Milagro de veras
…el prodigio divino
por Alberto Carbone
del libro “La
Nomenclatura del tío Adolfo”
A María José no le gustó
nunca el té. Jamás lo había probado, pero a partir del aroma que invadía
persistente el dormitorio cada vez que guardaba cama obligada ante algún que
otro malestar pasajero y por lo cual todos los adultos de la casa intentaban
infructuosos que deglutiera aquella repugnante infusión, comenzaba a correrle
por entre las tripas una sensación profunda y desagradable que invariablemente
la inundaba con un presentimiento negativo y que por consiguiente la inducía a
un decidido rechazo.
Elvira se lo había alcanzado
hasta su cama junto con unas galletas de agua, que la nena por supuesto también
aborrecía.
Recién despierta remoloneaba
entre las sábanas disfrutando por demás de que la eventualidad aportada por
aquel dolor de panza de la noche anterior la hubiese inhibido de su
responsabilidad escolar.
¡Tenés el estómago vació,
María José! ¡Tomá todo el té con galletitas! ¡Algo tenés que comer! ¡Fito ya
está por llegar de la plaza con tu mamá y tu tío! Él tampoco quiso ir a la
escuela. ¡Si falta Teté falto yo! Dijo tu hermano. ¡Vos no te enteraste!
¡Estabas durmiendo todavía!. ¿Me prometés que vas a comer algo? ¡Yo tengo que
volver a la cocina! Se está haciendo tarde y antes del mediodía necesito tener
listo el almuerzo. ¿Me voy tranquila Teté?
Andá Elvira, andá a hacer lo
que quieras, contestó la niña sentada en la cama, cubierta por una manta
liviana y con su espalda reposando sobre la almohada, en absoluta y natural
predisposición a entretenerse mirando cualquier programa de televisión que
convocase su atención. ¡Cualquier cosa que necesite te llamo! Le aclaró. ¡Yo
estoy bien así como estoy! ¡Te prometo que me voy a quedar tranqui! ¡Ahora voy
a estar un rato con la pantalla!
Diez años atrás, cuando
Elvira obtuvo la posibilidad de hacerse de esa función tan ansiada que la
transformó en una muchacha con cama adentro, no intuyó siquiera que su tarea de
por sí multifacética dentro del hogar, se ampliaría también con el incansable
menester de niñera repentina.
Un buen día, la señora Magda
le avisó que durante la tarde debería hablar con ella. Elvira pobre se
sobresaltó. ¿Qué habría pasado? ¡Qué habré hecho? dijo para sí misma
precipitadamente. ¡Van para dos años de trabajo ininterrumpido y jamás tuvimos
ni un sí ni un no! ¡Además todas las veces que solicitaron que me quedara en
casa por alguna salida no tuve reparos, incluso en los días de descanso!
Para colmo a la pobre mujer,
se le sumó una innecesaria y angustiante sensación de incertidumbre provocada
como consecuencia de la insatisfacción de haber atravesado toda aquella mañana
lo suficientemente convulsionada, abstraída y sumida en el influjo permanente
de presentir una desagradable novedad.
Especulaba con la
posibilidad de que una infausta noticia se desmoronase sobre ella como un
colapso imprevisto emergido en forma de epílogo inaudito e inconcebible para
extirparla de su tan preciado servicio laboral.
Aquella conveniente tarea
que había incorporado a sus años como un premio que creía merecido y con la que
se había encontrado muy oportunamente a esa altura de la vida. Justamente en
épocas en las cuales lamentablemente en términos generales, las mujeres bien
dispuestas, de elevada clase social y fina distinción, suelen requerir como
ayudantes femeninos a personal mucho más joven.
¡Qué dolor! ¡Qué sensación
de desamparo! ¿Adónde iré si algún episodio desconocido me obliga a retornar a
la calle? se preguntaba a sí misma desde un vacío existencial solamente ocupado
por la angustia que le provocaba la duda y aquella espantosa incógnita.
Después de que la señora de
la casa concluyera con su almuerzo, en plena etapa de sobremesa acompañada por
un té digestivo, Elvira, que iba y venía desde la pileta de la cocina hasta el
ámbito del comedor, tomó impulso. Entonces serena y sin aspavientos, se animó
abruptamente a encararla exceptuando preámbulos de cualquier tipo y especie.
Con toda prevención y con la
contención necesaria y lógica de quien se sabe dependiente, recurrió sin más a
su pura simpleza y nimia sagacidad para abordar el escabroso tema.
