miércoles, 24 de agosto de 2022

 

El Silencio de los Inocentes





por Alberto Carbone

 

 

El país agrícola que pretenden los latifundistas no es una Patria, es un territorio de pocos para algunos. Vastas extensiones donde la gente sobra. Donde los poseedores juergan, se reproducen poco para no repartirse la ganancia en muchas manos y no comparten nada, porque todo les corresponde.

Los humildes, los trabajadores, sus hijos y nietos, pertenecen por definición a lo infame, a lo odioso a lo execrable. Pero ellos saben que a pesar de ello tienen la obligación de tolerarlos, porque esa masa indigna es la que compone la mano de obra barata e insustituible para la consecución de sus objetivos.

 

 

John William Cooke, uno de los más importantes intelectuales argentinos surgido de la cantera nacional y popular expresó como definición del proceso movilizador que emergió en nuestro país a partir del 17 de octubre de 1945:

 “El Peronismo es el hecho maldito del país burgués”.

¿Qué intentó significar con estas palabras este hombre devenido de los sectores medios y altos de la sociedad, de formación universitaria, de familia ligada al servicio exterior de la Nación, de gustos refinados, de costumbres políglotas?.

El Bebe Cooke trató de graficar con su síntesis, la consternación rebelada por aquel sector de elevada condición social que hasta ese momento se autoerigía como ostentador de todo el universo nacional y que subrepticiamente, casi a mitad del Siglo XX, comenzaba a percibir una sensación de despojo de sus facultades como si se tratase de una enajenación. Una abrupta intromisión en sus derechos, sobre la base de diversas actitudes que le coartaban su máxima singularidad, su razón de ser, su particularidad más arraigada: la posibilidad de disponer de medios, bienes y personas, dentro de un territorio que consideraban que les pertenecía.

Este modelo de país originado desde ese grupo de poder para sí mismo, permanece y en la actualidad configura la grave tragedia que encierra todavía aquella trama obtusa, torpe, necia, con la que se enhebró el guión fundamental del universo nacional, el nuestro, pergeñado por un grupo de propietarios, interesados en que sus posesiones les garantizaran a ellos, a su prole y a su sucesión, los beneficios económicos imprescindibles para sostener el control político de su heredad por los Siglos de los Siglos.

Por eso la Constitución Nacional se premeditó, fue expedita y aviesa. Combinó graciosa y armoniosamente ambas necesidades urgentes, la configuración de una Nación y los requerimientos del sector económico más significativo de la época.

Por ello también y paradójicamente, el General San Martín fue enarbolado como Padre de la Patria. Un país edificado, disputado y construido a caballo requería de un jinete capaz y decisivo con ínfulas libertarias. Por presión de Bartolomé Mitre, la cucarda recayó en San Martín, era justo y necesario, había fallecido en 1850, tres años antes de que se constituya la Argentina como tal. Ese nuevo país que se pavoneaba con su raíz oligárquica y centralizadora, con su personalidad exclusivista y discriminadora, con su decisión delimitante y elitista que dictaminaba que aquellos reducidos grupos de pudientes de elevado rango económico, se elevaran a la calidad de voluntariosos representantes de los valores de la argentinidad.

Todas notas esenciales que el mismísimo Gral. San Martín no hubiera destacado como propias y que seguramente tampoco hubiera seleccionado jamás como características del país que estaría obligado a patrocinar sin saberlo.

Pocos años después llegaron los inmigrantes a poblar este desierto inconmensurable, vacío y ansioso de constituirse en base a títulos de propiedad.

Europeos desconsolados, de manos prestas y vacías, racimo de gente por millones, deseosos de construir un futuro vedado en sus países de origen.

Durante el último tercio de Siglo XIX, la elite cerró filas detrás de Sarmiento y Avellaneda.

Pero la embestida había comenzado en 1862.

El general Bartolomé Mitre había iniciado la consolidación del proyecto conservador. El objetivo radicaba en afianzar a las elites provinciales en sus zonas respectivas, dirigidas por la supremacía y el control porteños y pergeñando la desaparición absoluta de los gauchos y de los indios.

Los primeros porque participaban de la sangre de los blancos, quienes habían humillado salvajemente a las mujeres indias, no fuera a suceder que a alguno se le ocurriese reclamar herencia.

Los segundos por ser escasos como mano de obra y por ser resistentes a las imposiciones de quienes se autoproclamaban como los dueños de la tierra.

