viernes, 7 de octubre de 2022

 

Con relación al 12 de Octubre.

Epílogo al libro “Alrededor del Ombligo”.

por Alberto Carbone

Uno de los interrogantes persistentes en América, que el transcurso del tiempo lo ha ido constituyendo en el epicentro del pensamiento con sensibilidad social, estuvo y aún está relacionado con una sola pregunta: ¿Qué hacemos con la gente que no es como uno?.

Para acceder a esa respuesta deberíamos pensar también:

¿Qué significa ser como uno?.

¿Por qué hay gente que es como uno y otra que no?.

¿En qué se basa la diferencia entre ellos y nosotros?.

Desde hace más de quinientos años, específicamente desde que los europeos iniciaron la invasión sobre los territorios que, sorpresivamente o no tanto, iban desvelando al compás de su atípica expansión, los antiguos habitantes de aquellas nuevas locaciones fueron ignorados, alejados de toda competencia o derecho, erradicados de sus propias decisiones.

Sin embargo, aquellos inservibles e inadaptados, tal como los consideraban, fueron sarcásticamente reservados para una sola actividad.

Una única prebenda que en forma premeditada comenzaría a desgranarse y que paradójicamente los iría acreditando y conceptualizando como seres útiles, al valorarlos exclusivamente con relación a los intereses efectivos y concretos de los depositarios y ejecutores de la nueva realidad en los territorios usurpados.

La voluntad de los afortunados y recientes adquirientes de todo un continente, grande como inesperado, se iba imponiendo.

Nos referimos a la comodidad de haber encontrado una cantidad ingente de mano de obra para todo servicio, destinada únicamente a la resolución de los requerimientos cotidianos de los invasores.

Gente de pueblo sencillamente sometida y gozada, que se constituyó en la porción significativa de algún séquito propio o hasta en el típico harén de algún mandamás.

Una cohorte personal que de manera elocuente y dignificadora, se destinaba a congratular a quienes se autopercibían desde las antípodas de su origen, con el derecho y el deber de pisotear las costumbres ancestrales de la novísima región, destruyendo a todos aquellos que se animaran a envalentonarse contra el statu quo promoviendo resistencia.

 Era la ley del más fuerte y del más apto.

Se procedía de acuerdo con una evaluación necesaria, urgente y justificadora de las acciones, consolidando las características típicas de quienes poseían el derecho de mando.

Así se fue redescubriendo e insertando en el trato para con los indios del nuevo continente, el mismo axioma que se había utilizado para con los esclavos del mundo antiguo.

 La esmerilada y sempiterna conducta de tiempos inmemoriales, a través de la cual a los sectores sociales considerados inferiores se les reconocía su condición de existencia si demostraban como único sentido de sus vidas una vocación de permanente trabajo servil.

La otra impostura promovida contra los naturales devenida de la anterior, fue la política de imposición como regla, como conducta y como dogma. Sucedía que si los indígenas no acataban voluntariamente la actitud de servicio que se les exigía coercitivamente y como única opción, su negativa los conminaba a luchar hasta morir por sus convicciones.

Aquel proceder del conquistador configuraba una actitud propia del privilegiado, que llevaba consigo siempre y a todos lados su destino manifiesto naturalizado y garantizado además en las páginas de su Libro Sagrado.

Aldeas íntegras fueron sometidas. Familias desmembradas.

Pueblos completamente desposeídos. Culturas arrasadas.

Pero además, aquella voluntad del Señor y la de los señores, no se hizo efectiva exponiendo en grado sumo la seguridad de los peninsulares.

Los europeos aprendieron a proteger sus vidas y haciendas.

El proceso expansivo fue consumado por medio y a través de la sangre indígena, promoviendo encuentros bélicos entre pares, entre aldeanos de culturas similares, guerreando ellos con el objetivo de alcanzar particulares deseos exógenos.

En Centroamérica aquella circunstancia se vivenció más claramente, la numerosa población aborigen lo posibilitó sin desearlo y no pudo impedirlo, el sistema de servidumbre se fue expandiendo hacia los cuatro puntos cardinales.

La peregrina preocupación y permanente tarea de los ocupantes invasores basada en la lucha del hombre contra el hombre habían rendido sus frutos.

La tierra, el agua, los cultivos, el oro, la plata, las construcciones, dejaron de ser el centro de irradiación del valor de una cultura milenaria, para transformarse en bienes de Capital de los colonos conquistadores.

El paradigma de la controvertida organización humana de aquellos seres domésticos con algunas reminiscencias de vocación humanitaria, justificadas en la cooperación entre aldeas a través del consenso de algunas y el sometimiento de otras, fue domesticado y pasó a ser escrito por los vencedores.