Disimulando lo mejor que
pudo esa densa sensación de temor que con el transcurso del día persistió ,
acumuló con denodado esfuerzo algo de valentía mezclada con la aguda tensión
que en lo posible ocultaba y tímidamente atinó a decir:
Señora ¡Si tengo la culpa
por algo que hice sin querer quiero decirle que…!. Magdalena la interrumpió
enseguida. ¡No Elvira! ¡Qué decís! ¡Tengo que hablar con vos para revelarte
algo muy importante, algo que va a revolucionar a la familia y estoy plenamente
segura de que en este proceso justamente vos serás parte importantísima!
¡Al contrario Elvirita! ¡Al
contrario! ¡Es una buena nueva! ¡Vos tenés que saberlo porque vivís con
nosotros, porque compartís gran parte de tu vida en esta casa y porque además,
entre otras cosas, podrías ser mi hermana mayor!
¡Señora, para tanto!.
Contestó Elvira sorprendida.
¡Sí!. ¿Qué son diez años de
diferencia? ¡Nada!.
¡Además porque vas a
transformarte en una pieza insustituible del hogar!
¡En una persona
imprescindible!
¡Ay señora Magda!...
La mujer, sobrepasada en su
capacidad de comprensión, sin captar para nada esa extraña coyuntura que a
todas luces se asemejaba demasiado a un conflictivo y rebuscado acertijo,
aprovechó a volcar en ese instante toda su ansiedad:
¡La verdad que pensé toda la mañana que usted
quería echarme!
Magdalena abrió los ojos
sorprendida como si no pudiese aceptar el derecho a la duda o al temor que le
asistía naturalmente a la empleada. Entonces acompañándose de una mueca algo
risueña le dijo:
¡Qué decís Elvira! ¿Te
volviste loca?
¡A partir de ahora voy a
necesitarte más tiempo!
Entonces, ambas mujeres se
miraron a los ojos en silencio y la señora de la casa le ordenó que tomara
asiento allí con ella alrededor de la mesa de la cocina.
Asombrada una y un poco
alterada la otra, la patrona comenzó la perorata:
Elvira, la semana que viene
posiblemente. ¡Qué digo posiblemente si es seguro! Magda hizo un silencio y recomenzó. La semana
que viene va a producirse un cambio sin precedentes en este hogar. ¡El señor va
a traer a vivir con nosotros a mellizos! Un nene y una nena. ¡Hermosos! Ya los
vas a conocer.
Elvira la miró extrañada. No
se había percatado todavía de que sus patrones hubiesen estado tramitando un
recurso de adopción. De repente se enteraba del hecho consumado.
¿Qué te parece Elvirita?
¡Decime algo! ¡Hablá! ¡Rompé el silencio! Como dice el tango que cantaba mi
papá.
¡Señora Magdalena, para mí
es una noticia hermosa! Es algo tan inesperado como maravilloso. ¡Así nomás,
dos nenes de improviso, es como sacarse la lotería!
¡Viste Elvira! ¡Sí! ¡Es así!
¡Es un maravilloso regalo de la nuestra santa y bendita Señora de la Merced!
¡Sí, Sra. Magda! ¡Es así
nomás! Replicó emocionada la empleada.
¡Es un milagro de veras!
Sin embargo la asistente,
que permanecía con alguna que otra duda incapaz de traducir atinó a exclamar:
¡Pero…Sra. Magdalena! ¡Los
nenes no se ganan en la lotería! ¡Yo nunca me enteré de que estuviesen
tramitando la adopción! ¡Y encima dos! ¡Cuánto papeleo habrán tenido que
rellenar!
Magui la miró estática e
imperturbable. Después de un instante de letargo más parecido a un profundo
secreto jamás revelado, saltó de la silla dirigiéndose a la mesada de la cocina
diciendo: ¿Querés que te traiga un té?
Elvira entonces reaccionó
como debe ser, poniéndose en el lugar que le correspondía y olvidando aquellos
desubicados primeros cuestionamientos que aparentemente resultaron impropios y
sin ninguna importancia y entonces apuró una opinión eficaz y elocuente que
contribuyera a despejar y dejar definitivamente abandonado en el más
ignominioso e impúdico sitial, su impertinente requerimiento:
¡Deje Señora, por favor, yo
le traigo otro té y me sirvo uno para mí también!
Toda esa semana resultó
sumamente ajetreada.
Los días transcurrieron
espesos, muy lentamente, envueltos en un invariable estertor.
