domingo, 22 de diciembre de 2024

 

El Estado de las cosas

 


por Alberto Carbone


Nunca creí que después de tantos años de construcción y fortalecimiento del Estado, la sociedad argentina optaría por votar a los hijos de la reverenda especulación.

Sabe que pasa, que existen ignorantes y sumisos que adhieren a las consignas contrarias a sus propios intereses porque sencillamente no entienden nada. Ni de política, ni de historia, ni de sentido común.

En realidad el problema es que nos perjudicamos todos.

Porque la grave consecuencia es que los que votan en contra de sí mismos nos perjudican al conjunto de la sociedad.

Acá en la Plaza San Martín, el otro día, esperando en la cola de la verdulería, que se instala al conjuro de la Feria, una vecina se quejaba delante de mí, con referencia a la carestía de la vida.

Yo la miré y le dije: Eso es Milei. ¿Se da cuenta?

Me contestó: ¿A sí? ¿Y a quién íbamos a votar?. ¿A la chorra?

Eso mismo dijo. Me contestó lo que le dictó TN o La Nación Más.

Entonces le repliqué:

Si el Peronismo no sirve señora, ¿Por qué entonces está usted acá en la cola de la verdulería con la intención de abonar con Cuenta DNI?

No me respondió. Miró fijo hacia adelante y optó por el silencio.

Entonces arremetí:

¿Usted votó para Diputado Nacional a un profesor de Ping Pong?

¿Votó para el Congreso a una cosmetóloga?

¿Usted apoya a una tarotista con la pretensión de transformarse en Jefa de Gobierno de CABA?

La señora no respondió.

Me miró y como quien no se resigna a caer en la volteada afirmó como único pretexto:

“…No hay peor ciego que el que no quiere ver”.

O sea que la pobre mujer el que no entiende la realidad soy yo.

Mientras tanto, si usted observa, el Estado se destruye.

Las PyMes desaparecen.

El consumo interno nacional se derrumba y los hijos putativos de los intereses económicos privados hacen su agosto.

Creo que es hora de preguntarse por el país que les quedará a nuestros hijos y nietos. Porque el electorado está alucinado, desquiciado y descreído.

Nosotros lamentablemente vemos todo esto y perplejos nos descubrimos sin herramientas para reconstruirlo.

Para colmo de males adivinamos que peores temporales se avecinan.

Por ello en medio de la zozobra y de la angustia, seguiremos repitiendo las palabras de Don Miguel de Cervantes Saavedra:

"Cosas Veredes Sancho que non Saperes"

 

 

El país es la gente


El voto que te bota

Alberto Carbone

El país es la gente
el país no es el territorio.
No señor.
El país es la Nación.
Es la gente.
Si quienes tienen el deber y la obligación de elegir en democracia
optan por estos ignorantes, chorros, estafadores, ventajeros,
estamos perdidos.
¿Quienes estamos perdidos?
¡¡¡¡Todos. Señor, Señora!!!!!
¡¡¡¡Los que votan como estúpidos y nosotros!!!!
Porque aunque no votemos estafadores, si los hipócritas ganan,
todo el país desaparecerá.
Y con el país desaparecemos nosotros.
Porque le repito, el país somos nosotros. ¡¡¡Todos!!
El territorio en cambio seguirá existiendo,
pero en manos de sus nuevos dueños.
Esta historia no tiene final feliz, se da cuenta ¡no?. Lamentablemente.
Esto sucede porque la mayoría de la gente cree en pecesitos de colores.
Hay un sector social que se apoderó del gobierno para hacer negocios
pero hay estúpidos que los votan. Que les creen.
De paso culpan al Peronismo de ladrón y no pueden probarlo.
Pero no les importa, porque los imberbes que votan
creen a pie juntillas lo que dicen los Medios masivos de comunicación.
Esa es la Democracia que supimos conseguir. ¿¿Se da cuenta???
Por eso nosotros, descorazonados, advirtiendo la profunda debacle,
seguiremos repitiendo las bravas palabras que introdujera
el Manco de Lepanto en su libro maravilloso:
Cosas Veredes Sancho que non Saperes.

martes, 17 de diciembre de 2024

 

La Ardiente Paciencia




por Alberto Carbone

 

El país arde.

No hay hoja de ruta.

Ni el oficialismo ni la oposición se plantean un camino, rumbo o metodología.

Algún que otro recurso, alguna estrategia.

De todas formas, el año 2024 va concluyendo y con él se alborota, se desploma empecinadamente, se desmorona abrupta y fulminante cualquier expectativa, alguna que otra anhelada propuesta aparecida o quizá alguna esperanza.

Pero lo peor de todo este proceso se perpetúa plasmado en el lenguaje de la resignación.

En esa perplejidad pasmosa y determinante que confirma que paralelamente al ambiente anómalo que nos sobrevuela exánime, la sociedad se va licuando, se degrada perentoriamente, desaparece ante los ojos de quien pretenda observar y se desboca en forma tremebunda y acelerada.