El sistema de cooptación y de cooperación peruano, por ejemplo, que fuera repentinamente abortado después del descabezamiento del Inca, indujo a que el pueblo extravíe la naturaleza del compromiso de solidaridad entre las comarcas.

El acuerdo de interacción que garantizaba una armonía tutelar desapareció.

 La razón de existencia del incanato se fue diluyendo ante el predicamento de la lógica hispana.

El Tawantinsuyo fue herido de muerte y sus poblaciones destinadas a la servidumbre del nuevo régimen.

En México se padeció un desmembramiento y una desvalorización similares, proceso cimentado en la demolición y demonización de las culturas milenarias.

Aquel axioma invasor se extendió sin importar el nombre de quien lo dirigiera.

Los centros de irradiación sociocultural amerindia fueron pulverizados hasta un nivel tan bajo que la historia no pudo reconstruir eficientemente la evolución de los pueblos originarios.

 

El Cono Sur americano en cambio, adquirió una impronta diferente.

 No existieron allí las grandes civilizaciones andinas de elevada raigambre cultural forjadoras de sociedades multifacéticas.

Para el momento en que se produjo el arribo español no se habían consolidado aún las comunidades locales sobre la base de una legalidad consuetudinaria que garantizara el orden, la armonía y hasta el equilibrio cósmico.

No había tampoco estrafalarias ornamentaciones de minerales codiciados, o auténticas fortunas tesaurizadas con formatos y relieves asombrosos.

Sin embargo, los recién llegados fueron tropezando con núcleos de organización social dentro de las poblaciones que iban frecuentando con algunos colectivos más estructurados que otros, aunque de menores proporciones que los del área andina y muy minoritarios en relación con su volumen poblacional.

Pero lo que palmariamente descubrieron los europeos desde el Sur de la actual  Bolivia hasta el Estrecho de Magallanes, fue un desmesurado, un desproporcionado territorio.

Un hallazgo que significó una diferencia con relación a todo lo observado anteriormente.

Fue aquella enorme vastedad, que en su mayoría se conjeturó como vacía, la que resultaría posteriormente muy provechosa para la explotación de la agricultura y la ganadería.

La aventura hacia el Cono Sur americano se inició desde la ciudad de Lima y persiguió los mismos afanes confiscatorios de cualquier otro grupo de europeos llegado al nuevo continente.

Al inicio de la experiencia sureña, la caravana de hombres y animales se involucró con el esfuerzo del peregrinaje sin acusar excesivos altercados.

Lo más dificultoso del proceso se puso en evidencia tiempo después de haber comenzado la marcha desde los llanos de Iquique.

El punto de inflexión surgió en la mitad del recorrido llegando a orillas del Biobío. La estrategia de articulación territorial expansionista hizo eclosión en el centro de Chile.

Un sitial significativo que albergaba una novedad inesperada.

 Lo que hasta ese momento había aparecido para el europeo como una vibrante oportunidad se fue transformando sucesivamente en un proceso temible.

Empezaba a ocurrir la multiplicación de los “salvajes”.

Los invisibles emergían ante la vista de los recién llegados.

Más de cien años padeció el conquistador rebuscando aquel remanido objetivo. Alcanzar a fuerza de arcabuz la desaparición efectiva del indio.

Todo aquel inmenso territorio, de un lado y del otro de la Cordillera, justificaba la presencia española en el nuevo mundo por la pretensión de obtener la cima de la gloria a través de la posesión de extensas regiones.

 Recónditos lugares que aguardaban para vindicarse legalmente su basamento en títulos de propiedad.

Extensas heredades que en soledad, encanto y desasosiego, reclamaban por un poseedor que se dignara a establecerse para hacer prosperar tremenda riqueza.

Pero, ¿ y la gente?.

¿Alguien se preguntó por aquella gente que ocupaba ese lugar?.

La América del extremo Sur fue naturalizada por los conquistadores que habían conocido la muchedumbre y la organización sociopolítica andina, como un continente vacío. No había palacios, ni centros ceremoniales, ni ciudades pujantes en pleno bullicio y ocupaciones heterogéneas.

Sin embargo, la vida transcurría alrededor de otros valores, distintas actividades primordiales, otras preeminencias.

Aquella circunstancia trascendente resultaría apropiada y eficaz para comprender el corpus ideológico de lo que posteriormente se consolidaría con el pomposo nombre de Organización Nacional.

La Argentina configuraría en la historia de América un ejemplo arquetípico.

Los conquistadores españoles homologaron la palabra riqueza con la frase posesión de heredad. Se repartieron territorio sobre la base de títulos calificados como  Suertes de Tierra.

Esos documentos nominativos fueron distribuidos por los jefes militares y por los funcionarios regios. Sus adjudicatarios, quienes los acumularon e incrementaron, los extendieron como beneficio hereditario a sus descendientes.

