El hombre que ama a los perros
por Alberto Carbone
De mi primera infancia recuerdo muy bien
la fuerte impresión que ocasionaba a mis ojos de niño, escuchar y observar de
repente, sobre el silencio apabullante de las mañanas de sol, tranquilas y poco
transitadas de entonces, el barullo callejero que suscitaba la aparición
subrepticia y prepotente del camión municipal que levantaba urgente y sin
atenuantes al profuso enjambre de perros que pululaban sueltos y abandonados en
las calles de Villa Devoto y que desaparecían sin ninguna opción de la mirada
de los transeúntes, una vez que el famoso y reconocido transporte de la
popularmente denominada “Perrera” hacía su pomposa aparición acompañada por el
escandaloso y vociferante alarido de los animales cooptados y encerrados en la
caja del camión cárcel, esperando por su precisa y definitiva solución final.
Época en la cual las calles Cochrane,
Campana, Llavallol, reposaban a la sombra de una copiosa arboleda, que
acompasadamente guiaba nuestros pequeños pasos hacia la aparición de un descubrimiento
inesperado. Un extraño alumbramiento que nos incendiaba los ojos y que de
inmediato se identificaba por el estelar reconocimiento de una majestuosa
avenida, luminosa y deslumbrante y a la vez exótica y cautivadora. La Avenida
General Paz. Una moderna autopista pergeñada sobre el recorrido de un riacho
entubado que, saturada de luz solar, hacía su presentación ante nosotros,
derramándose inmensa, moderna, extensa y profundamente vacía, silenciosa,
visitada ocasionalmente por algún que otro rodado circulando en soledad y como
envuelto por alguna incertidumbre, surcando valiente por una vastedad que
parecía desértica.
La que fuera posteriormente renombrada y
afamada Avenida General Paz, la misma que en la actualidad se presenta
asfixiante y abarrotada de vehículos, nació a la vista de mis jóvenes ojos como
una cálida carretera de asfalto plano, impoluto e hirviente, entregada sin
atenuantes a la firme llamarada del sol y rodeada a lo largo de todo su
transcurso por la profusa vastedad de pinos y variedad de arboleda, que cubrían
y homenajeaban con su sombra, como otorgando socorro y caricia, a los
característicos chalecitos de los guardianes jardineros, distribuidos de un
lado y otro de la que aparecía como moderna e interminable ruta de circunvalación.
Porque efectivamente fue así nomás. La
Avenida General Paz secesionó el Distrito de General San Martín y a partir de
entonces Villa Devoto y Villa Pueyrredón se consolidaron como firmes miembros
de la Capital Federal.
Pero aquellos perritos mencionados al
comienzo de la nota no se percataron de ello.
Iban y venían de un Distrito al otro,
cruzando la novísima Avenida con el solaz y la tranquilidad que les otorgaba su
libertad interior y la escasa premura externa reflejada por aquella fenomenal
vía rápida que era habitada por algún que otro móvil en alguna oportunidad del
día y en forma esporádica.
Todavía me veo y recuerdo apostado sobre
una de los amplios pilares que integraban el frente de la casa de mis abuelos,
situada escasamente a una cuadra de la entonces moderna e infrecuentada Avenida
bautizada con el apellido del manco militar cordobés Retorna a mí el frecuente
deambular de aquellos jóvenes, que parecían hombres grandes ante mis ojos, con
sus cabezas rasuradas a cero, pagando a desgano la bochornosa afrenta de haber
elegido llevar el pelo largo sin la autorización del gobierno autoproclamado de
la Revolución Argentina.
Aquellos jóvenes hombres, generalmente
acompañados por alguna que otra representante del sexo femenino, que caminaban
en grupo, departiendo vivencias personales o experiencias seguramente deseosas
de olvidar, compartían la acera también, sin embargo, con la multiplicidad de
perros vagabundos que a ciencia cierta, aún en la actualidad no sería capaz de
definir de dónde, de qué lugar aparecían o la causa, razón o circunstancia que
los había transformado en personajes habituales y cotidianos de la sencilla,
mansa y hasta inofensiva vecindad.
Pero lo cierto de toda esta
circunstancia, es que de la misma manera que cazaban a la juventud para afeitar
desaforadamente sus cabezas en las seccionales, así también atrapaban y
enjaulaban perros abandonados o sencillamente sueltos en las calles, utilizando
redes especialmente adaptadas para aquellos menesteres.
Puedo aseverar todavía haber comprobado
con mis propios ojos de niño, múltiples experiencias al respecto. Jamás
averigüé ni siquiera recuerdo haber preguntado, dónde estaba radicado aquel
lugar nefasto para los canes bautizado pomposamente como la Perrera.
Si comprendí a fuerza de oportunos
zamarreos de la realidad, que se había tornado imperioso y menester que en la ciudad
de Buenos Aires y adyacencias de hace poco más de sesenta años no se prefiera
llevar al viento a toda plenitud el pelo largo en la cabellera masculina, aún
si aquella pretensión hubiese sido distanciarse apenas unos pasos fuera de su
propio hogar o si por alguna razón impostergable hubiese tenido que realizar
alguna que otra actividad o tarea extramuros.