Piense si no es así.

Compare épocas pretéritas y recientes.

Recuerde a aquellos quienes aún accedían a un plato de comida hace sólo un año atrás, por ejemplo, a pesar de no estar incluidos dentro de la vorágine social, hombres y mujeres que por supuesto existían en cantidad suficiente, antes de la llegada de Milei.

Hoy, todavía admitidos como seres humanos, esos transeúntes perplejos y abstraídos, continúan colisionando con la realidad, pero además, por supuesto, no atinan a nada.

¿Sabe por qué?

Porque no esperan nada de nadie.

Por eso mismo, absolutamente degradados y auto percibidos como marginales e inútiles, despliegan un único recurso sostén y definitivo, un pálido salvoconducto esperanzador basado en la unánime persistencia de transitar alrededor de los bochornosos, infaustos y descuidados tachos de basura. Un peregrino deambular sin centro ni objetivo, resignándose a ver pasar sucesivas y vacías las horas del día.

Sin embargo, aquel sector amplio y exánime de la sociedad marginal, que avanza y  se multiplica, no desaparece.

No señor.

Esa grupo de seres humanos habitantes de la calle, se expande voraz, zombie, catatónico, por aquellos barrios centrales o periféricos que a pesar de todo lo acontecido o padecido, no estaban aún acostumbrados a observarlos.

Evidentemente, la sociedad argentina se ha empecinado en modificar sus valores tradicionales.

El esfuerzo cotidiano, el trabajo, ha dejado de consignarse como un atributo dignificador.

La familia, como centro articulador de sentimientos y creencias se está diluyendo, difuminando, al influjo de las consolidadas apetencias instauradas por el señor mercado.

La otrora prestigiada virtud caritativa y fraternal, basada en la simpleza de la generosidad, en la simpatía compartida y en el firme y armónico sabor del compañerismo, se ha permeado profundamente con el interés particular, la conveniencia y el reclamo descarnado del sálvese quien pueda.

Pero la vida continúa y la justicia, que es una necesidad imperiosa puede reaccionar como reclamo letal o desesperado.

Por ello es tan delicado y tan arriesgado jugar precipitadamente con aquello que no tiene remedio.

La indecisión o el exabrupto tienen lugar cuando la desesperación inunda y la desesperanza nos invade.

Recuerde que a los cobardes los vomita Dios y sabe una cosa.

Dios, que a pesar de todo nos mira e intenta comprender algunos procederes, ya ha empezado a santiguarse.

domingo, 13 de octubre de 2024

 

El hombre que ama a los perros




por Alberto Carbone

De mi primera infancia recuerdo muy bien la fuerte impresión que ocasionaba a mis ojos de niño, escuchar y observar de repente, sobre el silencio apabullante de las mañanas de sol, tranquilas y poco transitadas de entonces, el barullo callejero que suscitaba la aparición subrepticia y prepotente del camión municipal que levantaba urgente y sin atenuantes al profuso enjambre de perros que pululaban sueltos y abandonados en las calles de Villa Devoto y que desaparecían sin ninguna opción de la mirada de los transeúntes, una vez que el famoso y reconocido transporte de la popularmente denominada “Perrera” hacía su pomposa aparición acompañada por el escandaloso y vociferante alarido de los animales cooptados y encerrados en la caja del camión cárcel, esperando por su precisa y definitiva solución final.

Época en la cual las calles Cochrane, Campana, Llavallol, reposaban a la sombra de una copiosa arboleda, que acompasadamente guiaba nuestros pequeños pasos hacia la aparición de un descubrimiento inesperado. Un extraño alumbramiento que nos incendiaba los ojos y que de inmediato se identificaba por el estelar reconocimiento de una majestuosa avenida, luminosa y deslumbrante y a la vez exótica y cautivadora. La Avenida General Paz. Una moderna autopista pergeñada sobre el recorrido de un riacho entubado que, saturada de luz solar, hacía su presentación ante nosotros, derramándose inmensa, moderna, extensa y profundamente vacía, silenciosa, visitada ocasionalmente por algún que otro rodado circulando en soledad y como envuelto por alguna incertidumbre, surcando valiente por una vastedad que parecía desértica.

La que fuera posteriormente renombrada y afamada Avenida General Paz, la misma que en la actualidad se presenta asfixiante y abarrotada de vehículos, nació a la vista de mis jóvenes ojos como una cálida carretera de asfalto plano, impoluto e hirviente, entregada sin atenuantes a la firme llamarada del sol y rodeada a lo largo de todo su transcurso por la profusa vastedad de pinos y variedad de arboleda, que cubrían y homenajeaban con su sombra, como otorgando socorro y caricia, a los característicos chalecitos de los guardianes jardineros, distribuidos de un lado y otro de la que aparecía como moderna e interminable ruta de circunvalación.