El transcurso del tiempo instaló en el territorio a cientos de familias con suficiente capacidad y respaldo de índole económico, como para constituirse en el centro de atención político.

Como portadores de apellidos prestigiosos, se erigieron con facultad de opinión sobre los asuntos de Estado.

A partir de entonces se fue estableciendo una nueva tipificación social. Un patriciado sin títulos nobiliarios caracterizado por la dotación de riqueza sobre la base de la producción de la tierra.

Un  sector social que podríamos denominar como la aristocracia del dinero.

A través de aquel criterio fue conformándose la Organización de la Nación.

Un grupo de decenas de apellidos constituyeron la base fundacional del país, cuyo territorio, su heredad, les pertenecía en carácter de propiedad privada.

El reparto y la administración de la posesión de la tierra constituyeron dos actividades que se instalaron al resguardo de sus titulares los siglos subsiguientes.

Los herederos de los conquistadores, sus descendientes, sus parientes más cercanos, las nuevas familias establecidas en derredor de aquella fortuna basada en la territorialidad, asentaron el cariz fundacional de la Nación.

Trescientos años después del establecimiento europeo en América, los acreedores de apellidos ilustres, auto referenciados como auténticos padres epónimos, decidieron dar por concluidas sus luchas intestinas estimando que perpetuarlas acabarían por atomizar el poder político e inducirían a una probable fragmentación de las regiones en sectores de interés disímil perjudicando sus intereses políticos y económicos.

Entonces optaron por el acuerdo y por las bases programáticas.

Pocos años después de celebrar la independencia del continente y consolidados los grupos criollos en el gobierno del país, los líderes de las nuevas sociedades reglamentaron su mandato, amparándose en la elaboración de una Constitución Nacional.

Cada Nación celebró su Carta Magna como un símbolo fundacional y de acuerdo con sus particularidades.

La Argentina, por ejemplo, evaluó las propias reconociendo el valor intrínseco de sus vastas extensiones de territorio y consignando su escases poblacional.

La Constitución Nacional de mitad del Siglo XIX, organizó el territorio como Estado Federal conformado sobre la base de provincias autónomas. Tres Poderes reglamentaron el orden, el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial.

Los miembros de la elite propietaria, las familias latifundistas, se adecuaron a esos tres cuerpos legales.

Pocos años después de haberse promulgado la Ley Fundamental, el gobierno dictaminó ampliar los límites territoriales del Estado Nación, iniciando una lucha de competencia por la posesión contra el aborigen.

La campaña al Desierto, ordenada en el gobierno de Nicolás Avellaneda en 1879, desalojó, asesinó, esclavizó y neutralizó las culturas amerindias, distribuyendo los territorios enajenados entre las familias que ya eran poseedoras de innumerables vastedades y repartiéndose a los indios que quedaron vivos como objetos de uso.

Esas regiones contribuyeron a ampliar la superficie cultivada y de explotación ganadera, el procedimiento por excelencia adoptado por la elite latifundista, actividad conocida con el nombre de expansión de la frontera agrícola, que se dedicó a incrementar la producción para ofrecerla al mercado externo.

El recurso económico de la tierra se consolidó desde entonces como el instrumento indispensable para equilibrar la balanza de pagos y el nivel general de la política económica nacional.

El país se dividió en dos grupos bien definidos con intereses contrapuestos.

 Un sector poseedor e instrumentador de las decisiones de política económica y social más importantes de la Nación y otro ligado al trabajo e instalado durante los primeros años en el campo, con carácter de brasero, campesino agrícola y posteriormente, al compás de la inversión urbana en la industria fabril, como trabajador asalariado de las incipientes industrias.

Ambas inversiones productivas, la rural y la urbana, se fueron estableciendo al amparo del capital destinado para su evolución, dinero invertido en los dos casos por la elite, el sector de contralor de los resortes económicos y de las decisiones políticas.

El incremento de la producción agrícola se precipitó y fue en ascenso continuo, posteriormente los excedentes devengados de aquella actividad se fueron volcando en forma paulatina en la generación de la industria fabril urbana, sobre todo durante las épocas en que el mercado externo se mostraba sufriente, alicaído, clausurado, producto de algún colapso significativo, tal como sucediera efectivamente con las dos guerras mundiales y con la caída de Wall Street.

Con el mercado mundial en retroceso, el rol del Estado se interpuso a la debacle e insufló de Capitales el sistema productivo, configurando el rol de máximo influyente sobre las inversiones locales para sostener con vida al mercado interno.

Ese fue el origen del Proceso de Sustitución de Importaciones.