El preciado anhelo por la
posesión. Aquella satisfacción inigualable que le permite a cada quien el
disfrute exclusivo de la propiedad. La inconmensurable dicha y el inexplicable
halago que únicamente están relacionados a la feliz complacencia de recibir lo
que se reconoce como lo soberanamente merecido y lo justamente esperado, no
conjugaba del todo con la irrefrenable ansiedad que cubría el ambiente
hogareño, espesándolo todo y habilitando el recurso urgente de hallar una
imprescindible y necesaria gratificación.
Paralelamente Magdalena se
había transformado. Había descubierto que era capaz de pensar en alguien más
que en ella misma. Iba de compras a partir del mediodía y regresaba por la
tarde con cantidad de enseres y variedad de equipamiento para bebes de ambos
sexos. De regreso al hogar, uno a uno exhibía esos atuendos, los compartía con
Elvira, su impensada compinche. Esa segura y cabal oferente de amor compartido.
Todo estaba por decirse y
hacerse dentro de aquella nueva realidad que colmaría rebosante el mundo de la
pareja y de su entenada.
Una nueva vida se iniciaría
para la mentada y pertinaz trilogía al conjuro de la satisfacción de los nuevos
integrantes de la casa.
¿Habló con el señor Adolfo,
señora Magdalena?
Preguntaba de corrido la
mucama varias veces en el día.
¡Todavía sin novedad en el
frente! respondía Magda, con una sonrisa leve pero dando a entender también,
con cierto grado de disgusto alguna palmaria insatisfacción ante las jornadas
sucesivas sin noticias.
¡Adolfo tiene sus tiempos!
¡Qué no son los míos! ¡Por eso tal vez una se sobreexcita! ¡Hay que tomarlo con
calma y esperar! ¡Hay que saber esperar! ¡Pero falta muy poco Elvirita! ¡Muy
poco!
Exclamaba la madre en
ciernes para responderle a su colaboradora y tal vez para justificar su propia
ansiedad y la extraña y descomedida actitud del marido.
En realidad las dos mujeres
esperaban inquietas sin decirlo el retorno de jefe del hogar, que si bien aún
no había cumplido con el prometido regreso de la semana anterior sabían ambas
de antemano que cuando lo hiciese indefectiblemente lo haría acompañado de
aquellos prometidos párvulos.
¡Y al fin llegó ese
codiciado día! El capitán Adolfo Saldungaray hizo su entrada triunfal a la sede
del hogar familiar acompañado por una docena de efectivos militares divididos
en dos compañías y equipados con armas largas y sendos bebés, dependiendo del
grupo de que se trate.
Una vez despedido el
contingente y suficientemente alertado respecto del sendero a tomar durante el
trámite de regreso al cuartel, todos ellos muy bien consustanciados en
consideración con la seguridad y atención en las calles y avenidas, la pareja y
la empleada quedaron en resguardo de las nuevas incorporaciones al clan,
quienes por supuesto, sin reparo alguno respecto del cambio acreditado,
permanecían dormidas y abstraídas de las profundas novedades y experiencias que
se desplegarían en aquel núcleo de hondos y vívidos caracteres idílicos en el
que se había transformado de repente la preciada conjunción entre aquellos
cinco integrantes.
Después de que cada uno de
los recién nacidos fuera albergado y cobijado en su respectivo moisés,
monitoreados agudamente por las miradas de los tres adultos, quienes en
cuclillas alrededor de las canastas observaban impávidos ese milagro, Magda
intentó vaciar en su marido una duda repentina.
¿Qué nombres tienen Adolfo?,
le semblanteó a boca de jarro.
¡Porque tienen nombres! ¿No?
El capitán, todavía agazapado y abstraído con
la vista puesta alternativamente en cada uno de los niños, dirigió sus ojos con
tono enérgico hacia su mujer en un intento casi procaz de refrenar o enmudecer
una pregunta que en medio del ambiente se adivinó de inmediato indispuesta e
indiscreta.
Pero repentinamente
contenido de su impulso instintivo e inconveniente orientó su atención hacia el
rostro de Elvira, quien no era más que una simple participante profana de
aquella mascarada y que también permanecía acurrucada, hincada con toda su
humanidad dispuesta en medio de ambos cónyuges.
Entonces, recuperando la
calma y rotando en forma reiterada su mirada hacia una y otra mujer, quienes
por cierto casi intimidadas esperaban diligentes una contestación efectiva del
oficial, ensayó una respuesta que le surgió espontánea, justa y necesaria para
alguien como él, que sabiéndose asimismo un hombre cabal de muy pocas pero
certeras y decididas palabras, contestó de inmediato:
¿Los nombres?… ¡Los tenemos
que elegir!
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