miércoles, 30 de noviembre de 2022

 

 Bastardos sin Gloria




por Alberto Carbone

El concepto 'bastardo' está relacionado directamente en nuestro país y en el mundo, con un comportamiento social específico: la  discriminación.

Dicha nomenclatura se identifica con una categoría que remite al proceso de estigmatización del otro.

De ese modo, podríamos configurarla como una característica de índole social que se precipita sobre el ser humano del que se trate y lo determina acreditándole una mácula, una afrenta, una particularidad irredimible frente a los demás.

La voz deriva del antiguo germánico “bansti”, lugar de acopio de granos. Con lo cual, el concepto “hijo bastardo”, tomaría referencia de aquel ser humano concebido fuera del ámbito íntimo, externo al hogar.

 

En la Argentina, constituida a mediados del Siglo XIX procurando la intención de servir al mercado externo a partir de su producción de agricultura y ganadería, la incorporación de la actividad fabril urbana con la que se generó la diversificación económica durante el primer tercio del Siglo XX, fue tolerada a regañadientes por los sectores de mayor poder económico, obligados como estaban en capear el temporal económico devenido de la crisis internacional.

Consecuentemente, el Peronismo, que heredó aquella metodología que en su origen se instrumentó con fines paliativos, se transformó en el último adalid por la defensa de la actividad de la industria nacional y proveyó al país, a partir de su administración, de un período indeseado para la historia oficial y para sus herederos. Porque a través de esa impronta, los trabajadores urbanos comenzaron a acumular en torno de sí los Derechos Sociales que la Elite socioeconómica no había pretendido jamás incluir dentro de los beneficios de las clases subalternas urbanas.

Por esa razón, “los trabajadores nuevos”, así definidos a comienzos de la actual centuria por los historiadores Miguel Murmis y Juan Carlos Portantiero, se fueron configurando como auténticos “bastardos” dentro del razonamiento de aquellos signatarios del Poder Real y autodefinidos como dignos representantes de la “alta sociedad argentina”, que amparados por su alcurnia, se presintieron desde la consolidación de su liderazgo de mediados de Siglo XIX, como poseedores de finos rasgos de armónica integridad y como los seres elegidos y celosamente objetivados en convertir a “su Nación”, a la que habían creado a “imagen y semejanza”, en el fenomenal epicentro inmaculado de producción de alimentos. En el granero del mundo in saecula saeculorum.

No por otra razón, más que por la de prefigurarse como proveedores internacionales exclusivos de commoditys, la alta sociedad de nuestro país quedó resentida después de la instalación de aquellos inevitables núcleos fabriles urbanos.

Podríamos decir que hasta con un cierto sinsabor, exteriorizando un dejo de culpabilidad, aquel exclusivo grupo de la sociedad argentina, sintiose responsable, en cierta manera, por haber contribuido como precoz gerenciadora a concebir tanto “hijo bastardo”.

Consecuentemente, y a pesar del paso del tiempo y de las generaciones, emana todavía en la actualidad, desde el interior de su inmaculada prosapia, desde lo más profundo de su sentido ideológico, la obligación imperiosa, el esfuerzo permanente, por solucionar de cuajo semejante dilema.

 

Tiempos Violentos




 

La famosa crisis económica mundial del año 1929 en Wall Street se extendió por sobre todo el mundo y abarcó graves consecuencias políticas y sociales.

Después de la “Gran Guerra” sucedida entre 1914 y 1918, los continentes se adaptaron a vivir acompañando y resignándose al espléndido y singular empuje que desplegaba la joven Nación Norteamericana.

La ciudad de Nueva York se fue convirtiendo en pocos años, en la gran metrópoli del mundo. La gran Capital de la innovación y de la modernidad.

Todos los ojos miraban hacia su magnificencia y destello.

Pero en Octubre de 1929 se produjo una situación inesperada e inédita.

Una gran corrida bursátil, imprevisible y desprevenida, desbarató el normal desenvolvimiento de los negocios de la City.

Las acciones de las grandes empresas constructoras, artífices principales de aquel fenomenal despegue económico, se derrumbaron y más de cien mil obreros perdieron sus puestos de trabajo en solamente tres días.

Una catástrofe incalculable, estructural, incauta, cándida e insospechada.

A los inversionistas se les rebeló una tragedia de insondables magnitudes.

