domingo, 29 de septiembre de 2024

 

Al pie de la bandera sacrosanta.

… unidos por el amor de Dios, juremos defenderla con honor…



por Alberto Carbone

 

del libro: “La Nomenclatura del tío Adolfo”

 

 

No Fito. ¡No! la tragedia política nacional es absolutamente endémica e inmemorial, circula por nuestras venas y se patentizó desde los orígenes de la Patria.

Los diversos intentos de solución a las convulsiones políticas sucesivas, que en cada caso se presintieron definitivas e irrevocables consistieron en bregar en el esfuerzo por enmendar los desbarajustes gubernamentales heredados, ininterrumpidos y continuos, monitoreando cada acción con el objeto de que no se verificase una conmoción social.

En cada una de aquellas instancias, que infelizmente desbocaron el andamiaje legal de la Nación alborotando el normal ejercicio de las instituciones, las fuerzas armadas tuvieron que hacerse del control de las decisiones de gobierno.

¡Ojo! Me estoy refiriendo y explicitando a una condición sine qua non.

¡Un proceso apodíctico que nos acontece y reincide en la historia desde antes de que se constituyera el país!

Acordate de la frase tan remanida y que sin embargo a tantos individuos les lastima y atormenta aún hoy reconocer. … ¡El ejército nació con la Patria!

 

Una charla inesperada entre ambos, que como sucedía en cada oportunidad derivaba en un punzante monólogo del viejo tío que inundaba con o sin autorización los oídos del sobrino Fito, como así le satisfacía nombrarlo a Don Adolfo.

Alfredito había tenido que regresar intempestivamente de un viaje a Mendoza.

En plena ruta recibió una llamada telefónica por la cual le advirtieron que el tío estaba descompensado. Había sufrido una lipotimia en la oficina central de la empresa “Tehuelche” y lógica e inmediatamente lo remitieron al nosocomio en ambulancia.

No estaba grave. Una vez estabilizado lo instalaron en una sala individual del hospital militar sólo por precaución y en orden con los diversos estudios ordenados por el médico especialista cardiovascular. Allí alojados permanecían, juntos en soledad departiendo, disfrutando de aquella conversación unívoca a través de la cual, apoltronado sobre la cama del cuarto, con toda naturalidad, el tío le suministraba al sobrino, quien aceptaba en silencio aquellas aseveraciones a sabiendas por supuesto de que todas estaban destinadas a su exclusivo bien.

Mientras tanto, aguardaban entre distendidos y cautos que de un momento a otro los responsables médicos dictaminaran el alta de quien durante toda su vida supo proclamarse como un hombre seguro de sí y convencido tanto de sus acciones como de sus determinaciones.

¡Es la presión Fito! … ¡Me tengo que olvidar del chorizo a la pumarola!

¡Entonces empezá por calmarte tío! ¡Ya estás otra vez hablando de política a los gritos, con la efusividad incontenida!

¡No te puede hacer bien, no te conviene por la salud, tío! ¡Charlemos de fútbol!

¡No! Dijo el viejo con una sacudida, recuperando el espasmo.

¡De Independiente ni hablemos! ¡Por favor!

El sobrino le respondió entre risas. ¡Qué contradicción infinita la tuya!

¡Te ponés como loco contra el comunismo, pero sos hincha de los “diablos rojos”!

¡No Fito, no! ¡Fanático soy y seguiré siendo de la única institución nacional que palpita con el corazón de la nacionalidad!

¡Pensá un poco respecto de lo que te estoy contando! ¡Por favor!

La historia de nuestro país posee un estigma congénito.

Un desorden institucional que en definitiva aparecía como irreversible y que a sabiendas de ello, el sentido común comenzó a reclamar en forma imperiosa la realización de todo tipo de esfuerzos para intentar torcer, vencer, cancelar semejante oprobio.