Porque efectivamente fue así nomás. La Avenida General Paz secesionó el Distrito de General San Martín y a partir de entonces Villa Devoto y Villa Pueyrredón se consolidaron como firmes miembros de la Capital Federal.

Pero aquellos perritos mencionados al comienzo de la nota no se percataron de ello.

Iban y venían de un Distrito al otro, cruzando la novísima Avenida con el solaz y la tranquilidad que les otorgaba su libertad interior y la escasa premura externa reflejada por aquella fenomenal vía rápida que era habitada por algún que otro móvil en alguna oportunidad del día y en forma esporádica.

Todavía me veo y recuerdo apostado sobre una de los amplios pilares que integraban el frente de la casa de mis abuelos, situada escasamente a una cuadra de la entonces moderna e infrecuentada Avenida bautizada con el apellido del manco militar cordobés Retorna a mí el frecuente deambular de aquellos jóvenes, que parecían hombres grandes ante mis ojos, con sus cabezas rasuradas a cero, pagando a desgano la bochornosa afrenta de haber elegido llevar el pelo largo sin la autorización del gobierno autoproclamado de la Revolución Argentina.

Aquellos jóvenes hombres, generalmente acompañados por alguna que otra representante del sexo femenino, que caminaban en grupo, departiendo vivencias personales o experiencias seguramente deseosas de olvidar, compartían la acera también, sin embargo, con la multiplicidad de perros vagabundos que a ciencia cierta, aún en la actualidad no sería capaz de definir de dónde, de qué lugar aparecían o la causa, razón o circunstancia que los había transformado en personajes habituales y cotidianos de la sencilla, mansa y hasta inofensiva vecindad.

Pero lo cierto de toda esta circunstancia, es que de la misma manera que cazaban a la juventud para afeitar desaforadamente sus cabezas en las seccionales, así también atrapaban y enjaulaban perros abandonados o sencillamente sueltos en las calles, utilizando redes especialmente adaptadas para aquellos menesteres.

Puedo aseverar todavía haber comprobado con mis propios ojos de niño, múltiples experiencias al respecto. Jamás averigüé ni siquiera recuerdo haber preguntado, dónde estaba radicado aquel lugar nefasto para los canes bautizado pomposamente como la Perrera.

Si comprendí a fuerza de oportunos zamarreos de la realidad, que se había tornado imperioso y menester que en la ciudad de Buenos Aires y adyacencias de hace poco más de sesenta años no se prefiera llevar al viento a toda plenitud el pelo largo en la cabellera masculina, aún si aquella pretensión hubiese sido distanciarse apenas unos pasos fuera de su propio hogar o si por alguna razón impostergable hubiese tenido que realizar alguna que otra actividad o tarea extramuros.

Con el mismo sentido, fui capaz de aprender rápidamente que una costumbre cotidiana y autómata, se convirtió en algo irremediable e improcedente. Me refiero a aquella vocación de permitir pastar a sus anchas sobre las aceras del hogar respectivo a nuestros hermosos y adorados mastines, aún cuando las veredas todavía se mantuvieran amplias y además soportando indemnes esos tremendos arboles de hojas perennes, que en plenitud de su edad, regocijaban a nuestros abuelos en las tardes de verano. Esos viejitos que, a falta de acondicionadores de aire, recelaban contra sus viejos ventiladores, porque las acaloradas aspas solamente atinaban a mezclar y regurgitar el aire caliente del ambiente hogareño.

Los callejeros y nuestros propios perros se mezclaban fogosos en las calles departiendo y convidándose jugosos entremeses. Mientras tanto, el camión municipal asechaba. Su cercanía era, asimismo, sinónimo de derrumbe caótico. Todo perro suelto era culpable y merecía el justiciero arresto. Si por alguna eventualidad, el soliviantado amo o un vecino del amo, no estaban prontos al socorro, el animal caía irremisiblemente en manos de la autoridad. Posteriormente, decía mi abuela, con el alejamiento del camión justiciero, solamente nos quedaría ir a llorar a la iglesia.

Cierta vez se explicó la abuela, a quien le pareció haber entendido muy bien la justificación de un trabajador municipal. El camión llegaba al depósito, donde no había lugar ni alimento para tanto perro secuestrado. Por consiguiente, se procedía con una rápida y precisa solución.

Los perros dejaban de existir. Nunca me quisieron explicar el procedimiento. A ciencia cierta tampoco supe jamás si en mi casa llegaron a conocerlo. Alguna vez me trataron de convencer de que podrían haber utilizado gas para intoxicarlos. La explicación me pareció más una morbosa experiencia que un recurso práctico o por lo menos una actitud procedente.

Sea como sea, los perros sueltos o abandonados fueron desapareciendo del ámbito ciudadano. Tiempo después desapareció también la famosa Perrera. Pero como los perros están siempre tan decididos y encaprichados en seguir naciendo, la verdad que hasta le diría que en la actualidad se han empoderado del hábitat a cielo abierto.