Mal que mal, después de la destrucción del Paraguay, lucubrando una guerra vergonzosa y humillante para la argentinidad  y al compás de la profusa propaganda nacionalista orquestada por el Presidente de la Nación y fundador del Diario La Nación, se depositó la confianza del control político en Domingo Faustino Sarmiento, quien a partir de 1868 continuó la masacre contra el sector popular y seis años después designaría como su continuador a Nicolás Avellaneda.

Entre 1874 y 1880, Avellaneda le garantizó el bienestar y la seguridad jurídica a las familias bien, como la propia, al compás de tres leyes que trascenderían con su apellido: La de Educación Común N° 1420, la de Inmigración, para incorporar voluntades del campesinado europeo a la extensión agrícola y la de Tierras, promoviendo la repartija de fundos en propiedad para quienes desearan afincarse y producir en las fértiles y recientes comarcas conquistadas al indio.

Este último proyecto fue inhibido por la elite terrateniente. Los genuinos  y respetabilísimos fundadores de la Patria de 1853, no concebirían que pequeños propietarios arruinaran la promoción latifundista.

La tierra no fue asignada a quien la trabajase sino consignada para aquellos quienes la acumularían como un bien económico que se destinaría a la especulación.

La masa obrera, silenciosa, expectante, inocente, participaría resignada en carácter de mano de obra como factor de producción para los intereses de la elite.

A partir de entonces los propietarios de miles de hectáreas de territorio configurarían un eficiente polo de poder político, como auténticos dueños de la producción generadora de la mayor cantidad de divisas para el país.

Para la época del Centenario, la Argentina formaba parte de los primeros diez países del mundo de más alto PBI. Pero la distribución de la riqueza explicitaba los guarimos reales y la gran mayoría de los pobladores solamente trabajaba para recuperar su fuerza de trabajo, vivía para alimentarse, mientras los poseedores de los títulos de propiedad de la tierra acumulaban cuantiosas ganancias y exteriorizaban enormes diferencias con la inmensa mayoría proletaria.

A mitad del Siglo XX, el Peronismo empoderó a millones de humildes que comenzaron a advertir que su vida también valía algo.

El establecimiento del Estado de Bienestar montado por Perón a partir de 1943 desde la Secretaría de Trabajo y Previsión fue orquestado sobre la base de varios Decretos Leyes que le otorgaron dignidad a la actividad laboral y promovieron la aparición de agremiaciones entusiasmadas en defender esos derechos recientemente conquistados.

La justificación de ese cambio político había sido la proliferación de pequeñas industrias y talleres urbanos promovidos desde el gobierno de Agustín. P Justo a partir de 1932 y derivados en la falta de trabajo como coletazo de la crisis internacional de 1929, factores que condicionaron a regañadientes al ministro de Economía de la época Federico Pinedo, a promover la Sustitución de Importaciones.

Diez años después, el entonces coronel Perón estudió aquella realidad socioeconómica que Pinedo había proyectado para apenas un tiempo prudencial y le dio otra lectura.

El 17 de Octubre de 1945, la inmensa masa anónima, la múltiple, diversa e inocente voluntad de hombres y mujeres de trabajo se puso en movimiento. Se manifestó, ganó las calles y emitió, al calor multitudinario, un voto unánime.

El país fundado por una elite interesada en su propio patrimonio hacía agua.

El esquema tradicional del país de pocos para pocos se eclipsaba al conjuro del reclamo inminente de aquella diversidad invisible, que jamás se había expresado, pero que ante la aparición de un liderazgo tan imprevisto como oportuno, se derramaba unánime en defensa de lo que aprendió que merecía.

Dicen que a veces la historia suele repetirse. Yo creo que no. Creo que hoy los invisibles, los inocentes testigos forjadores de una mejor calidad de vida para unos pocos saben que existen, se reconocen entre ellos y han aprendido que sin ellos no existe la Patria.

Creo además que los liderazgos políticos se renuevan y que ante la cruel disparidad de beneficios que traduce la grieta cotidianamente en favor de los dueños del Capital concentrado, los humillados de la historia terminarán reaccionando.

Los trabajadores saben que aquella personalidad que lidera las voces que traducen sus reclamos debe liderar también una transformación urgente y necesaria.

Una transformación clara y evidente, sin ambages, que le dé al César lo que es del César, a Dios lo que es de Dios y a los Trabajadores lo que les corresponde a los Trabajadores.

 

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