Durante las primeras épocas del país, aquellos años inmediatamente posteriores a la independencia, cuando palmariamente parecíamos condenados a la dispersión política, a la fragmentación, al lastimoso desgajamiento, motivado en el espasmo que sacudía la realidad que promovían las autonomías provinciales, se fue evidenciando y naturalizando ante la mirada de los miles de ciudadanos de entonces un territorio desgajado y vacío virtualmente atomizado y desgarrado por las luchas intestinas.

De aquella época es la “madre del borrego”.

Las tremendas exigencias que bregaban por la consolidación de los virtuales Estados provinciales imposibilitaban el único logro que debería haber sido de interés general: la consecución de la unidad nacional.

Después de la batalla de Caseros se redefinió el concepto de argentinidad.

Fijate que el ejército argentino es muy claro y preciso en la formulación de su ideario. Propugna por el sostenimiento de la interpretación histórica del concepto de nacionalidad con la denominada “línea Mayo-Caseros”

En aquellas dos coyunturas forjadoras de nuestra idiosincrasia, Mayo en 1810 y Caseros en 1852, bramó el ejército por la defensa irrestricta de la integración nacional, contra cualquier otra justificación que se hubiera intentado imponer y por consiguiente, se ensimismó por el logro victorioso de la unidad, jurando con valor, lealtad, coraje y patriotismo, al pie de la bandera sacrosanta.

Casi cien años se extendió aquel proceso reivindicador por la defensa de nuestros principios y valores. Pero claro, por la presión ciega, necia y corrompida de las generaciones sucesivas se fueron adoptando ideologías y modelos de vida, que aún en la actualidad podemos observar lamentablemente que redundan en expresiones y actitudes absolutamente ajenas a nuestras costumbres y creencias.

Esa situación consiguió afincar la simiente extranjerizante, el “verbo maligno”, la degradación primordial de los sentimientos nacionales.

Ya se había introducido en el país algún tipo o especie de fundamentalismo ideológico foráneo desde comienzos del Siglo XX, pero sin ninguna duda la debacle o corrosión definitiva fue orquestada a partir de la aparición del peronismo consolidado en el gobierno.

Con una pertinaz mixtura entre la extraña intromisión ideológica de cuño europeo y la falsa defensa de los intereses de la Nación, esa malhadada corriente política cooptó el fuerte apoyo de los incipientes sectores sindicales a fuerza de compensar su patrocinio dispensando dádivas, favores, ventajas, limosnas de toda laya disfrazadas de derechos civiles y de dignidades laborales.

La embestida farsante, ordinaria y farandulera se extendió en el tiempo durante aproximadamente diez años.

¡Te imaginás quien llegó al rescate de esa afrenta! … ¡El ejército argentino!

¡Pero tío, que yo sepa fue a tenor de represión, de asesinatos, de proscripciones e incluso hicieron desaparecer gente! Le exclamó Adolfito que hasta ese momento no había podido ni intentado emitir opinión.

El tío entonces bramó.

¡Es que había que terminar con Perón! …

¡La “perona” se había muerto sin ayuda, pero el traidor, cobarde y dictador sanguinario pretendía perpetuarse en el poder!

¡Fue por eso mismo que se decretó prohibir al régimen!

¡Una decisión que se extendió en el tiempo por casi veinte años!

Sí. Lo sé, le contestó el sobrino, y se apuró a agregar por temor a ser interrumpido:

¡Pero en el año que le levantaron la inhibición, el peronismo volvió a ganar las elecciones!

Don Adolfo le arrojó una mirada lastimosa y exclamó a boca de jarro:

¿Ves? ¡Es lo que te digo yo! …

¡La confabulación endémica! ¡Una epifanía! contestó elevando los brazos al cielo.

Pero inmediatamente completó la idea:

A partir de aquel entonces, dijo admonitorio y aleccionador, cada acontecimiento que se sucedía empeoraba el anterior.

Los obreros industriales se complotaron contra quienes les daban trabajo.