¿Sabe por qué le cuento esto?

Porque en la actualidad, los argentinos nos supimos conseguir a un presidente de la Nación que ama a los perros. Seguramente usted estará pensando que este es un caso que no orbita en las preferencias del primer magistrado, sobre todo porque a todas luces, es un tema no circunscripto dentro del ámbito macro económico, tan especialmente intrínseco a su diatriba y porque, además, el diario peregrinar de los canes era, es y continúa siendo una satisfacción de preferencia de ellos, quienes en absoluta libertad de elegir por dónde deambular, deciden de propio gusto y beneplácito su natural elección.

Sin embargo, actualmente y no por falta de canes en la vía pública, observamos además multiplicidad de hombres, niños y mujeres que comparten con los animales estos ámbitos, despiadadamente exentos de cualquier tipo de cobertura asistencial, médico-sanitaria y desesperadamente desprovistos de alimentación y resguardo.

Le pregunto entonces que le parece a usted qué resolverá este gobierno, presidido ampulosamente por un hombre tenazmente amador de perros.

¿Decidirá el envío a las calles de numerosos camiones que sin mediar respecto de los animales recoja uno a uno a los humanos desamparados para proceder a una solución final, como otrora se hubo decidido contra la supervivencia de los canes vagabundos?

La sociedad contemporánea a los sucesos que vivenció la desaparición perruna, en tiempo del presidente de facto que paradójicamente por sus bigotes apodaban la morsa, como a otro animal, dio vuelta la cara a la realidad y no opinó respecto de ello ni sobre las peluquerías para rockeros instaladas en las comisarías.

Entonces, de paso le pregunto:

¿Las vivencias actuales, la desaprensión de la acción política respecto a los menesterosos, la falta de humanidad para con los humanos, la absoluta negligencia y desinterés puestos de manifiesto ante el dolor de miles de compatriotas, la necedad de quienes convencidos de una falacia persisten en defenderla a riesgo de promover la desaparición de cientos de enfermos, de miles de ancianos y niños?

¿Toda esta lastimosa circunstancia, todo este atropello, va a tener como resultado dar vuelta la cara y dirigir la mirada hacia otro lado?

El hombre que ama los perros, transformó en muy pocos meses de gobierno a los hombres, mujeres y niños pobres y marginales en animales dispuestos a ser cazados en banda para no ser guardados ni como trofeos.

Una actitud desprovista de racionalidad, dispuesta a sostener la supervivencia del más apto justificada en la arcaica y fenecida teoría de la selección natural. Para ello, nada mejor que el recurso del método. Silenciar a los considerados inaptos. La arbitrariedad de creerse poseedores legítimos de la verdad.

Esa verdad que escriben y defienden quienes son consignados como los “hombres de bien”, aquellos que sostienen políticamente al amador de canes para que cumpla con sus designios hasta que los logre definitivamente o por lo menos consolide un sentido común en la sociedad que naturalice lo más importante: quien manda y quien acepta lo ordenado.

Cuando todo esto concluya. Cuando el insatisfecho amador logre o no el cometido para el que fue instalado en el sitial que corrompe, aquellos mismos quienes lo sostienen actualmente, aquellos “hombres de bien”, que tanto vociferan como estúpidos que gritan, le morderán la mano

 

domingo, 29 de septiembre de 2024

 

Al pie de la bandera sacrosanta.

… unidos por el amor de Dios, juremos defenderla con honor…



por Alberto Carbone

 

del libro: “La Nomenclatura del tío Adolfo”

 

 

No Fito. ¡No! la tragedia política nacional es absolutamente endémica e inmemorial, circula por nuestras venas y se patentizó desde los orígenes de la Patria.

Los diversos intentos de solución a las convulsiones políticas sucesivas, que en cada caso se presintieron definitivas e irrevocables consistieron en bregar en el esfuerzo por enmendar los desbarajustes gubernamentales heredados, ininterrumpidos y continuos, monitoreando cada acción con el objeto de que no se verificase una conmoción social.

En cada una de aquellas instancias, que infelizmente desbocaron el andamiaje legal de la Nación alborotando el normal ejercicio de las instituciones, las fuerzas armadas tuvieron que hacerse del control de las decisiones de gobierno.

¡Ojo! Me estoy refiriendo y explicitando a una condición sine qua non.

¡Un proceso apodíctico que nos acontece y reincide en la historia desde antes de que se constituyera el país!

Acordate de la frase tan remanida y que sin embargo a tantos individuos les lastima y atormenta aún hoy reconocer. … ¡El ejército nació con la Patria!

 

Una charla inesperada entre ambos, que como sucedía en cada oportunidad derivaba en un punzante monólogo del viejo tío que inundaba con o sin autorización los oídos del sobrino Fito, como así le satisfacía nombrarlo a Don Adolfo.

Alfredito había tenido que regresar intempestivamente de un viaje a Mendoza.

