven Nación
Norteamericana.
La ciudad de Nueva York se fue
convirtiendo en pocos años, en la gran metrópoli del mundo. La gran Capital de
la innovación y de la modernidad.
Todos los ojos miraban hacia
su magnificencia y destello.
Pero en Octubre de 1929 se
produjo una situación inesperada e inédita.
Una gran corrida bursátil, imprevisible
y desprevenida, desbarató el normal desenvolvimiento de los negocios de la City.
Las acciones de las grandes
empresas constructoras, artífices principales de aquel fenomenal despegue
económico, se derrumbaron y más de cien mil obreros perdieron sus puestos de
trabajo en solamente tres días.
Una catástrofe incalculable,
estructural, incauta, cándida e insospechada.
A los inversionistas se les
rebeló una tragedia de insondables magnitudes.
Atónitos, desesperados,
tuvieron que admitir una acuciante realidad, inédita, procaz, descabellada.
La economía yanqui, que
había evidenciado síntomas férreos de lozanía, de robustez de altanería, se delataba
ante el mundo como establecida sobre cimientos de barro.
Sus ideólogos, artífices, constructores,
se suicidaban.
Entre el 24 y 29 de octubre de
ese desgraciado año, el colapso fue total.
Los más grandes economistas que
había vaticinado un crecimiento implacable de las acciones por tiempo
indeterminado, observaron de repente que sus predicciones desbarrancaban.
La realidad se desplomó y su
caída precipitada pulverizó definitivamente toda esperanza profética.
Los inmolados fueron incontables,
las pérdidas calamitosas, los anhelos de recuperación inciertos.
En ese contexto, con la
economía desangrada y con el comercio exterior desaparecido, las sociedades de
todo el mundo tuvieron que hacer gala de la improvisación y sagacidad,
recurriendo a mejores ideas pasibles de capear el temporal, para que sus
respectivas economías no palidecieran condenadas a una muerte segura ante la
decrepitud de la política de intercambio internacional, que se evidenciaba como
definitivamente muerta, desaparecida, irrecuperable.
El “Plan de Acción”
General Felix Uriburu
La Elite porteña gobernaba el país con el acuerdo tácito de las oligarquías provinciales. El general Agustín P. Justo, sucesor del golpista Félix Uriburu, había encontrado un recurso óptimo para gobernar abarcado por la Carta Magna.
A partir del año 1932 dio inicio su propio gobierno constitucional, con el voto popular, libre y obligatorio, según la Ley Sáenz Peña de 1912, pero imponiendo la abstención de la UCR, la original, la que ya no existe, para evitar alguna tentación de sufragar al populismo de aquel entonces.
General Agustín P. Justo
El ministro de Economía del
gobierno era el Dr. Federico Pinedo. Hombre sagaz, astuto, visionario, quien observó
la realidad emergida producto de la crisis mundial. Se había retraído el comercio
exterior y desarticulado de la faz de la Tierra la actividad generada producto
del intercambio internacional, tanto por las exportaciones como por las
importaciones.
Aquella parálisis económica
se sucedía por años y redundaba en una pérdida cuantiosa de dinero para los
exportadores de commoditys, evidenciando la destrucción definitiva del
incipiente mercado interno de consumo de importaciones.
Ante esta circunstancia, el
ministro no demoró la decisión y propugnó porque los líderes productores
rurales más conspicuos, sus pares, pertenecientes a la aristocracia nacional,
promovieran la generación de talleres dentro de la ciudad de Buenos Aires y
alrededores, facilitando la producción de aquellos artículos de consumo que
hasta entonces proveía la importación.
Aquella decisión de denominó “Proceso de Sustitución de Importaciones”.
Los Perros de la Calle
La hipótesis de una vida
mejor para los sectores más humildes de las provincias argentinas, o la
posibilidad de inocular por lo menos un proyecto con miras de mayor augurio y
renovado porvenir para las futuras generaciones de provincianos, se generalizó
en el pensamiento de la gente poco a poco, hasta que se transformó en conducta,
en horizonte de vida.
Debido a ello, las familias
del interior del país procedieron a instalarse gradualmente dentro de los trenes
con dirección a Buenos Aires. Una vez en la gran ciudad, se fueron asentando
donde podían, se rebuscaban su cotidianeidad como mejor les salía, y
paralelamente, los hombres se aventuraron a solicitar trabajo en las incipientes
empresas pequeñas y medianas que pululaban alrededor de la gran metrópoli.
Es cierto, en las afueras de
la Capital Federal, el cordón que aún bordea la urbe se fue tiñendo con el
color de la pobreza.