Los estudiantes universitarios se sublevaron contra sus autoridades formales, los adolescentes de las escuelas medias comenzaron a reclamar por supuestas indignidades e injusticias padecidas por ellos coreando consignas vacías o frases estigmatizadoras, hirientes y obscenas, contra líderes de opinión, dignatarios de la iglesia, empresarios y adultos en general.

Los villorrios habitados por los sectores más humildes de la población y radicados alrededor de las grandes urbes se soliviantaron, reclamando por servicios de cloacas, de luz, de gas, por parquización, por restauración y mejoras edilicias, por pavimentación, en fin. Cada quien interpeló al gobierno por aquellos reclamos que consideraba que le correspondían, pero resultó ser que el acceso al financiamiento de todas y cada una de esas cuestiones se evidenciaba como altamente improbable.

A todo lo antedicho, debemos consignarle la aparición de organizaciones armadas autónomas, de extracción civil y de radicación urbana, que pugnaron por reivindicar lo que definieron como justicia por mano propia.

Los sujetos participantes, los individuos que conformaron aquellos nucleamientos, fueron reclutados entonces de entre aquellos sectores sociales que exaltados batallaron por configurar otra realidad política social en la cual sus pretensiones estuvieran garantizadas a costa del usufructo de los beneficios económicos lógicos y legales de quienes estaban en una mejor situación por haber edificado sus excelentes niveles de vida en razón al mérito de su esfuerzo y por su trabajo de toda la vida. 

Un verdadero combo dinámico, multifacético, improvisado y desalmado, que llegó a su clímax con el fallecimiento del propio Juan Domingo Perón. ¡Del mismísimo presidente de la Nación!

A partir de entonces el país volvió a perder la brújula, que a decir verdad jamás había consolidado. Nuevamente se desencontraba y extraviaba su destino, su objetivo racional, cultural y lógico como Nación.

¡Tío, me estás describiendo un punto crítico exacerbado!

¡Parece la historia de un país al borde de una crisis terminal!

El viejo lo miró a los ojos con cara apesadumbrada y recubierto por un pasmoso silencio.

Estático, frío y demudado, ensayó una expresión improvisada con una prodigiosa naturalidad.

Así, sorprendentemente calmo, envuelto en ese estado de impostación y convencido de su pensamiento, aseveró en voz muy baja:

¡Estábamos al borde de la disgregación!

Entonces, recobrando sus ínfulas innatas, su justificado carácter de orgullosos bríos, de calores fascinantes e inauditos, le espetó en voz alta casi exacerbado:

¡Sabés entonces qué sucedió sobrino?...

¡Las fuerzas armadas hicieron el milagro!

 


lunes, 23 de septiembre de 2024

 

Milagro de veras

…el prodigio divino




por Alberto Carbone

 

del libro “La Nomenclatura del tío Adolfo”

 

A María José no le gustó nunca el té. Jamás lo había probado, pero a partir del aroma que invadía persistente el dormitorio cada vez que guardaba cama obligada ante algún que otro malestar pasajero y por lo cual todos los adultos de la casa intentaban infructuosos que deglutiera aquella repugnante infusión, comenzaba a correrle por entre las tripas una sensación profunda y desagradable que invariablemente la inundaba con un presentimiento negativo y que por consiguiente la inducía a un decidido rechazo.

Elvira se lo había alcanzado hasta su cama junto con unas galletas de agua, que la nena por supuesto también aborrecía.

Recién despierta remoloneaba entre las sábanas disfrutando por demás de que la eventualidad aportada por aquel dolor de panza de la noche anterior la hubiese inhibido de su responsabilidad escolar.

¡Tenés el estómago vació, María José! ¡Tomá todo el té con galletitas! ¡Algo tenés que comer! ¡Fito ya está por llegar de la plaza con tu mamá y tu tío! Él tampoco quiso ir a la escuela. ¡Si falta Teté falto yo! Dijo tu hermano. ¡Vos no te enteraste! ¡Estabas durmiendo todavía!. ¿Me prometés que vas a comer algo? ¡Yo tengo que volver a la cocina! Se está haciendo tarde y antes del mediodía necesito tener listo el almuerzo. ¿Me voy tranquila Teté?

