domingo, 8 de mayo de 2022

 

Rumiñahui




por Alberto Carbone

 

En el centro de una Plaza de la ciudad de Quito, descubrí sorprendido, un monumento en forma de busto inmenso. Ese rostro homenajeado a quien no conocía, que llamó poderosamente mi atención.

 

Su verdadero nombre era Pillahuaso II. Lo había heredado de su abuelo, el viejo Pillahuaso, padre de su madre. En condiciones normales hubiera sido el heredero del poder político de su comunidad. Pero a partir de su abuelo, la historia de su pueblo tomaría ribetes desconocidos.

El niño era hijo también del Sapa Inca Huayna Cápac, que como se acostumbraba, había aceptado tener de concubina a la joven Nary Ati, hija de Pillahuaso, jefe de los Quitus, del territorio de Píllaro, que en el idioma de su pueblo significaba “altar del trueno”.

Desde que Huayna Cápac con su ejército se apoderara del reino norteño, el pueblo había quedado sometido al Inca.

Era de usos y costumbres para la constitución de la tradición quechua, que el Inca tomara por esposa a la hija del cacique del pueblo vencido. Se frecuentaba ese proceder como predicamento indispensable para fomentar los lazos de amistad entre dominadores y dominados. Una estrategia de orden simbólica y siempre necesaria después de haber experimentado los roces lógicos entre quienes disputaban divergencias de carácter bélico.

Pillahuaso era su nombre en lengua local, pero Ati, que en quechua quiere decir jefe, era como llamaba el Inca al jefe vencido.

Para comenzar a narrar las andanzas del niño, la emprendimos con la tarea de conocer la historia de su abuelo. Nos estamos refiriendo a un cacique que aceptó su derrota ante un ejército que estaba más preparado para el combate, y con ello asimiló el descenso de su poder y se avino a demostrar su leal vasallaje, entregándole su hija a Huayna Cápac en demostración de paz. Como corolario, la pareja le dio un nieto que llevó su nombre, pero que con el tiempo fue reconocido por la voz popular como Rumiñahui, “Cara u Ojo de Piedra”  debido a un velo o catarata que le nublaba la visión, aunque también dijeron quienes lo conocían frente a frente, que el mote estaba relacionado a la seriedad con que el joven desplegaba su actividad cotidiana, organizando y adiestrando a cientos de hombres de edad diversa, que iban nutriendo una parte del grueso del ejército de Quitus, que después de la sumisión política y cultural, también podríamos sentenciar como porción indiscutible de las huestes del propio Inca.

En definitiva, por más explicaciones de índole diversa que se aventurasen, lo cierto era que Rumiñahui desplegaba con aptitud su voluntad de dirección y conducción de aquellos hombres predestinados a la tarea de las armas, que él denominaba como su gente.

Estaba orgulloso de pertenecer a una nobleza de privilegio. Sin integrar aquella otra que era de cuño original establecida en el Cusco, compartía beneficios propios de ese linaje, a sabiendas de que su nacimiento era parte de un arreglo político entre sometidos y dominadores.


Rumiñahui. Jefe de Hombres


El Inca practicaba esa costumbre desde tiempos inmemoriales.

El propio Huayna Cápac había nacido en Tomebamba, fruto de la relación de su padre el Inca Túpac Yupanqui con una concubina hija de otro rey derrotado. Una joven princesa del pueblo cañarí.

Los más ancianos, cultivadores de las más viejas tradiciones e importantes transmisores de los valores y de la cultura popular, comentaban en aquella época que el mismísimo Huayna Cápac había descubierto los beneficios de los matrimonios poligámicos y que estaba convencido de sus efectos entre las comunidades que el reino incorporaba. Que fue por ello que allí mismo, en la tierra de los Quitus, estableciera nuevas y variadas relaciones parentales. Fue allí también por ejemplo, que vio la luz Atahualpa, fruto de la relación con otra concubina de selecto origen matricial.

A pesar de la multiplicidad de hijos dispersos alrededor de todo el Incanato, esos dos jóvenes adoptarían un protagonismo singular en la región norteña y serían unos de los promotores de una etapa de vértigo y convulsión única dentro del Tawantinsuyo, una historia de dos hermanos quiteños, que llevaría ínsita una aventura de lealtad filial y conciencia política.

De alguna manera, Atahualpa y Rumiñahui fueron el corolario de un mismo amor, que unificó la dignidad de un pueblo con su cultura y su idiosincrasia.

Aunque hijos de dos madres, los hermanos de sangre se criaron juntos.

Varios estudios se abocaron a la ímproba tarea de entrometerse en las alcobas reales de aquel período histórico. Las consideraciones más osadas afirmaron que de ambas concubinas el Inca habría preferido siempre a la madre de Atahualpa, pero esa circunstancia solamente, aleatoria y sin ninguna garantía de confirmación, no alcanzaría para comprender el complejo tramo de relaciones humanas que se fueron desperdigando entre el rey y sus consortes.