La gente se fue acomodando
en los pequeños espacios que lograba conseguir. Como podía edificaba su casa,
acopiaba los bastimentos mínimos o incompletos y día tras día, iba aprendiendo
a sobrevivir con poco, con lo justo y limitado, que generalmente y en la
mayoría de los casos no alcanzaba a ser lo necesario.
Aquel peón rural,
desposeído, sin capacitación intelectual ni técnica de ningún tipo, se radicó
en Buenos Aires junto con su prole y se transformó en un obrero urbano.
El Gran Buenos Aires se
expandió al compás del asentamiento de un sinnúmero de barrios humildes exentos de los más
elementales servicios sanitarios. Pero fruto de aquel corolario, la naciente
burguesía industrial urbana se agenció de la insustituible mano de obra dócil, económicamente
suficiente y necesaria como para reemplazar con hechura nacional aquellos
artículos importados que la tragedia económica mundial había eclipsado.
Durante toda la denominada
“Década Infame” la evolución productiva fabril e industrial se desarrolló sin
tropiezos ni anomalías. El mismísimo Federico Pinedo fue el encargado de
aclarar que el viejo y remanido proceso de producción agrícola y ganadero se recuperaría cuando la enorme
maquinaria del Capitalismo mundial se restableciera. Para ese entonces, todo
volvería a la normalidad y los recientes emigrados retornarían a sus lugares de
origen para recuperar sus magras y famélicas vidas, no tan distintas a las
obtenidas en el Conurbano.
A Prueba de Muerte
En el año 1943 concluyó el
segundo gobierno de la “Década Infame”.
El ex Presidente radical
Torcuato de Alvear y el general ingeniero, también ex Presidente Agustín P.
Justo, habían acordado el “Fraude Patriótico” para las elecciones de 1938, a
través del cual el binomio Roberto Ortiz de la UCR y Ramón Castillo, representante
de la Elite, se constituyó en la sucesión del general Justo en el afamado
Sillón de Rivadavia.
Pero en 1943 a la Oligarquía
nacional, le pareció ocurrente y necesario que el fuerte productor azucarero
del Norte argentino Robustiano Patrón Costas se transformara en el futuro
Presidente de la Nación.
El día 4 de junio de ese año,
los coroneles confraternizaron y tomaron el Poder, desarticulando la cadena de
mandos del Ejército y desoyendo al generalato.
La conocida historia, muchas
veces narrada por los círculos peronistas como la Revolución del GOU modificó
el rumbo ideológico y social en poco más de un año.
En el mes de noviembre de
1943, un desconocido coronel llamado Juan Domingo Perón, se hizo cargo del
tradicional Departamento Nacional del Trabajo, elevándolo a rango de ministerio
con la denominación de Secretaría de Trabajo y Previsión de la Nación. Desde
allí desplegó una tarea de contacto directo con la gente, promovió Decretos de
mejoras sociales e inauguró una política de acercamiento, control y seguimiento
de las políticas públicas, que lo indujo a promocionar la sindicalización de
los trabajadores.
Nadie había advertido que
ese joven oficial del Ejército comenzaba su propia carrera política. Veintitrés
meses después, aquel ignoto coronel se transformaría en el argentino más conocido
en el mundo.
¿Qué había sucedido?.
Lejos de las voluntades y
aspiraciones de la Elite, que pretendía desandar el camino y retornar al modelo
de explotación rural tradicional de nuestras pampas, Perón consolidó el status
alcanzado por los sectores sociales relacionados con el trabajo urbano y
convalidó aquella realidad instituida por la Clase Aristocrática en plena
crisis económica mundial. Con su labor política constante y cotidiana de casi
dos años, naturalizó el proceso de diversificación económica del país,
validando, apoyando, robusteciendo, consolidando la situación sociopolítica de
las PyMes y de su mano de obra.
Poco a poco se fue
conformando un núcleo representante del desenvolvimiento industrial de las
ciudades, que fluyó naturalmente junto con los sectores agrupados en la
actividad sindical, legalmente organizados.
Este proceso provisto de una
política de ampliación de Derechos sindicales y políticos no fue bien recibido
por la Elite, porque privilegiaba otra idea para el país que hasta ese momento
creía haber constituido para sus propios intereses.
Fue debido a ello que para
octubre del año 1945 fue promovida la presión y el hostigamiento al gobierno
militar con el objeto de que erradicara a ese maldito coronel de las decisiones
de Poder Político.
Antes de mediados de ese mes
las poderosas fuerzas de interés económico se precipitaron contra su humanidad,
haciéndolo responsable del caos bullicioso y entusiasta de numerosos núcleos
urbanos que manifestaban cotidianamente su conformidad por las decisiones del
ignoto coronel.