Con el mismo sentido, fui capaz de
aprender rápidamente que una costumbre cotidiana y autómata, se convirtió en
algo irremediable e improcedente. Me refiero a aquella vocación de permitir
pastar a sus anchas sobre las aceras del hogar respectivo a nuestros hermosos y
adorados mastines, aún cuando las veredas todavía se mantuvieran amplias y además
soportando indemnes esos tremendos arboles de hojas perennes, que en plenitud
de su edad, regocijaban a nuestros abuelos en las tardes de verano. Esos
viejitos que, a falta de acondicionadores de aire, recelaban contra sus viejos
ventiladores, porque las acaloradas aspas solamente atinaban a mezclar y
regurgitar el aire caliente del ambiente hogareño.
Los callejeros y nuestros propios perros
se mezclaban fogosos en las calles departiendo y convidándose jugosos
entremeses. Mientras tanto, el camión municipal asechaba. Su cercanía era,
asimismo, sinónimo de derrumbe caótico. Todo perro suelto era culpable y
merecía el justiciero arresto. Si por alguna eventualidad, el soliviantado amo
o un vecino del amo, no estaban prontos al socorro, el animal caía
irremisiblemente en manos de la autoridad. Posteriormente, decía mi abuela, con
el alejamiento del camión justiciero, solamente nos quedaría ir a llorar a la
iglesia.
Cierta vez se explicó la abuela, a quien
le pareció haber entendido muy bien la justificación de un trabajador
municipal. El camión llegaba al depósito, donde no había lugar ni alimento para
tanto perro secuestrado. Por consiguiente, se procedía con una rápida y precisa
solución.
Los perros dejaban de existir. Nunca me
quisieron explicar el procedimiento. A ciencia cierta tampoco supe jamás si en
mi casa llegaron a conocerlo. Alguna vez me trataron de convencer de que
podrían haber utilizado gas para intoxicarlos. La explicación me pareció más
una morbosa experiencia que un recurso práctico o por lo menos una actitud
procedente.
Sea como sea, los perros sueltos o
abandonados fueron desapareciendo del ámbito ciudadano. Tiempo después
desapareció también la famosa Perrera. Pero como los perros están siempre tan decididos
y encaprichados en seguir naciendo, la verdad que hasta le diría que en la
actualidad se han empoderado del hábitat a cielo abierto.
¿Sabe por qué le cuento esto?
Porque en la actualidad, los argentinos
nos supimos conseguir a un presidente de la Nación que ama a los perros.
Seguramente usted estará pensando que este es un caso que no orbita en las
preferencias del primer magistrado, sobre todo porque a todas luces, es un tema
no circunscripto dentro del ámbito macro económico, tan especialmente
intrínseco a su diatriba y porque, además, el diario peregrinar de los canes
era, es y continúa siendo una satisfacción de preferencia de ellos, quienes en
absoluta libertad de elegir por dónde deambular, deciden de propio gusto y
beneplácito su natural elección.
Sin embargo, actualmente y no por falta
de canes en la vía pública, observamos además multiplicidad de hombres, niños y
mujeres que comparten con los animales estos ámbitos, despiadadamente exentos
de cualquier tipo de cobertura asistencial, médico-sanitaria y desesperadamente
desprovistos de alimentación y resguardo.
Le pregunto entonces que le parece a
usted qué resolverá este gobierno, presidido ampulosamente por un hombre
tenazmente amador de perros.
¿Decidirá el envío a las calles de
numerosos camiones que sin mediar respecto de los animales recoja uno a uno a
los humanos desamparados para proceder a una solución final, como otrora se
hubo decidido contra la supervivencia de los canes vagabundos?
La sociedad contemporánea a los sucesos
que vivenció la desaparición perruna, en tiempo del presidente de facto que
paradójicamente por sus bigotes apodaban la morsa, como a otro animal, dio
vuelta la cara a la realidad y no opinó respecto de ello ni sobre las
peluquerías para rockeros instaladas en las comisarías.
Entonces, de paso le pregunto:
¿Las vivencias actuales, la desaprensión
de la acción política respecto a los menesterosos, la falta de humanidad para
con los humanos, la absoluta negligencia y desinterés puestos de manifiesto
ante el dolor de miles de compatriotas, la necedad de quienes convencidos de
una falacia persisten en defenderla a riesgo de promover la desaparición de
cientos de enfermos, de miles de ancianos y niños?
¿Toda esta lastimosa circunstancia, todo
este atropello, va a tener como resultado dar vuelta la cara y dirigir la
mirada hacia otro lado?
El hombre que ama los perros, transformó
en muy pocos meses de gobierno a los hombres, mujeres y niños pobres y
marginales en animales dispuestos a ser cazados en banda para no ser guardados
ni como trofeos.
Una actitud desprovista de racionalidad,
dispuesta a sostener la supervivencia del más apto justificada en la arcaica y
fenecida teoría de la selección natural. Para ello, nada mejor que el recurso
del método. Silenciar a los considerados inaptos. La arbitrariedad de creerse
poseedores legítimos de la verdad.
Esa verdad que escriben y defienden quienes
son consignados como los “hombres de bien”, aquellos que sostienen políticamente
al amador de canes para que cumpla con sus designios hasta que los logre definitivamente
o por lo menos consolide un sentido común en la sociedad que naturalice lo más
importante: quien manda y quien acepta lo ordenado.
Cuando todo esto concluya. Cuando el
insatisfecho amador logre o no el cometido para el que fue instalado en el
sitial que corrompe, aquellos mismos quienes lo sostienen actualmente, aquellos
“hombres de bien”, que tanto vociferan como estúpidos que gritan, le morderán
la mano