Plaza Cívica Rumiñahui


 La vida de este líder como de cualquier otro, habría sido muy azarosa y pletórica en abundante descendencia, aún dentro de las propias murallas de la ciudad del Cusco, donde paralelamente ostentaba la paternidad de varios críos de una cantidad bastante significativa de otras concubinas. Se insiste todavía con que el número calculado de hijos del último gran Sapa Inca es de aproximadamente quinientos. Para nuestra historia, será suficiente por ahora mencionar la existencia de un hijo cusqueño  en particular, que representará un papel protagónico en los acontecimientos relativos con la descendencia del padre Inca fallecido, de la misma edad de los nombrados, nacido en la Capital del Imperio, y del vientre de una primera esposa, que habría sido oportunamente legitimada por la nobleza.

Para comenzar a entender la problemática que se fuera desenvolviendo a partir de lo que podríamos llamar, la puja por la investidura, habría que agregar que de la rica y múltiple producción hereditaria que se expandía en cada una de las poblaciones donde el Inca sentaba sus reales, no todos los hijos estaban en condiciones de reclamar derechos políticos heredables del padre. Era el Inca quien tenía la última palabra al respecto y quien podía sembrar esperanzas en alguno u otro descendiente. Así las cosas, el futuro iluminó una etapa en la cual el propio Atahualpa estuvo en condiciones de disputar la herencia del Cetro con el hermano nacido en Cusco. Sólo dos entre tantos hijos. Ocurrió a partir de la muerte repentina del padre y casi estamos en condiciones de afirmar, que fue la propia decisión de éste, la generadora de esa circunstancia.

Como casi siempre sucede, también en esa oportunidad, los acontecimientos inesperados, se precipitaron.

Fue de una manera imprevista e impensada. Después de más de cien años de estabilidad política, resultaba prácticamente imposible creer que el afortunado heredero habría de surgir de una guerra fratricida.

Una compulsa entre hermanos con aprestos bélicos, que provocaría muerte y desolación en el imperio.

El Imperio del Sol. Un territorio pujante y armonioso, que no había frecuentado otra cosa más que avances y consolidaciones durante las sucesivas administraciones anteriores.

La intempestiva desaparición física del líder, significó como era de esperar, una calamidad para todo el pueblo, pero representó un profundo malestar dentro de la elite, que debería resolver la continuidad sucesoria interpretando las últimas, imprecisas y esporádicas palabras de quien se iba muriendo irremisiblemente.

Los residentes cusqueños disputaron aquella herencia como propia. Los quiteños interpretaron la voz de Huayna Cápac, como una abdicación en beneficio de su región. No bien comenzara a manifestarse aquel acontecimiento desgarrador, incalculable y único, el guerrero de su pueblo, Rumiñahui, apoyaría a su hermano de sangre quiteña.

La guerra por la sucesión se mostró a la luz, salvaje y despiadada, ambos contendores se reforzaban en su verdad, la estabilidad social y administrativa se dilapidó a tal punto que se fueron incrementando los recelos entre los dos bandos, Quito en el norte y Cusco en el sur.

Los primeros avances fueron sureños. Las intenciones de Huáscar eran concretas, la consolidación de la unidad en todo el imperio de un solo golpe. Armó el Inca del Cusco a un ejército de miles, entusiasmados como estaban por el apoyo de las aldeas norteñas que se le sumaban, deseosas por derrumbar definitivamente la supremacía quiteña sobre sus regiones. Pero aconteció que en medio de una tumultuosa hesitación de tantos paisanos peleando cuerpo a cuerpo, levantando polvareda en medio de un campo abierto entre una ciudad y la otra, una estrategia fenomenal y muy bien diagramada se extendió sobre el terreno de lucha, volcando las acciones en favor de uno de los contendientes. Los norteños desplegaron una acción de pinzas contra el ejército enemigo, desarrollada y gestada entre sus generales, que produjo el definitorio triunfo de Quito, ciudad fuertemente controlada por Rumiñahui. Ese accionar, resolvió la caída definitiva del Cusco.

El golpe fue mortal, la rendición multitudinaria y el costo de la derrota altísimo, porque incluyó el apresamiento de Huáscar, el heredero vencido, quien intentó reaccionar en soledad, por amor propio, repeliendo con sus brazos armados a quienes llegaban para sujetarlo, hasta que comprendió con dolor el pesar por su derrota y cedió a la perplejidad.

Mientras tanto Atahualpa alojado en Cajamarca, esperaba las noticias que iban llegando desde el campo de batalla a través de sus chasquis.