En plena ruta recibió una llamada telefónica por la cual le advirtieron que el tío estaba descompensado. Había sufrido una lipotimia en la oficina central de la empresa “Tehuelche” y lógica e inmediatamente lo remitieron al nosocomio en ambulancia.

No estaba grave. Una vez estabilizado lo instalaron en una sala individual del hospital militar sólo por precaución y en orden con los diversos estudios ordenados por el médico especialista cardiovascular. Allí alojados permanecían, juntos en soledad departiendo, disfrutando de aquella conversación unívoca a través de la cual, apoltronado sobre la cama del cuarto, con toda naturalidad, el tío le suministraba al sobrino, quien aceptaba en silencio aquellas aseveraciones a sabiendas por supuesto de que todas estaban destinadas a su exclusivo bien.

Mientras tanto, aguardaban entre distendidos y cautos que de un momento a otro los responsables médicos dictaminaran el alta de quien durante toda su vida supo proclamarse como un hombre seguro de sí y convencido tanto de sus acciones como de sus determinaciones.

¡Es la presión Fito! … ¡Me tengo que olvidar del chorizo a la pumarola!

¡Entonces empezá por calmarte tío! ¡Ya estás otra vez hablando de política a los gritos, con la efusividad incontenida!

¡No te puede hacer bien, no te conviene por la salud, tío! ¡Charlemos de fútbol!

¡No! Dijo el viejo con una sacudida, recuperando el espasmo.

¡De Independiente ni hablemos! ¡Por favor!

El sobrino le respondió entre risas. ¡Qué contradicción infinita la tuya!

¡Te ponés como loco contra el comunismo, pero sos hincha de los “diablos rojos”!

¡No Fito, no! ¡Fanático soy y seguiré siendo de la única institución nacional que palpita con el corazón de la nacionalidad!

¡Pensá un poco respecto de lo que te estoy contando! ¡Por favor!

La historia de nuestro país posee un estigma congénito.

Un desorden institucional que en definitiva aparecía como irreversible y que a sabiendas de ello, el sentido común comenzó a reclamar en forma imperiosa la realización de todo tipo de esfuerzos para intentar torcer, vencer, cancelar semejante oprobio.

Durante las primeras épocas del país, aquellos años inmediatamente posteriores a la independencia, cuando palmariamente parecíamos condenados a la dispersión política, a la fragmentación, al lastimoso desgajamiento, motivado en el espasmo que sacudía la realidad que promovían las autonomías provinciales, se fue evidenciando y naturalizando ante la mirada de los miles de ciudadanos de entonces un territorio desgajado y vacío virtualmente atomizado y desgarrado por las luchas intestinas.

De aquella época es la “madre del borrego”.

Las tremendas exigencias que bregaban por la consolidación de los virtuales Estados provinciales imposibilitaban el único logro que debería haber sido de interés general: la consecución de la unidad nacional.

Después de la batalla de Caseros se redefinió el concepto de argentinidad.

Fijate que el ejército argentino es muy claro y preciso en la formulación de su ideario. Propugna por el sostenimiento de la interpretación histórica del concepto de nacionalidad con la denominada “línea Mayo-Caseros”

En aquellas dos coyunturas forjadoras de nuestra idiosincrasia, Mayo en 1810 y Caseros en 1852, bramó el ejército por la defensa irrestricta de la integración nacional, contra cualquier otra justificación que se hubiera intentado imponer y por consiguiente, se ensimismó por el logro victorioso de la unidad, jurando con valor, lealtad, coraje y patriotismo, al pie de la bandera sacrosanta.

Casi cien años se extendió aquel proceso reivindicador por la defensa de nuestros principios y valores. Pero claro, por la presión ciega, necia y corrompida de las generaciones sucesivas se fueron adoptando ideologías y modelos de vida, que aún en la actualidad podemos observar lamentablemente que redundan en expresiones y actitudes absolutamente ajenas a nuestras costumbres y creencias.

Esa situación consiguió afincar la simiente extranjerizante, el “verbo maligno”, la degradación primordial de los sentimientos nacionales.

Ya se había introducido en el país algún tipo o especie de fundamentalismo ideológico foráneo desde comienzos del Siglo XX, pero sin ninguna duda la debacle o corrosión definitiva fue orquestada a partir de la aparición del peronismo consolidado en el gobierno.

Con una pertinaz mixtura entre la extraña intromisión ideológica de cuño europeo y la falsa defensa de los intereses de la Nación, esa malhadada corriente política cooptó el fuerte apoyo de los incipientes sectores sindicales a fuerza de compensar su patrocinio dispensando dádivas, favores, ventajas, limosnas de toda laya disfrazadas de derechos civiles y de dignidades laborales.

La embestida farsante, ordinaria y farandulera se extendió en el tiempo durante aproximadamente diez años.

¡Te imaginás quien llegó al rescate de esa afrenta! … ¡El ejército argentino!