De suyo entonces, impusieron
al generalato que obligara al Presidente Edelmiro Julián Farrell a que
solicitase la renuncia indeclinable de Juan Domingo Perón.
Fue así que el joven oficial
de cincuenta años de edad presentó su renuncia indeclinable por motivos
personales a través de la cadena radial, pero informando también a los
radioescuchas que acababa de firmar un Decreto propiciando el Sueldo Anual
Complementario, como despedida de su actividad política.
En vista de aquella inefable
y astuta decisión, una muchedumbre se agolpó en las puertas del viejo Concejo
Deliberante de la ciudad de Buenos Aires y obligó a Perón a improvisar su
primer discurso a viva voz, subido a un cajón de madera, que lo elevaba por
sobre las cabezas y a la vista de los presentes.
Una nueva historia, de la
que hablamos en más de una oportunidad, comenzaría a partir de aquella tarde.
Matar a la Ley
Lo sucesos posteriores son
comparables a una epopeya, porque son fruto de un clamor popular contenido
durante largo tiempo y descubierto por la actitud decidida y convincente de
aquel oficial, que la gente denominó poco después como el “Coronel del Pueblo”.
Perón renunciaría pero sería
arrestado y conducido por unos días a la Isla Martín García. El 17 de Octubre
de 1945 fue trasladado al Hospital Militar. Mientras tanto y paralelamente, fue
gestándose una pueblada callejera, una acción espontánea y multitudinaria que como
corolario, desbarató las pretensiones de la Elite y del generalato.
Había nacido el Peronismo.
Aquellos trabajadores, hijos
directos de una inesperada situación devenida de la crisis mundial, disposición
que los manipuló y empujó a constituirse en obreros industriales en un país
creado por otros intereses y para otros fines, recibieron de Perón un bautismo
de consolidación, de autoafirmación, de valentía, amparados en la fuerza y la
premura por instaurar su dignidad bajo el imperio de la Ley.
Hasta la aparición del
entusiasta coronel, la masa informe y desorganizada, no presintió otra cosa más
que la confirmación que los referenciaba como “hijos bastardos”. Retoños no
deseados de la Elite tradicional, que habiendo influido en su gestación por la
imperiosa necesidad de mano de obra fabril en plena crisis mundial, no
pretendía otra cosa más que el retorno a la normalidad, la claudicación y el
retroceso de la inercia industrialista, propugnando la desaparición inmediata
de aquella actividad urbana.
Los obreros nuevos eran mal
queridos, los bastardos, los que debían desaparecer al restablecerse el orden
capitalista mundial.
Perón leyó aquella realidad
de otra manera.
El coronel con alma de
político, vislumbró una posibilidad, una alternativa eficiente que contemplara
dignamente la nueva situación.
Una lectura de la realidad
que la Oligarquía jamás perdonó y la consideró como una afrenta.
Por ello, una y otra vez
intentó boicotear la administración Peronista y cada uno de los gobiernos
populares posteriores, con el objetivo de recuperar la situación previa al año
1930. Retornar a la etapa exquisita y única signada por la época del
Centenario.
Para los sectores del Poder
Real, aquella realidad populista fue un calvario y una paradoja. Porque quienes
debían morir eran dignificados por Perón.
La situación fue considerada
inaudita, controversial, esquizofrénica.
Al comienzo de la debacle
económica, de la etapa más crítica, los obreros fabriles fueron un mal
necesario. Un sector social no deseado pero imprescindible para definir aquella
circunstancia.
Pero aquella situación,
imprevista, inesperada, fue evaluada como una coyuntura económica mundial de
corto aliento, que si bien obligó involuntariamente a tergiversar los roles de
cada economía nacional dentro del Capitalismo, consignó que una vez
restablecida la normalidad, aquellas relaciones internacionales recuperarían su
cauce.
Cada país estaba prescripto como
responsable de una actividad específica. La Argentina estaba instituida como
proveedora de materias primas al mercado externo.
De esa manera, el sector
social que había gestado la Constitución de 1853, amparado exclusivamente en su
rol agrícola y ganadero exportador, no pretendió jamás obreros industriales, nunca
promocionó la actividad fabril. La Elite rentista no evaluó en ninguna etapa de
su desenvolvimiento histórico, la posibilidad del fomento de la diversificación
de la actividad económica.
Por ello, los mal queridos
son también los indeseables, aquellos quienes no deberían haber existido y que todavía
en la actualidad, están condenados a desaparecer, atentos al sentido común y al
de viabilidad de la Elite, con el único interés de que aquel país que
edificaron los poseedores de la riqueza, retorne a la normalidad, que solamente
ellos bien saben entender.
Un deber ser definido como
el paraíso terrenal de las minorías poseedoras del poder económico centralizado.
El reino definitivo de unos pocos.