Atónitos, desesperados, tuvieron que admitir una acuciante realidad, inédita, procaz, descabellada.

La economía yanqui, que había evidenciado síntomas férreos de lozanía, de robustez de altanería, se delataba ante el mundo como establecida sobre cimientos de barro.

Sus ideólogos, artífices, constructores, se suicidaban.

Entre el 24 y 29 de octubre de ese desgraciado año, el colapso fue total.

Los más grandes economistas que había vaticinado un crecimiento implacable de las acciones por tiempo indeterminado, observaron de repente que sus predicciones desbarrancaban.

La realidad se desplomó y su caída precipitada pulverizó definitivamente toda esperanza profética.

Los inmolados fueron incontables, las pérdidas calamitosas, los anhelos de recuperación inciertos.

En ese contexto, con la economía desangrada y con el comercio exterior desaparecido, las sociedades de todo el mundo tuvieron que hacer gala de la improvisación y sagacidad, recurriendo a mejores ideas pasibles de capear el temporal, para que sus respectivas economías no palidecieran condenadas a una muerte segura ante la decrepitud de la política de intercambio internacional, que se evidenciaba como definitivamente muerta, desaparecida, irrecuperable.

 

 

El “Plan de Acción”







General Felix Uriburu

La Elite porteña gobernaba el país con el acuerdo tácito de las oligarquías provinciales. El general Agustín P. Justo, sucesor del golpista Félix Uriburu, había encontrado un recurso óptimo para gobernar abarcado por la Carta Magna.

A partir del año 1932 dio inicio su propio gobierno constitucional, con el voto popular, libre y obligatorio, según la Ley Sáenz Peña de 1912, pero imponiendo la abstención de la UCR, la original, la que ya no existe, para evitar alguna tentación de sufragar al populismo de aquel entonces.






General Agustín P. Justo


El ministro de Economía del gobierno era el Dr. Federico Pinedo. Hombre sagaz, astuto, visionario, quien observó la realidad emergida producto de la crisis mundial. Se había retraído el comercio exterior y desarticulado de la faz de la Tierra la actividad generada producto del intercambio internacional, tanto por las exportaciones como por las importaciones.

Aquella parálisis económica se sucedía por años y redundaba en una pérdida cuantiosa de dinero para los exportadores de commoditys, evidenciando la destrucción definitiva del incipiente mercado interno de consumo de importaciones.

Ante esta circunstancia, el ministro no demoró la decisión y propugnó porque los líderes productores rurales más conspicuos, sus pares, pertenecientes a la aristocracia nacional, promovieran la generación de talleres dentro de la ciudad de Buenos Aires y alrededores, facilitando la producción de aquellos artículos de consumo que hasta entonces proveía la importación.

Aquella decisión de denominó “Proceso de Sustitución de Importaciones”.

   Federico Pinedo

Los Perros de la Calle

La hipótesis de una vida mejor para los sectores más humildes de las provincias argentinas, o la posibilidad de inocular por lo menos un proyecto con miras de mayor augurio y renovado porvenir para las futuras generaciones de provincianos, se generalizó en el pensamiento de la gente poco a poco, hasta que se transformó en conducta, en horizonte de vida.

Debido a ello, las familias del interior del país procedieron a instalarse gradualmente dentro de los trenes con dirección a Buenos Aires. Una vez en la gran ciudad, se fueron asentando donde podían, se rebuscaban su cotidianeidad como mejor les salía, y paralelamente, los hombres se aventuraron a solicitar trabajo en las incipientes empresas pequeñas y medianas que pululaban alrededor de la gran metrópoli.

Es cierto, en las afueras de la Capital Federal, el cordón que aún bordea la urbe se fue tiñendo con el color de la pobreza.

La gente se fue acomodando en los pequeños espacios que lograba conseguir. Como podía edificaba su casa, acopiaba los bastimentos mínimos o incompletos y día tras día, iba aprendiendo a sobrevivir con poco, con lo justo y limitado, que generalmente y en la mayoría de los casos no alcanzaba a ser lo necesario.

Aquel peón rural, desposeído, sin capacitación intelectual ni técnica de ningún tipo, se radicó en Buenos Aires junto con su prole y se transformó en un obrero urbano.

