La Casa sin Fronteras
…el viaje al país de nunca jamás
por Alberto Carbone
No quería saber nada de
nada. No quería enterarse. Sólo pretendía escapar, ocultarse, hacerse
invisible.
¿Cómo sucedió este drama?.
¿Por qué lo fueron a buscar a Fernando?. ¿Cómo se enteró el Cholo que yo estaba
en casa de mi mamá?. ¿Dónde carajo me voy a esconder?.
Desde tiempo atrás, durante un
período bastante prolongado, Eva había decidido desistir en la defensa del
proyecto político que representaba su pareja. ¡Ya está bien Fernando!.
¡Suficiente!. Repetía desesperanzada. ¿Cómo vamos a pasar a ser clandestinos si
militamos en el barrio y nos conocen todos los vecinos?. ¿Cuánto tiempo puede sostenerse
una estrategia como ésta que intenta ocultar, mantener en el anonimato a
quienes hasta el día anterior mostraban su cara ante la comunidad y se
esforzaban por ser sus referentes?. ¿Yo podré continuar con la ayuda escolar,
por ejemplo, si de repente me transformo casi en un soldado popular que propende
cristalizar sus objetivos con otros procedimientos y propugna otro criterio de
acción para alcanzar el poder político?.
En general la muchacha
recibía respuestas basadas solamente en evasivas. El propio Fernando no poseía
respuestas convincentes para las preguntas que descargaba Eva, una detrás de la
otra.
¡Todo es muy reciente, Eva!.
Se le escuchaba decir al joven. Habrá que esperar y atender cada una de las
consignas. Mientras tanto debemos seguir ocupando el terreno ganado. ¡Debemos
impedir que pasen y se instalen!.
Pero la situación general se
tornó angustiante a partir del golpe de Estado.
Los militantes de barrio,
que habían congeniado a cara descubierta con sus vecinos y que mutaron casi de
un día para el otro en una rara especie de milicias populares sin instrucción
ninguna, parecían entusiastas gimnastas circenses que se lanzaban al vacío con
el objeto de realizar su acto sin red de contención. Pero además, Eva y Fernando
eran juveniles activistas de veintiuno y veinticinco años respectivamente. ¡Qué
actitud se podía esperar de los compañeros de diecinueve que estaban ingresando
ese año en la colimba!. ¿Y de los pibes y pibas de dieciséis, solidarios
activistas colaboradores, que llegaban al barrio por manadas ofreciéndose como
novatos maestros y trabajadores voluntarios convencidos de su capacidad de
trabajo y muy dispuestos a engrosar las filas de participantes dentro de la
actividad específica que se les encomendara, en formato de colaboraciones
diversas coordinadas dentro del espacio del local partidario?.
¡En definitiva sucedió que
desde el preciso instante que emanó una decisión superior, los activistas más
comprometidos transmutaron por invocación de sus conductores en valientes
guerrilleros urbanos sin adiestramiento, debido a que tampoco para aquel
menester habían obtenido capacitación alguna!.
Recuerdo muy bien la frase
de aquel girondino contemporáneo de las últimas etapas de la revolución
francesa en el año 1792, época de la Convención, quien en el minuto previo a
ser ajusticiado por la guillotina acusado de infame traidor al pueblo, manifestara
al pie del patíbulo lo que acabarían siendo sus últimas palabras: ¡La revolución devora a sus hijos!. Por
eso mismo, considero que ninguna organización por más popular que se precie o
por muy necesaria que se justifique a sí misma, puede arrogarse el derecho tutelar
sobre la vida de las personas que cree le asiste representar. Porque es
evidente que ante el riesgo existencial inminente, cualquier ser humano conminado
por una realidad a punto de devorarlo, privilegia desesperadamente su derecho a
seguir viviendo.
Eva partió. Se fue de la
casa que paradójicamente la había protegido sin saberlo de la íntima tragedia
personal que le desprendió el alma. Sin despedirse, sin llevar nada más que lo
puesto. Sin darle un beso a su madre. Como si regresara en escasos minutos del
kiosco de la esquina o de vaya a saber dónde. En primer lugar se propuso
visitar el baño. Estuvo bajo la ducha un tiempo considerable. Había decidido
que el agua desprendería de su cuerpo toda la desazón y las sinrazones que le
habían caído encima como una gigante catarata inmunda. Se perfumó y se vistió.
Cuando se observó en el espejo sintió lástima por ella y contuvo las primeras
lágrimas. Salió del baño muy erguida, pero extraña de sí y sin una gota de
apetito. En silencio, paseó sus ojos por todas las habitaciones hasta que por
fin tomó suficiente impulso.
A media mañana, abrió la
puerta de calle y gritó hacia adentro pugnando por activar al máximo sus
pulmones: ¡Ahora vuelvo, mamaaá! La mujer, atareada ama de casa, que no se
encontraba escandalosamente lejos del lugar, hasta se sobresaltó un poco con el
vocifero. ¡Ehhhh!. Inmediatamente le contestó. ¡Ya te escucheeé!. ¡Acordate que
papá vuelve del taller al mediodía!.
La muchacha no respondió. Apretó
el picaporte, cerró fuerte la puerta y entre atolondrada y conmovida atisbó apenas
el escaso horizonte que se podía apenas entrever al final de la calle implacablemente
calurosa y rigorosamente desierta. Cerró los ojos apretando fuerte los párpados
y emprendió el viaje.