Bien acompañado y atendido por sus cortesanas, las noticias que recibía solamente informaban el rumbo del triunfo. Radiante transitaban esas jornadas, con la seguridad de que Pachacámac protegía a sus hombres en la batalla, guiados por esos tres combatientes líderes guerreros, que cumplirían con su cometido.


Rumiñahui. Plaza de la Resistencia

Hasta allí, sorpresivamente, llegaron las huestes españolas dirigidas por Francisco Pizarro, que sin mediar excesivos obstáculos, resolvió con determinación la prisión del joven y reciente Inca y de todo su séquito. Un epílogo increíble al que sin embargo algunos contemporáneos creyeron encontrar una explicación.

Se ha sostenido como justificativo del trance acaecido en Cajamarca, que fue definitorio el factor sorpresa y la aparición del concepto de novedad como elemento disuasivo. Además, habría aparecido como un lenguaje tremendo y evidente la utilización de la violencia a través del poder de fuego.

El evento, por sorpresivo e inesperado, no estuvo exento de repentinos combates o refriegas.

Ante la esperada y convenida visita española al predio ocupado por el Inca en Cajamarca, los nativos planearon una recepción multitudinaria y locuaz, vívida en expresiones de júbilo y elocuencia. Para ello, los aborígenes fueron desplegándose en masa sobre la plaza donde esperaban a los europeos, se dice que habían calculado que bastaría tan sólo con mostrarse en suficiente cantidad de almas para que los visitantes acabaran por convencerse de la inutilidad de sus esfuerzos y de sus pretensiones.

 Al principio, aquellos extraños visitantes no representaron ningún peligro extraordinario para los americanos. Para el aborigen, sólo configuraban gente extraña montada sobre animales exóticos, tratando de hacerse entender a través de una lengua desconocida. Los naturales no esperaban que sucediese otra cosa más que un mero intercambio, después de mostrarse por cientos y miles danzando y cantando sobre la plaza consignada para la reunión. Lo inaudito y extemporáneo aconteció momentos después de la llegada al lugar, instalados sobre el terreno y en pleno goce de su algarabía.

Parecía que los extranjeros no habían llegado a la cita, sin embargo, fueron saliendo sigilosos de sus escondites y se enseñorearon frente al grupo blandiendo objetos que escupían fuego y cambiaban rugido por sangre y muerte. La excusa peninsular fue que Atahualpa habría rechazado a la Biblia con malos tratos. El resultado de esta acción atroz generó un desbande total. La muerte fue conformando pilas de cuerpos en varios ángulos de la plaza. La litera que conducía al Inca se derrumbó y el líder no fue asesinado allí mismo, solamente por el deseo de los españoles de parlamentar con él personalmente. Ante semejante situación los naturales se vieron obligados a aceptar los parámetros de discusión exigidos por el invasor.

El líder aborigen negoció su libertad a cambio de un rescate en oro y plata, después de conocer el verdadero interés de sus secuestradores, y ordenó liberar a su séquito y encomendarlo a los cuatro puntos cardinales del imperio en busca del preciado metal. El resto de la multitud quedó prendada a las puertas de la edificación, esperando la resolución final del parlamento y la liberación del Inca.

La convocatoria por el acopio de metales preciosos llegó a Quito a oídos de Rumiñahui, quien al enterarse del proceder de los extraños visitantes para con el Inca, intuyó que su hermano ya estaba condenado a muerte, y prefirió no entregar los tesoros de la ciudad, fortalecerse y repeler a los invasores.

Rumiñahui receló desde el primer momento contra los peninsulares. Consideró esos aprestos bélicos decididos, como una intimidación hacia el pueblo todo, para que aceptara sus reclamos y exigencias y procurara con avidez promover la mayor acumulación de metal precioso en el menor tiempo posible. Estaba seguro que ante esas condiciones, la vida del Inca para el español, no valía nada.

El guerrero interpretó muy bien la situación de inestabilidad política en la que había ingresado el reino. Intuyó que su rey no tenía espacio de negociación.

Día después, le llegó la información de la muerte de Atahualpa. Estaba seguro que sucedería. Lo que no sabía era hasta donde estaban dispuestos a llegar los peninsulares con su accionar despiadado.

No sabemos bien por qué, los restos del Inca fueron llevados camino al Cusco desde Cajamarca peregrinando por un gran número de aldeas. Es cierto que se aventuró en la creencia de que los españoles pensaban que conduciéndose con ese despojo mortal, serían más fácilmente escuchados en sus reclamos por oro en las poblaciones que visitaran. Fuera como fuese, los enviados por Rumiñahui lograron hacerse del cuerpo y lo sepultaron con honores reales en un lugar desconocido, muchos dicen, junto con aquel tesoro no entregado. Otros en cambio, aventuraron la posibilidad de que el líder militar se quedara con el tesoro en Quito, como garantía de Poder Real y como justificativo de su derecho a la defensa de la ciudadela.