¡Pero tío, que yo sepa fue a tenor de represión, de asesinatos, de proscripciones e incluso hicieron desaparecer gente! Le exclamó Adolfito que hasta ese momento no había podido ni intentado emitir opinión.

El tío entonces bramó.

¡Es que había que terminar con Perón! …

¡La “perona” se había muerto sin ayuda, pero el traidor, cobarde y dictador sanguinario pretendía perpetuarse en el poder!

¡Fue por eso mismo que se decretó prohibir al régimen!

¡Una decisión que se extendió en el tiempo por casi veinte años!

Sí. Lo sé, le contestó el sobrino, y se apuró a agregar por temor a ser interrumpido:

¡Pero en el año que le levantaron la inhibición, el peronismo volvió a ganar las elecciones!

Don Adolfo le arrojó una mirada lastimosa y exclamó a boca de jarro:

¿Ves? ¡Es lo que te digo yo! …

¡La confabulación endémica! ¡Una epifanía! contestó elevando los brazos al cielo.

Pero inmediatamente completó la idea:

A partir de aquel entonces, dijo admonitorio y aleccionador, cada acontecimiento que se sucedía empeoraba el anterior.

Los obreros industriales se complotaron contra quienes les daban trabajo.

Los estudiantes universitarios se sublevaron contra sus autoridades formales, los adolescentes de las escuelas medias comenzaron a reclamar por supuestas indignidades e injusticias padecidas por ellos coreando consignas vacías o frases estigmatizadoras, hirientes y obscenas, contra líderes de opinión, dignatarios de la iglesia, empresarios y adultos en general.

Los villorrios habitados por los sectores más humildes de la población y radicados alrededor de las grandes urbes se soliviantaron, reclamando por servicios de cloacas, de luz, de gas, por parquización, por restauración y mejoras edilicias, por pavimentación, en fin. Cada quien interpeló al gobierno por aquellos reclamos que consideraba que le correspondían, pero resultó ser que el acceso al financiamiento de todas y cada una de esas cuestiones se evidenciaba como altamente improbable.

A todo lo antedicho, debemos consignarle la aparición de organizaciones armadas autónomas, de extracción civil y de radicación urbana, que pugnaron por reivindicar lo que definieron como justicia por mano propia.

Los sujetos participantes, los individuos que conformaron aquellos nucleamientos, fueron reclutados entonces de entre aquellos sectores sociales que exaltados batallaron por configurar otra realidad política social en la cual sus pretensiones estuvieran garantizadas a costa del usufructo de los beneficios económicos lógicos y legales de quienes estaban en una mejor situación por haber edificado sus excelentes niveles de vida en razón al mérito de su esfuerzo y por su trabajo de toda la vida. 

Un verdadero combo dinámico, multifacético, improvisado y desalmado, que llegó a su clímax con el fallecimiento del propio Juan Domingo Perón. ¡Del mismísimo presidente de la Nación!

A partir de entonces el país volvió a perder la brújula, que a decir verdad jamás había consolidado. Nuevamente se desencontraba y extraviaba su destino, su objetivo racional, cultural y lógico como Nación.

¡Tío, me estás describiendo un punto crítico exacerbado!

¡Parece la historia de un país al borde de una crisis terminal!

El viejo lo miró a los ojos con cara apesadumbrada y recubierto por un pasmoso silencio.

Estático, frío y demudado, ensayó una expresión improvisada con una prodigiosa naturalidad.

Así, sorprendentemente calmo, envuelto en ese estado de impostación y convencido de su pensamiento, aseveró en voz muy baja:

¡Estábamos al borde de la disgregación!

Entonces, recobrando sus ínfulas innatas, su justificado carácter de orgullosos bríos, de calores fascinantes e inauditos, le espetó en voz alta casi exacerbado:

¡Sabés entonces qué sucedió sobrino?...

¡Las fuerzas armadas hicieron el milagro!

 


lunes, 23 de septiembre de 2024

 

Milagro de veras

…el prodigio divino




por Alberto Carbone

 

del libro “La Nomenclatura del tío Adolfo”

 

A María José no le gustó nunca el té. Jamás lo había probado, pero a partir del aroma que invadía persistente el dormitorio cada vez que guardaba cama obligada ante algún que otro malestar pasajero y por lo cual todos los adultos de la casa intentaban infructuosos que deglutiera aquella repugnante infusión, comenzaba a correrle por entre las tripas una sensación profunda y desagradable que invariablemente la inundaba con un presentimiento negativo y que por consiguiente la inducía a un decidido rechazo.

Elvira se lo había alcanzado hasta su cama junto con unas galletas de agua, que la nena por supuesto también aborrecía.

Recién despierta remoloneaba entre las sábanas disfrutando por demás de que la eventualidad aportada por aquel dolor de panza de la noche anterior la hubiese inhibido de su responsabilidad escolar.