Durante aquel ciclo histórico, que se inició en la década de 1930, se fue estructurando la impronta actual de la economía argentina de carácter diversificado.

Aquella característica diversa relativa a la inversión productiva, jamás fue del agrado de la elite agropecuaria, quien hubiera preferido mantenerse ajena al proceso industrial urbano en razón de que los beneficios percibidos por el agro, debido a la demanda constante del mercado externo, cubrían con creces sus expectativas de crecimiento patrimonial.

No debemos olvidar que la Argentina poseía y aún mantiene ventajas comparativas con relación al resto del mundo en función de la superficie sembrada y el rendimiento de lo producido.

Aconteció que debido al colapso del flujo de intercambio económico mundial, los mentores del proceso económico nacional se vieron obligados a ser creativos y a recurrir a sustituir por producción nacional aquellos artículos que no ingresaban a través de la importación. Esa circunstancia generó la demanda de mano de obra fabril de carácter urbano y potenció el surgimiento de las pequeñas y medianas empresas.

          El proceso de diversificación de la economía que experimentó la Argentina no fue voluntario ni deseado. Ni por los productores locales, ni por los interesados inversionistas extranjeros.

Por comparación con el resto del continente, deberíamos tener presente que la base de la economía de los cuarenta países de América Latina y el Caribe se fue consolidando a través de los años por el proceso monocultivador. Un modelo de crecimiento estrechamente ligado a los intereses de las políticas de los Estados centrales, que cimentan su equilibrio económico y productivo, recurriendo a los países  periféricos con demandas de algún recurso extractivo necesario para su propio desarrollo.

Aún en la actualidad, son solamente tres los únicos países del área latinoamericana que poseen su economía diversificada, México, Brasil y Argentina, el resto del Continente se caracteriza por la especialización.

La población autóctona, mientras tanto, fue sobreviviendo dentro de los márgenes que le permitió una realidad económica y social que absolutamente no hubiese elegido y que palmariamente no hubiera esperado vivir.

Así, actualmente sucede que los pobres de la tierra constituyen en  la aún joven América una significativa paradoja.

Por antonomasia, por derecho consuetudinario, por evidente relación directa con su lugar de origen, son los aborígenes de la región quienes deberían imponer razones suficientes para que se los valore como naturales poseedores del territorio que habitan y habitaron desde tiempos inmemoriales.

Sin embargo, aquella construcción racional fue mutilada, abolida y defenestrada  por quienes sucedieron a los primeros colonizadores europeos y por los que continuaron con aquella premisa fundacional.

 Después de algo más de quinientos años, quienes deberían ser legítimos herederos de la tierra y dueños del derecho a decidir qué hacer sobre ella, son empobrecidos, desgastados culturalmente, desnaturalizados y permanecen con escaso o ningún derecho a seguir subsistiendo.

Una circunstancia que como expresáramos, se ha consolidado como un hecho paradojal.

Porque las repúblicas modernas instauradas en el territorio aborigen americano, son hijas legítimas de la Nación que les diera vida pero esa nacionalidad fue en verdad estructurada a través del entendimiento entre las familias propietarias, herederas de los conquistadores y de los posteriores inmigrantes europeos, quienes arrebataron por medio de la violencia, la devastación, el ultraje y el genocidio, el territorio ancestral a las comunidades autóctonas del nuevo mundo.

Comunidades nativas originarias para quienes la tierra posee aún hoy un significado preponderante en sus costumbres y creencias.

Los actuales Estados nacionales, se apoderaron de los remotos territorios y los consignaron y definieron como tierra fiscal. Andando el tiempo los fueron liquidando o traspasando por venta al mejor postor.

De tal manera que beneficiaron económicamente con aquella tierra enajenada a los sucesivos herederos peninsulares y a algunos inmigrantes que se fueron estableciendo con dinero suficiente.

Mientras tanto, para los aborígenes, no admitieron legitimidad de derecho.

Los constitucionalistas más garantistas continúan reclamando modificaciones de sus preceptos y valoraciones en las Cartas Magnas de cada Nación americana, una imperiosa necesidad de incluir en el articulado un reconocimiento al derecho de posesión territorial para esos pueblos, que deberían reconocerse como culturas preexistentes, enumerando todos sus derechos.

Pero además debería establecerse en calidad de indispensable el deber de cumplir y respetar lo que específicamente refiere la Ley Fundamental, en virtud de que existen consideraciones que se encuentran taxativamente consignadas y de las que se hace caso omiso.

El propósito de cualquier país no puede estar restringido a los intereses de un sector social, en particular cuando verificamos que el grupo del que hacemos referencia constituye el núcleo más importante a nivel económico, que durante los últimos doscientos años ha decidido hacer de sus intenciones particulares los objetivos trascendentes de la nacionalidad.

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