Rumiñahui volvió veloz junto a su pueblo y durante un tiempo se hizo del control de Quito y evitó su caída en manos europeas. Personalmente había reconocido invasores en los caminos que llevaban a Quito, aun después de que los peninsulares se hubieran retirado hacia el Cusco. Calculaba que en cualquier momento los extraños tratarían de fortalecerse frente a las puertas de su aldea defendida. Finalmente, un ejército combinado con españoles del Cusco, con otros llegados del Océano Pacífico y multiplicado con población cañarí aliada, sitió la ciudadela.


Rumiñahui  y Sebastián Belalcazar

Producido el asedio por la avanzada peninsular contra Quito, Rumiñahui dirigió una batalla crucial y definitiva, rodeando con miles de guerreros de a pie los flancos del invasor que fue reciamente atacado y malherido. Pero a veces los sucesos no resisten una lectura lineal. Lo que podría haber sido una derrota catastrófica de doscientos españoles y miles de cañarís aliados, se transformó en estruendosa victoria invasora y humillante huida del líder aborigen. Sucedió que casi al final del día y con los naturales saboreando la victoria, se produjo un acontecimiento repentino y sorprendente, la erupción del volcán Tungurahua.

La tarde se volvió noche. La noche se llenó de humo y cenizas. El olor a azufre lo invadió todo. Fue fatal.

 El ejército defensor huyó desesperadamente ante el temor a Dios, a ese Dios que hablaba a través del clamoroso Tungurahua, quien parecía castigar a su pueblo por la flagrante actitud de acometer contra los visitantes.

Ante la crudeza de la confirmación de soledad y despojo y del triunfo del temor como aliado imprevisible, Rumiñahui logró escapar junto a algunos de sus hombres, pero la ciudad de Quito, que iba a caer de un momento a otro en manos de los agresores, fue incendiada hasta las cenizas por decisión del gran jefe aborigen, con el objeto de que el despiadado Sebastián de Belalcázar, que entraría al predio triunfador, no encontrase piedra sobre piedra.

Los testimonios de la época afirmaron que Rumiñahui ordenó un éxodo casi total y que partió en medio del incendio llevándose el pretendido tesoro que tanto buscaban los europeos, con el objeto de extraviarlo definitivamente en el fondo de uno de los lagos circundantes.

Poco tiempo después, quienes habían triunfado y se enseñoreaban ante el pueblo empobrecido y temeroso de la destruida y refundada ciudad de Quito, se abocaron a la persecución del mentor de la heroica defensa.

Rumiñahui fue buscado en cada aldea vecina, no podía estar tan lejos. Su cabeza era el precio final que debía pagar su osadía.

Las poblaciones aledañas a la nueva San Francisco de Quito, denominada así por su fundador, Sebastián de Belalcázar, en homenaje a Francisco Pizarro, lo guarecieron algún tiempo, pero con su ejército diezmado y apenas un batallón de leales, poco podía intentar contra la fusilería y los cañones enemigos.


Cantón Rumiñahui


Al final, los propios agresores dejaron descripción de la forma en que fue atrapado y salvajemente torturado con la única pretensión de que respondiese dónde se encontraba enterrado aquel famoso tesoro en oro y plata, que vertiginosamente había hecho desalojar de Quito, según lo habían consignado los datos proporcionados por algunos informantes leales a los españoles.

Rumiñahui no respondió a ninguna demanda que le realizaran bajo tortura sus captores. Eso dicen.

Cuentan que cerró su boca y la mantuvo así, soportando en silencio incluso los alaridos que hubiesen sido necesarios para desahogar tanta crueldad.

Posteriormente, y ante la vista de todo el pueblo convocado frente a ese importante suceso, fue quemado vivo en una hoguera preparada para tal fin sobre la Plaza Grande de Quito.

Sin embargo, como la transmisión oral es tan rica y fluida en versiones, algunos contemporáneos fueron capaces de aseverar otro final para la vida de ese gran representante aborigen.

Afirman que una noche, a plena luz de las estrellas y a sabiendas de que transitaba por uno de los últimos espectáculos lumínicos tan brillantes de los varios que había frecuentado en esa última época, agobiado y solo, varios días después de la última batalla, se atavió con las mejores vestimentas propias de un dignatario real, cubrió su cuerpo de la reliquias más valiosas de su pueblo y así vestido, como príncipe del Imperio que se negaba a ver desaparecer, subió hasta el cerro más alto de la ciudad de Quito y desde allí se precipitó hacia el vacío.

Así, sumido en la soledad y en extensos días de vigilia y perplejidad, concluyó con él, uno de los últimos baluartes de la lucha por la dignidad y la defensa de la cultura de los Incas.

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