domingo, 13 de octubre de 2024

 

El hombre que ama a los perros




por Alberto Carbone

De mi primera infancia recuerdo muy bien la fuerte impresión que ocasionaba a mis ojos de niño, escuchar y observar de repente, sobre el silencio apabullante de las mañanas de sol, tranquilas y poco transitadas de entonces, el barullo callejero que suscitaba la aparición subrepticia y prepotente del camión municipal que levantaba urgente y sin atenuantes al profuso enjambre de perros que pululaban sueltos y abandonados en las calles de Villa Devoto y que desaparecían sin ninguna opción de la mirada de los transeúntes, una vez que el famoso y reconocido transporte de la popularmente denominada “Perrera” hacía su pomposa aparición acompañada por el escandaloso y vociferante alarido de los animales cooptados y encerrados en la caja del camión cárcel, esperando por su precisa y definitiva solución final.

Época en la cual las calles Cochrane, Campana, Llavallol, reposaban a la sombra de una copiosa arboleda, que acompasadamente guiaba nuestros pequeños pasos hacia la aparición de un descubrimiento inesperado. Un extraño alumbramiento que nos incendiaba los ojos y que de inmediato se identificaba por el estelar reconocimiento de una majestuosa avenida, luminosa y deslumbrante y a la vez exótica y cautivadora. La Avenida General Paz. Una moderna autopista pergeñada sobre el recorrido de un riacho entubado que, saturada de luz solar, hacía su presentación ante nosotros, derramándose inmensa, moderna, extensa y profundamente vacía, silenciosa, visitada ocasionalmente por algún que otro rodado circulando en soledad y como envuelto por alguna incertidumbre, surcando valiente por una vastedad que parecía desértica.

La que fuera posteriormente renombrada y afamada Avenida General Paz, la misma que en la actualidad se presenta asfixiante y abarrotada de vehículos, nació a la vista de mis jóvenes ojos como una cálida carretera de asfalto plano, impoluto e hirviente, entregada sin atenuantes a la firme llamarada del sol y rodeada a lo largo de todo su transcurso por la profusa vastedad de pinos y variedad de arboleda, que cubrían y homenajeaban con su sombra, como otorgando socorro y caricia, a los característicos chalecitos de los guardianes jardineros, distribuidos de un lado y otro de la que aparecía como moderna e interminable ruta de circunvalación.

Porque efectivamente fue así nomás. La Avenida General Paz secesionó el Distrito de General San Martín y a partir de entonces Villa Devoto y Villa Pueyrredón se consolidaron como firmes miembros de la Capital Federal.

Pero aquellos perritos mencionados al comienzo de la nota no se percataron de ello.

Iban y venían de un Distrito al otro, cruzando la novísima Avenida con el solaz y la tranquilidad que les otorgaba su libertad interior y la escasa premura externa reflejada por aquella fenomenal vía rápida que era habitada por algún que otro móvil en alguna oportunidad del día y en forma esporádica.

Todavía me veo y recuerdo apostado sobre una de los amplios pilares que integraban el frente de la casa de mis abuelos, situada escasamente a una cuadra de la entonces moderna e infrecuentada Avenida bautizada con el apellido del manco militar cordobés Retorna a mí el frecuente deambular de aquellos jóvenes, que parecían hombres grandes ante mis ojos, con sus cabezas rasuradas a cero, pagando a desgano la bochornosa afrenta de haber elegido llevar el pelo largo sin la autorización del gobierno autoproclamado de la Revolución Argentina.

Aquellos jóvenes hombres, generalmente acompañados por alguna que otra representante del sexo femenino, que caminaban en grupo, departiendo vivencias personales o experiencias seguramente deseosas de olvidar, compartían la acera también, sin embargo, con la multiplicidad de perros vagabundos que a ciencia cierta, aún en la actualidad no sería capaz de definir de dónde, de qué lugar aparecían o la causa, razón o circunstancia que los había transformado en personajes habituales y cotidianos de la sencilla, mansa y hasta inofensiva vecindad.

Pero lo cierto de toda esta circunstancia, es que de la misma manera que cazaban a la juventud para afeitar desaforadamente sus cabezas en las seccionales, así también atrapaban y enjaulaban perros abandonados o sencillamente sueltos en las calles, utilizando redes especialmente adaptadas para aquellos menesteres.

Puedo aseverar todavía haber comprobado con mis propios ojos de niño, múltiples experiencias al respecto. Jamás averigüé ni siquiera recuerdo haber preguntado, dónde estaba radicado aquel lugar nefasto para los canes bautizado pomposamente como la Perrera.

Si comprendí a fuerza de oportunos zamarreos de la realidad, que se había tornado imperioso y menester que en la ciudad de Buenos Aires y adyacencias de hace poco más de sesenta años no se prefiera llevar al viento a toda plenitud el pelo largo en la cabellera masculina, aún si aquella pretensión hubiese sido distanciarse apenas unos pasos fuera de su propio hogar o si por alguna razón impostergable hubiese tenido que realizar alguna que otra actividad o tarea extramuros.