¡Tenés el estómago vació, María José! ¡Tomá todo el té con galletitas! ¡Algo tenés que comer! ¡Fito ya está por llegar de la plaza con tu mamá y tu tío! Él tampoco quiso ir a la escuela. ¡Si falta Teté falto yo! Dijo tu hermano. ¡Vos no te enteraste! ¡Estabas durmiendo todavía!. ¿Me prometés que vas a comer algo? ¡Yo tengo que volver a la cocina! Se está haciendo tarde y antes del mediodía necesito tener listo el almuerzo. ¿Me voy tranquila Teté?

Andá Elvira, andá a hacer lo que quieras, contestó la niña sentada en la cama, cubierta por una manta liviana y con su espalda reposando sobre la almohada, en absoluta y natural predisposición a entretenerse mirando cualquier programa de televisión que convocase su atención. ¡Cualquier cosa que necesite te llamo! Le aclaró. ¡Yo estoy bien así como estoy! ¡Te prometo que me voy a quedar tranqui! ¡Ahora voy a estar un rato con la pantalla!

Diez años atrás, cuando Elvira obtuvo la posibilidad de hacerse de esa función tan ansiada que la transformó en una muchacha con cama adentro, no intuyó siquiera que su tarea de por sí multifacética dentro del hogar, se ampliaría también con el incansable menester de niñera repentina.

Un buen día, la señora Magda le avisó que durante la tarde debería hablar con ella. Elvira pobre se sobresaltó. ¿Qué habría pasado? ¡Qué habré hecho? dijo para sí misma precipitadamente. ¡Van para dos años de trabajo ininterrumpido y jamás tuvimos ni un sí ni un no! ¡Además todas las veces que solicitaron que me quedara en casa por alguna salida no tuve reparos, incluso en los días de descanso!

Para colmo a la pobre mujer, se le sumó una innecesaria y angustiante sensación de incertidumbre provocada como consecuencia de la insatisfacción de haber atravesado toda aquella mañana lo suficientemente convulsionada, abstraída y sumida en el influjo permanente de presentir una desagradable novedad.

Especulaba con la posibilidad de que una infausta noticia se desmoronase sobre ella como un colapso imprevisto emergido en forma de epílogo inaudito e inconcebible para extirparla de su tan preciado servicio laboral.

Aquella conveniente tarea que había incorporado a sus años como un premio que creía merecido y con la que se había encontrado muy oportunamente a esa altura de la vida. Justamente en épocas en las cuales lamentablemente en términos generales, las mujeres bien dispuestas, de elevada clase social y fina distinción, suelen requerir como ayudantes femeninos a personal mucho más joven.

¡Qué dolor! ¡Qué sensación de desamparo! ¿Adónde iré si algún episodio desconocido me obliga a retornar a la calle? se preguntaba a sí misma desde un vacío existencial solamente ocupado por la angustia que le provocaba la duda y aquella espantosa incógnita.

Después de que la señora de la casa concluyera con su almuerzo, en plena etapa de sobremesa acompañada por un té digestivo, Elvira, que iba y venía desde la pileta de la cocina hasta el ámbito del comedor, tomó impulso. Entonces serena y sin aspavientos, se animó abruptamente a encararla exceptuando preámbulos de cualquier tipo y especie.

Con toda prevención y con la contención necesaria y lógica de quien se sabe dependiente, recurrió sin más a su pura simpleza y nimia sagacidad para abordar el escabroso tema.

Disimulando lo mejor que pudo esa densa sensación de temor que con el transcurso del día persistió , acumuló con denodado esfuerzo algo de valentía mezclada con la aguda tensión que en lo posible ocultaba y tímidamente atinó a decir:

Señora ¡Si tengo la culpa por algo que hice sin querer quiero decirle que…!. Magdalena la interrumpió enseguida. ¡No Elvira! ¡Qué decís! ¡Tengo que hablar con vos para revelarte algo muy importante, algo que va a revolucionar a la familia y estoy plenamente segura de que en este proceso justamente vos serás parte importantísima!

¡Al contrario Elvirita! ¡Al contrario! ¡Es una buena nueva! ¡Vos tenés que saberlo porque vivís con nosotros, porque compartís gran parte de tu vida en esta casa y porque además, entre otras cosas, podrías ser mi hermana mayor!

¡Señora, para tanto!. Contestó Elvira sorprendida.

¡Sí!. ¿Qué son diez años de diferencia? ¡Nada!.

¡Además porque vas a transformarte en una pieza insustituible del hogar!

¡En una persona imprescindible!

¡Ay señora Magda!...

La mujer, sobrepasada en su capacidad de comprensión, sin captar para nada esa extraña coyuntura que a todas luces se asemejaba demasiado a un conflictivo y rebuscado acertijo, aprovechó a volcar en ese instante toda su ansiedad:

 ¡La verdad que pensé toda la mañana que usted quería echarme!

Magdalena abrió los ojos sorprendida como si no pudiese aceptar el derecho a la duda o al temor que le asistía naturalmente a la empleada. Entonces acompañándose de una mueca algo risueña le dijo:

¡Qué decís Elvira! ¿Te volviste loca?