Andá Elvira, andá a hacer lo que quieras, contestó la niña sentada en la cama, cubierta por una manta liviana y con su espalda reposando sobre la almohada, en absoluta y natural predisposición a entretenerse mirando cualquier programa de televisión que convocase su atención. ¡Cualquier cosa que necesite te llamo! Le aclaró. ¡Yo estoy bien así como estoy! ¡Te prometo que me voy a quedar tranqui! ¡Ahora voy a estar un rato con la pantalla!

Diez años atrás, cuando Elvira obtuvo la posibilidad de hacerse de esa función tan ansiada que la transformó en una muchacha con cama adentro, no intuyó siquiera que su tarea de por sí multifacética dentro del hogar, se ampliaría también con el incansable menester de niñera repentina.

Un buen día, la señora Magda le avisó que durante la tarde debería hablar con ella. Elvira pobre se sobresaltó. ¿Qué habría pasado? ¡Qué habré hecho? dijo para sí misma precipitadamente. ¡Van para dos años de trabajo ininterrumpido y jamás tuvimos ni un sí ni un no! ¡Además todas las veces que solicitaron que me quedara en casa por alguna salida no tuve reparos, incluso en los días de descanso!

Para colmo a la pobre mujer, se le sumó una innecesaria y angustiante sensación de incertidumbre provocada como consecuencia de la insatisfacción de haber atravesado toda aquella mañana lo suficientemente convulsionada, abstraída y sumida en el influjo permanente de presentir una desagradable novedad.

Especulaba con la posibilidad de que una infausta noticia se desmoronase sobre ella como un colapso imprevisto emergido en forma de epílogo inaudito e inconcebible para extirparla de su tan preciado servicio laboral.

Aquella conveniente tarea que había incorporado a sus años como un premio que creía merecido y con la que se había encontrado muy oportunamente a esa altura de la vida. Justamente en épocas en las cuales lamentablemente en términos generales, las mujeres bien dispuestas, de elevada clase social y fina distinción, suelen requerir como ayudantes femeninos a personal mucho más joven.

¡Qué dolor! ¡Qué sensación de desamparo! ¿Adónde iré si algún episodio desconocido me obliga a retornar a la calle? se preguntaba a sí misma desde un vacío existencial solamente ocupado por la angustia que le provocaba la duda y aquella espantosa incógnita.

Después de que la señora de la casa concluyera con su almuerzo, en plena etapa de sobremesa acompañada por un té digestivo, Elvira, que iba y venía desde la pileta de la cocina hasta el ámbito del comedor, tomó impulso. Entonces serena y sin aspavientos, se animó abruptamente a encararla exceptuando preámbulos de cualquier tipo y especie.

Con toda prevención y con la contención necesaria y lógica de quien se sabe dependiente, recurrió sin más a su pura simpleza y nimia sagacidad para abordar el escabroso tema.

Disimulando lo mejor que pudo esa densa sensación de temor que con el transcurso del día persistió , acumuló con denodado esfuerzo algo de valentía mezclada con la aguda tensión que en lo posible ocultaba y tímidamente atinó a decir:

Señora ¡Si tengo la culpa por algo que hice sin querer quiero decirle que…!. Magdalena la interrumpió enseguida. ¡No Elvira! ¡Qué decís! ¡Tengo que hablar con vos para revelarte algo muy importante, algo que va a revolucionar a la familia y estoy plenamente segura de que en este proceso justamente vos serás parte importantísima!

¡Al contrario Elvirita! ¡Al contrario! ¡Es una buena nueva! ¡Vos tenés que saberlo porque vivís con nosotros, porque compartís gran parte de tu vida en esta casa y porque además, entre otras cosas, podrías ser mi hermana mayor!

¡Señora, para tanto!. Contestó Elvira sorprendida.

¡Sí!. ¿Qué son diez años de diferencia? ¡Nada!.