El Gran Buenos Aires se expandió al compás del asentamiento de un sinnúmero de  barrios humildes exentos de los más elementales servicios sanitarios. Pero fruto de aquel corolario, la naciente burguesía industrial urbana se agenció de la insustituible mano de obra dócil, económicamente suficiente y necesaria como para reemplazar con hechura nacional aquellos artículos importados que la tragedia económica mundial había eclipsado.

Durante toda la denominada “Década Infame” la evolución productiva fabril e industrial se desarrolló sin tropiezos ni anomalías. El mismísimo Federico Pinedo fue el encargado de aclarar que el viejo y remanido proceso de producción agrícola y  ganadero se recuperaría cuando la enorme maquinaria del Capitalismo mundial se restableciera. Para ese entonces, todo volvería a la normalidad y los recientes emigrados retornarían a sus lugares de origen para recuperar sus magras y famélicas vidas, no tan distintas a las obtenidas en el Conurbano.

 

A Prueba de Muerte

 

En el año 1943 concluyó el segundo gobierno de la “Década Infame”.

El ex Presidente radical Torcuato de Alvear y el general ingeniero, también ex Presidente Agustín P. Justo, habían acordado el “Fraude Patriótico” para las elecciones de 1938, a través del cual el binomio Roberto Ortiz de la UCR y Ramón Castillo, representante de la Elite, se constituyó en la sucesión del general Justo en el afamado Sillón de Rivadavia.

Pero en 1943 a la Oligarquía nacional, le pareció ocurrente y necesario que el fuerte productor azucarero del Norte argentino Robustiano Patrón Costas se transformara en el futuro Presidente de la Nación.

El día 4 de junio de ese año, los coroneles confraternizaron y tomaron el Poder, desarticulando la cadena de mandos del Ejército y desoyendo al generalato.

La conocida historia, muchas veces narrada por los círculos peronistas como la Revolución del GOU modificó el rumbo ideológico y social en poco más de un año.

En el mes de noviembre de 1943, un desconocido coronel llamado Juan Domingo Perón, se hizo cargo del tradicional Departamento Nacional del Trabajo, elevándolo a rango de ministerio con la denominación de Secretaría de Trabajo y Previsión de la Nación. Desde allí desplegó una tarea de contacto directo con la gente, promovió Decretos de mejoras sociales e inauguró una política de acercamiento, control y seguimiento de las políticas públicas, que lo indujo a promocionar la sindicalización de los trabajadores.

General Edelmiro J. Farrell

Nadie había advertido que ese joven oficial del Ejército comenzaba su propia carrera política. Veintitrés meses después, aquel ignoto coronel se transformaría en el argentino más conocido en el mundo.

¿Qué había sucedido?.

Lejos de las voluntades y aspiraciones de la Elite, que pretendía desandar el camino y retornar al modelo de explotación rural tradicional de nuestras pampas, Perón consolidó el status alcanzado por los sectores sociales relacionados con el trabajo urbano y convalidó aquella realidad instituida por la Clase Aristocrática en plena crisis económica mundial. Con su labor política constante y cotidiana de casi dos años, naturalizó el proceso de diversificación económica del país, validando, apoyando, robusteciendo, consolidando la situación sociopolítica de las PyMes y de su mano de obra.

Poco a poco se fue conformando un núcleo representante del desenvolvimiento industrial de las ciudades, que fluyó naturalmente junto con los sectores agrupados en la actividad sindical, legalmente organizados.

Este proceso provisto de una política de ampliación de Derechos sindicales y políticos no fue bien recibido por la Elite, porque privilegiaba otra idea para el país que hasta ese momento creía haber constituido para sus propios intereses.

Fue debido a ello que para octubre del año 1945 fue promovida la presión y el hostigamiento al gobierno militar con el objeto de que erradicara a ese maldito coronel de las decisiones de Poder Político.

Antes de mediados de ese mes las poderosas fuerzas de interés económico se precipitaron contra su humanidad, haciéndolo responsable del caos bullicioso y entusiasta de numerosos núcleos urbanos que manifestaban cotidianamente su conformidad por las decisiones del ignoto coronel.

De suyo entonces, impusieron al generalato que obligara al Presidente Edelmiro Julián Farrell a que solicitase la renuncia indeclinable de Juan Domingo Perón.

Fue así que el joven oficial de cincuenta años de edad presentó su renuncia indeclinable por motivos personales a través de la cadena radial, pero informando también a los radioescuchas que acababa de firmar un Decreto propiciando el Sueldo Anual Complementario, como despedida de su actividad política.