Con el mismo sentido, fui capaz de aprender rápidamente que una costumbre cotidiana y autómata, se convirtió en algo irremediable e improcedente. Me refiero a aquella vocación de permitir pastar a sus anchas sobre las aceras del hogar respectivo a nuestros hermosos y adorados mastines, aún cuando las veredas todavía se mantuvieran amplias y además soportando indemnes esos tremendos arboles de hojas perennes, que en plenitud de su edad, regocijaban a nuestros abuelos en las tardes de verano. Esos viejitos que, a falta de acondicionadores de aire, recelaban contra sus viejos ventiladores, porque las acaloradas aspas solamente atinaban a mezclar y regurgitar el aire caliente del ambiente hogareño.

Los callejeros y nuestros propios perros se mezclaban fogosos en las calles departiendo y convidándose jugosos entremeses. Mientras tanto, el camión municipal asechaba. Su cercanía era, asimismo, sinónimo de derrumbe caótico. Todo perro suelto era culpable y merecía el justiciero arresto. Si por alguna eventualidad, el soliviantado amo o un vecino del amo, no estaban prontos al socorro, el animal caía irremisiblemente en manos de la autoridad. Posteriormente, decía mi abuela, con el alejamiento del camión justiciero, solamente nos quedaría ir a llorar a la iglesia.

Cierta vez se explicó la abuela, a quien le pareció haber entendido muy bien la justificación de un trabajador municipal. El camión llegaba al depósito, donde no había lugar ni alimento para tanto perro secuestrado. Por consiguiente, se procedía con una rápida y precisa solución.

Los perros dejaban de existir. Nunca me quisieron explicar el procedimiento. A ciencia cierta tampoco supe jamás si en mi casa llegaron a conocerlo. Alguna vez me trataron de convencer de que podrían haber utilizado gas para intoxicarlos. La explicación me pareció más una morbosa experiencia que un recurso práctico o por lo menos una actitud procedente.

Sea como sea, los perros sueltos o abandonados fueron desapareciendo del ámbito ciudadano. Tiempo después desapareció también la famosa Perrera. Pero como los perros están siempre tan decididos y encaprichados en seguir naciendo, la verdad que hasta le diría que en la actualidad se han empoderado del hábitat a cielo abierto.

¿Sabe por qué le cuento esto?

Porque en la actualidad, los argentinos nos supimos conseguir a un presidente de la Nación que ama a los perros. Seguramente usted estará pensando que este es un caso que no orbita en las preferencias del primer magistrado, sobre todo porque a todas luces, es un tema no circunscripto dentro del ámbito macro económico, tan especialmente intrínseco a su diatriba y porque, además, el diario peregrinar de los canes era, es y continúa siendo una satisfacción de preferencia de ellos, quienes en absoluta libertad de elegir por dónde deambular, deciden de propio gusto y beneplácito su natural elección.

Sin embargo, actualmente y no por falta de canes en la vía pública, observamos además multiplicidad de hombres, niños y mujeres que comparten con los animales estos ámbitos, despiadadamente exentos de cualquier tipo de cobertura asistencial, médico-sanitaria y desesperadamente desprovistos de alimentación y resguardo.

Le pregunto entonces que le parece a usted qué resolverá este gobierno, presidido ampulosamente por un hombre tenazmente amador de perros.

¿Decidirá el envío a las calles de numerosos camiones que sin mediar respecto de los animales recoja uno a uno a los humanos desamparados para proceder a una solución final, como otrora se hubo decidido contra la supervivencia de los canes vagabundos?

La sociedad contemporánea a los sucesos que vivenció la desaparición perruna, en tiempo del presidente de facto que paradójicamente por sus bigotes apodaban la morsa, como a otro animal, dio vuelta la cara a la realidad y no opinó respecto de ello ni sobre las peluquerías para rockeros instaladas en las comisarías.

Entonces, de paso le pregunto:

¿Las vivencias actuales, la desaprensión de la acción política respecto a los menesterosos, la falta de humanidad para con los humanos, la absoluta negligencia y desinterés puestos de manifiesto ante el dolor de miles de compatriotas, la necedad de quienes convencidos de una falacia persisten en defenderla a riesgo de promover la desaparición de cientos de enfermos, de miles de ancianos y niños?

¿Toda esta lastimosa circunstancia, todo este atropello, va a tener como resultado dar vuelta la cara y dirigir la mirada hacia otro lado?

El hombre que ama los perros, transformó en muy pocos meses de gobierno a los hombres, mujeres y niños pobres y marginales en animales dispuestos a ser cazados en banda para no ser guardados ni como trofeos.

Una actitud desprovista de racionalidad, dispuesta a sostener la supervivencia del más apto justificada en la arcaica y fenecida teoría de la selección natural. Para ello, nada mejor que el recurso del método. Silenciar a los considerados inaptos. La arbitrariedad de creerse poseedores legítimos de la verdad.

Esa verdad que escriben y defienden quienes son consignados como los “hombres de bien”, aquellos que sostienen políticamente al amador de canes para que cumpla con sus designios hasta que los logre definitivamente o por lo menos consolide un sentido común en la sociedad que naturalice lo más importante: quien manda y quien acepta lo ordenado.

Cuando todo esto concluya. Cuando el insatisfecho amador logre o no el cometido para el que fue instalado en el sitial que corrompe, aquellos mismos quienes lo sostienen actualmente, aquellos “hombres de bien”, que tanto vociferan como estúpidos que gritan, le morderán la mano

 

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