¡Además porque vas a transformarte en una pieza insustituible del hogar!

¡En una persona imprescindible!

¡Ay señora Magda!...

La mujer, sobrepasada en su capacidad de comprensión, sin captar para nada esa extraña coyuntura que a todas luces se asemejaba demasiado a un conflictivo y rebuscado acertijo, aprovechó a volcar en ese instante toda su ansiedad:

 ¡La verdad que pensé toda la mañana que usted quería echarme!

Magdalena abrió los ojos sorprendida como si no pudiese aceptar el derecho a la duda o al temor que le asistía naturalmente a la empleada. Entonces acompañándose de una mueca algo risueña le dijo:

¡Qué decís Elvira! ¿Te volviste loca?

¡A partir de ahora voy a necesitarte más tiempo!

Entonces, ambas mujeres se miraron a los ojos en silencio y la señora de la casa le ordenó que tomara asiento allí con ella alrededor de la mesa de la cocina.

Asombrada una y un poco alterada la otra, la patrona comenzó la perorata:

Elvira, la semana que viene posiblemente. ¡Qué digo posiblemente si es seguro!  Magda hizo un silencio y recomenzó. La semana que viene va a producirse un cambio sin precedentes en este hogar. ¡El señor va a traer a vivir con nosotros a mellizos! Un nene y una nena. ¡Hermosos! Ya los vas a conocer.

Elvira la miró extrañada. No se había percatado todavía de que sus patrones hubiesen estado tramitando un recurso de adopción. De repente se enteraba del hecho consumado.

¿Qué te parece Elvirita? ¡Decime algo! ¡Hablá! ¡Rompé el silencio! Como dice el tango que cantaba mi papá.

¡Señora Magdalena, para mí es una noticia hermosa! Es algo tan inesperado como maravilloso. ¡Así nomás, dos nenes de improviso, es como sacarse la lotería!

¡Viste Elvira! ¡Sí! ¡Es así! ¡Es un maravilloso regalo de la nuestra santa y bendita Señora de la Merced!

¡Sí, Sra. Magda! ¡Es así nomás! Replicó emocionada la empleada.

¡Es un milagro de veras!

Sin embargo la asistente, que permanecía con alguna que otra duda incapaz de traducir atinó a exclamar:

¡Pero…Sra. Magdalena! ¡Los nenes no se ganan en la lotería! ¡Yo nunca me enteré de que estuviesen tramitando la adopción! ¡Y encima dos! ¡Cuánto papeleo habrán tenido que rellenar!

Magui la miró estática e imperturbable. Después de un instante de letargo más parecido a un profundo secreto jamás revelado, saltó de la silla dirigiéndose a la mesada de la cocina diciendo: ¿Querés que te traiga un té?

Elvira entonces reaccionó como debe ser, poniéndose en el lugar que le correspondía y olvidando aquellos desubicados primeros cuestionamientos que aparentemente resultaron impropios y sin ninguna importancia y entonces apuró una opinión eficaz y elocuente que contribuyera a despejar y dejar definitivamente abandonado en el más ignominioso e impúdico sitial, su impertinente requerimiento:

¡Deje Señora, por favor, yo le traigo otro té y me sirvo uno para mí también!

Toda esa semana resultó sumamente ajetreada.

Los días transcurrieron espesos, muy lentamente, envueltos en un invariable estertor.

El preciado anhelo por la posesión. Aquella satisfacción inigualable que le permite a cada quien el disfrute exclusivo de la propiedad. La inconmensurable dicha y el inexplicable halago que únicamente están relacionados a la feliz complacencia de recibir lo que se reconoce como lo soberanamente merecido y lo justamente esperado, no conjugaba del todo con la irrefrenable ansiedad que cubría el ambiente hogareño, espesándolo todo y habilitando el recurso urgente de hallar una imprescindible y necesaria gratificación.