En vista de aquella inefable y astuta decisión, una muchedumbre se agolpó en las puertas del viejo Concejo Deliberante de la ciudad de Buenos Aires y obligó a Perón a improvisar su primer discurso a viva voz, subido a un cajón de madera, que lo elevaba por sobre las cabezas y a la vista de los presentes.

Una nueva historia, de la que hablamos en más de una oportunidad, comenzaría a partir de aquella tarde.

 

Matar a la Ley

 El Dia de la Lealtad


Lo sucesos posteriores son comparables a una epopeya, porque son fruto de un clamor popular contenido durante largo tiempo y descubierto por la actitud decidida y convincente de aquel oficial, que la gente denominó poco después como el “Coronel del Pueblo”.

Perón renunciaría pero sería arrestado y conducido por unos días a la Isla Martín García. El 17 de Octubre de 1945 fue trasladado al Hospital Militar. Mientras tanto y paralelamente, fue gestándose una pueblada callejera, una acción espontánea y multitudinaria que como corolario, desbarató las pretensiones de la Elite y del generalato.

Había nacido el Peronismo.

Aquellos trabajadores, hijos directos de una inesperada situación devenida de la crisis mundial, disposición que los manipuló y empujó a constituirse en obreros industriales en un país creado por otros intereses y para otros fines, recibieron de Perón un bautismo de consolidación, de autoafirmación, de valentía, amparados en la fuerza y la premura por instaurar su dignidad bajo el imperio de la Ley.

Hasta la aparición del entusiasta coronel, la masa informe y desorganizada, no presintió otra cosa más que la confirmación que los referenciaba como “hijos bastardos”. Retoños no deseados de la Elite tradicional, que habiendo influido en su gestación por la imperiosa necesidad de mano de obra fabril en plena crisis mundial, no pretendía otra cosa más que el retorno a la normalidad, la claudicación y el retroceso de la inercia industrialista, propugnando la desaparición inmediata de aquella actividad urbana.

Los obreros nuevos eran mal queridos, los bastardos, los que debían desaparecer al restablecerse el orden capitalista mundial.

Perón leyó aquella realidad de otra manera.

El coronel con alma de político, vislumbró una posibilidad, una alternativa eficiente que contemplara dignamente la nueva situación.

Una lectura de la realidad que la Oligarquía jamás perdonó y la consideró como una afrenta.

Por ello, una y otra vez intentó boicotear la administración Peronista y cada uno de los gobiernos populares posteriores, con el objetivo de recuperar la situación previa al año 1930. Retornar a la etapa exquisita y única signada por la época del Centenario.

Para los sectores del Poder Real, aquella realidad populista fue un calvario y una paradoja. Porque quienes debían morir eran dignificados por Perón.

General Juan D. Perón

La situación fue considerada inaudita, controversial, esquizofrénica.

Al comienzo de la debacle económica, de la etapa más crítica, los obreros fabriles fueron un mal necesario. Un sector social no deseado pero imprescindible para definir aquella circunstancia.

Pero aquella situación, imprevista, inesperada, fue evaluada como una coyuntura económica mundial de corto aliento, que si bien obligó involuntariamente a tergiversar los roles de cada economía nacional dentro del Capitalismo, consignó que una vez restablecida la normalidad, aquellas relaciones internacionales recuperarían su cauce.

Cada país estaba prescripto como responsable de una actividad específica. La Argentina estaba instituida como proveedora de materias primas al mercado externo.

De esa manera, el sector social que había gestado la Constitución de 1853, amparado exclusivamente en su rol agrícola y ganadero exportador, no pretendió jamás obreros industriales, nunca promocionó la actividad fabril. La Elite rentista no evaluó en ninguna etapa de su desenvolvimiento histórico, la posibilidad del fomento de la diversificación de la actividad económica.

Por ello, los mal queridos son también los indeseables, aquellos quienes no deberían haber existido y que todavía en la actualidad, están condenados a desaparecer, atentos al sentido común y al de viabilidad de la Elite, con el único interés de que aquel país que edificaron los poseedores de la riqueza, retorne a la normalidad, que solamente ellos bien saben entender.

Un deber ser definido como el paraíso terrenal de las minorías poseedoras del poder económico centralizado.

 El reino definitivo de unos pocos.

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