Cariñosamente Evita.
La Bandera de tu Nombre
por Alberto Carbone
No
tenía entonces, ni tengo en estos momentos, más que una sola ambición. Una sola
y gran ambición personal: que de mí se diga cuando se escriba este capítulo
maravilloso que la historia seguramente dedicará a Perón, que hubo al lado de
Perón una mujer que se dedicó a llevarle al presidente las esperanzas del
pueblo, que Perón convertía en hermosas realidades y que a esta mujer el pueblo
la llamaba cariñosamente Evita.
Rara vez la historia de la humanidad, con sus blanco y negros, con sus
avances y retrocesos, se encarga de ubicar en los primeros planos del
acontecer, de las decisiones, de las resoluciones más importantes, a una mujer.
Está instalado en el sentido común de la generalidad de los mortales que
la historia, constituida por los acontecimientos cimentados a partir del
sufrimiento y la lucha, a través del dolor y la sangre, a partir de los
pensamientos y la praxis, la hacen los hombres.
Las mujeres, en el mejor de los casos, fueron y son convidadas al
disfrute de un mísero coprotagónico, acompañando, acomodándose, al lado de
quien se yergue como la figura estelar, el centro iluminado de los sucesos, el
mágico hacedor que todo lo transforma a partir de su esfuerzo viril.
El hombre en general tampoco ha tolerado demasiado que la mujer se
acomodase al devenir y consecuentemente no ha permitido la participación, no la
ha solicitado e incluso en muchas ocasiones la ha impedido.
Sin
embargo, la niña de referencia, que
nació en los Toldos un 7 de mayo de 1919 y falleció el 26 de julio de 1952,
pareció emerger como señalada a otras prácticas, a otras vivencias
articuladoras de inesperadas epopeyas.
Resultó evidentemente que la joven Evita no estaba preconcebida para el
formato de una niña como cualquier otra.
Porque parece haber sucedido, su usted me permite, hasta podríamos decir
casi predestinadamente, que a su propio y lógico deseo de progreso intelectual
y material de la mano de su vocación artística, se le apareció como de un rayo,
una incipiente pero pertinaz y abrumadora intuición relacionada con la
actividad social.
Acontecía en realidad que la joven Evita había padecido durante su corta
vida y persistía padeciendo, aquel incontenible despropósito, ese injusto
axioma que consignaba que el mundo femenino no era otro que el íntimo, simple y
pequeño claustro hogareño.
Evita entonces, en cuanto tuvo menester, deseó y propugnó que la mujer
ocupase un rol preponderante en la historia nacional y que su propia,
permanente y dedicada acción cotidiana, sirviese como motor generador de
cambios sociales que contribuyeran a eliminar definitivamente aquellas injusticias
que a todas luces se blandían como congénitas.
A través de su actividad entonces, decidida e implacable, fue alcanzando
objetivos que la élite consideraba inapropiados.
Los resultados de su esfuerzo pernearon la realidad. En las elecciones del 11 de noviembre de 1951, por
ejemplo, el 63 % de las mujeres votaron por vez primera y acompañaron al
entonces Partido Peronista.
Pero
a la vez, fue precisamente aquel Partido Político el único que en ese entonces
por impulso de Evita promovió la participación femenina en sus Listas.
En
1953, a través de la voluntariosa entrega personal que desplegara la quien por
desventura de algunos había sido hasta su desaparición física la Primera Dama
argentina, 23 diputadas y 6 senadoras ocuparon sus bancas.
Esa
mujer, despiadada y vengativa para sus opositores, pero a la vez dulce,
comprensiva y luchadora amorosa en pos de la dignidad social para con sus seguidores,
mantendría viva la constante contradicción de intereses entre la hoy famosa
grieta ventilada entre los conceptos de pueblo y oligarquía.
Una
tensión real y permanente, que todavía en la actualidad se evidencia dentro de
la realidad que viven los países periféricos, desde que el sistema capitalista
mundial terminó por consolidarse definitivamente, al compás del triunfo de las
sucesivas Revoluciones Industriales europeas.
Escúcheme
por favor.
Yo
sé que es difícil hablar de la Patria figurativamente e insertar ese concepto
en la esencia de un ser humano, de tal forma que un solo individuo lo sintetice
a partir de su presencia. Pero en el caso puntual de Eva Duarte, si me permite,
vamos a hacer una excepción.
Porque
su hálito de vida enraizado alrededor de todos sus avatares, que se tiñen de sinsabores,
de esfuerzos y de alegrías, aparece identificado por un confiable y decidido
impulso redentor que acomete el futuro y profetiza su confianza en el porvenir
y en la dignificación humana.
Evita
entregó su vida durante el transcurso de seis años fecundos que demolieron la
salud de esa joven mujer y la configuraron en un personaje inmortal.
Evita
irradió con su imagen y su acción un perfil de la Patria que nacía diversa, que
comprendía aún a regañadientes, que existía un amplio sector social negado a
través de los tiempos.
Una
ingente muchedumbre ignorada que surgía a fuerza de la salvaje intemperie, “era
Subsuelo de Patria profunda” que consignara el propio Scalabrini Ortíz, se
trataba de “los Condenados de la Tierra”, descriptos por Frantz Fanon, en
definitiva, eran “los Invisibilizados” “mis Grasitas” diría la propia Eva.
Hombres, mujeres y niños que reclamaban por hacerse reconocer vivos y además, decididos
a negarse a morir.
Esa
mujer, tierna e indómita a la vez, que se asomó en los Toldos como la pequeña
Evita, se transformó definitivamente en la gran mujer sintetizadora de luchas
de tantas otras argentinas que la antecedieron.
Fue
así que asombraron a propios y extraños sus actitudes y sus aptitudes, también a
los hombres y a las mujeres que la conocieron, que trabajaron junto con ella.
Aquellos que de a poco y cotidianamente fueron aprendiendo con esa mujer que la
diversidad cultural era un paisaje natural en nuestra Argentina, que la
injusticia social una herencia centenaria que postergaba a las grandes mayorías
y que el corazón sangrante de millones de seres era un calvario infinito y
congénito, causal de dolores mayores para las generaciones sucesivas.
Todos
aprendieron con Evita, la joven niña de la tenacidad de fuego, que cuando
mujer, como una estrella fugaz, marcó para siempre el cielo de la Argentina.
Una mujer indomable y convencida de que la Patria permanece viva en los rostros
de quienes cotidianamente se entregan al esfuerzo común por ponerla de pie y
sostenerla en andas.
En
estos tiempos que corren, tumultuosos, arbitrarios, salvajemente inexplicables,
la Nación se yergue siempre a pesar de los vaivenes, aún a costa de quienes son
capaces de las peores injurias o de los más salvajes atropellos.
La
Patria existe muy a pesar de aquellos que la definen minúscula, representativa
de las minorías, celosa defensora de intereses personales o de sector.
Por
eso, por sus mártires y por sus héroes, la Patria, la Nación de Evita, no ha
muerto ni morirá.
Precisamente
es la Patria de Evita la que se yergue vigente en los polifacéticos rostros
que esperan y confían.
Porque
Evita eterna también sintetiza la Patria. La Esperanza radiante de nuestra
gente que es nuestro maravilloso símbolo. El verdadero sinónimo de la Nación.
“Recuperemos
con el pueblo la Patria de Evita”. No lo dudemos.
Recordemos
siempre y en cada ocasión que existen otros que se dicen argentinos y que
paradójicamente sólo desean “evitar la Patria”.