Paralelamente Magdalena se había transformado. Había descubierto que era capaz de pensar en alguien más que en ella misma. Iba de compras a partir del mediodía y regresaba por la tarde con cantidad de enseres y variedad de equipamiento para bebes de ambos sexos. De regreso al hogar, uno a uno exhibía esos atuendos, los compartía con Elvira, su impensada compinche. Esa segura y cabal oferente de amor compartido.

Todo estaba por decirse y hacerse dentro de aquella nueva realidad que colmaría rebosante el mundo de la pareja y de su entenada.

Una nueva vida se iniciaría para la mentada y pertinaz trilogía al conjuro de la satisfacción de los nuevos integrantes de la casa.

¿Habló con el señor Adolfo, señora Magdalena?

Preguntaba de corrido la mucama varias veces en el día.

¡Todavía sin novedad en el frente! respondía Magda, con una sonrisa leve pero dando a entender también, con cierto grado de disgusto alguna palmaria insatisfacción ante las jornadas sucesivas sin noticias.

¡Adolfo tiene sus tiempos! ¡Qué no son los míos! ¡Por eso tal vez una se sobreexcita! ¡Hay que tomarlo con calma y esperar! ¡Hay que saber esperar! ¡Pero falta muy poco Elvirita! ¡Muy poco!

Exclamaba la madre en ciernes para responderle a su colaboradora y tal vez para justificar su propia ansiedad y la extraña y descomedida actitud del marido.

En realidad las dos mujeres esperaban inquietas sin decirlo el retorno de jefe del hogar, que si bien aún no había cumplido con el prometido regreso de la semana anterior sabían ambas de antemano que cuando lo hiciese indefectiblemente lo haría acompañado de aquellos prometidos párvulos.

¡Y al fin llegó ese codiciado día! El capitán Adolfo Saldungaray hizo su entrada triunfal a la sede del hogar familiar acompañado por una docena de efectivos militares divididos en dos compañías y equipados con armas largas y sendos bebés, dependiendo del grupo de que se trate.

Una vez despedido el contingente y suficientemente alertado respecto del sendero a tomar durante el trámite de regreso al cuartel, todos ellos muy bien consustanciados en consideración con la seguridad y atención en las calles y avenidas, la pareja y la empleada quedaron en resguardo de las nuevas incorporaciones al clan, quienes por supuesto, sin reparo alguno respecto del cambio acreditado, permanecían dormidas y abstraídas de las profundas novedades y experiencias que se desplegarían en aquel núcleo de hondos y vívidos caracteres idílicos en el que se había transformado de repente la preciada conjunción entre aquellos cinco integrantes.

Después de que cada uno de los recién nacidos fuera albergado y cobijado en su respectivo moisés, monitoreados agudamente por las miradas de los tres adultos, quienes en cuclillas alrededor de las canastas observaban impávidos ese milagro, Magda intentó vaciar en su marido una duda repentina.

¿Qué nombres tienen Adolfo?, le semblanteó a boca de jarro.

¡Porque tienen nombres! ¿No?

 El capitán, todavía agazapado y abstraído con la vista puesta alternativamente en cada uno de los niños, dirigió sus ojos con tono enérgico hacia su mujer en un intento casi procaz de refrenar o enmudecer una pregunta que en medio del ambiente se adivinó de inmediato indispuesta e indiscreta.

Pero repentinamente contenido de su impulso instintivo e inconveniente orientó su atención hacia el rostro de Elvira, quien no era más que una simple participante profana de aquella mascarada y que también permanecía acurrucada, hincada con toda su humanidad dispuesta en medio de ambos cónyuges.

Entonces, recuperando la calma y rotando en forma reiterada su mirada hacia una y otra mujer, quienes por cierto casi intimidadas esperaban diligentes una contestación efectiva del oficial, ensayó una respuesta que le surgió espontánea, justa y necesaria para alguien como él, que sabiéndose asimismo un hombre cabal de muy pocas pero certeras y decididas palabras, contestó de inmediato:

¿Los nombres?… ¡Los tenemos que elegir!