¡A partir de ahora voy a necesitarte más tiempo!

Entonces, ambas mujeres se miraron a los ojos en silencio y la señora de la casa le ordenó que tomara asiento allí con ella alrededor de la mesa de la cocina.

Asombrada una y un poco alterada la otra, la patrona comenzó la perorata:

Elvira, la semana que viene posiblemente. ¡Qué digo posiblemente si es seguro!  Magda hizo un silencio y recomenzó. La semana que viene va a producirse un cambio sin precedentes en este hogar. ¡El señor va a traer a vivir con nosotros a mellizos! Un nene y una nena. ¡Hermosos! Ya los vas a conocer.

Elvira la miró extrañada. No se había percatado todavía de que sus patrones hubiesen estado tramitando un recurso de adopción. De repente se enteraba del hecho consumado.

¿Qué te parece Elvirita? ¡Decime algo! ¡Hablá! ¡Rompé el silencio! Como dice el tango que cantaba mi papá.

¡Señora Magdalena, para mí es una noticia hermosa! Es algo tan inesperado como maravilloso. ¡Así nomás, dos nenes de improviso, es como sacarse la lotería!

¡Viste Elvira! ¡Sí! ¡Es así! ¡Es un maravilloso regalo de la nuestra santa y bendita Señora de la Merced!

¡Sí, Sra. Magda! ¡Es así nomás! Replicó emocionada la empleada.

¡Es un milagro de veras!

Sin embargo la asistente, que permanecía con alguna que otra duda incapaz de traducir atinó a exclamar:

¡Pero…Sra. Magdalena! ¡Los nenes no se ganan en la lotería! ¡Yo nunca me enteré de que estuviesen tramitando la adopción! ¡Y encima dos! ¡Cuánto papeleo habrán tenido que rellenar!

Magui la miró estática e imperturbable. Después de un instante de letargo más parecido a un profundo secreto jamás revelado, saltó de la silla dirigiéndose a la mesada de la cocina diciendo: ¿Querés que te traiga un té?

Elvira entonces reaccionó como debe ser, poniéndose en el lugar que le correspondía y olvidando aquellos desubicados primeros cuestionamientos que aparentemente resultaron impropios y sin ninguna importancia y entonces apuró una opinión eficaz y elocuente que contribuyera a despejar y dejar definitivamente abandonado en el más ignominioso e impúdico sitial, su impertinente requerimiento:

¡Deje Señora, por favor, yo le traigo otro té y me sirvo uno para mí también!

Toda esa semana resultó sumamente ajetreada.

Los días transcurrieron espesos, muy lentamente, envueltos en un invariable estertor.

El preciado anhelo por la posesión. Aquella satisfacción inigualable que le permite a cada quien el disfrute exclusivo de la propiedad. La inconmensurable dicha y el inexplicable halago que únicamente están relacionados a la feliz complacencia de recibir lo que se reconoce como lo soberanamente merecido y lo justamente esperado, no conjugaba del todo con la irrefrenable ansiedad que cubría el ambiente hogareño, espesándolo todo y habilitando el recurso urgente de hallar una imprescindible y necesaria gratificación.

Paralelamente Magdalena se había transformado. Había descubierto que era capaz de pensar en alguien más que en ella misma. Iba de compras a partir del mediodía y regresaba por la tarde con cantidad de enseres y variedad de equipamiento para bebes de ambos sexos. De regreso al hogar, uno a uno exhibía esos atuendos, los compartía con Elvira, su impensada compinche. Esa segura y cabal oferente de amor compartido.

Todo estaba por decirse y hacerse dentro de aquella nueva realidad que colmaría rebosante el mundo de la pareja y de su entenada.

Una nueva vida se iniciaría para la mentada y pertinaz trilogía al conjuro de la satisfacción de los nuevos integrantes de la casa.

¿Habló con el señor Adolfo, señora Magdalena?

Preguntaba de corrido la mucama varias veces en el día.

¡Todavía sin novedad en el frente! respondía Magda, con una sonrisa leve pero dando a entender también, con cierto grado de disgusto alguna palmaria insatisfacción ante las jornadas sucesivas sin noticias.

¡Adolfo tiene sus tiempos! ¡Qué no son los míos! ¡Por eso tal vez una se sobreexcita! ¡Hay que tomarlo con calma y esperar! ¡Hay que saber esperar! ¡Pero falta muy poco Elvirita! ¡Muy poco!

Exclamaba la madre en ciernes para responderle a su colaboradora y tal vez para justificar su propia ansiedad y la extraña y descomedida actitud del marido.

En realidad las dos mujeres esperaban inquietas sin decirlo el retorno de jefe del hogar, que si bien aún no había cumplido con el prometido regreso de la semana anterior sabían ambas de antemano que cuando lo hiciese indefectiblemente lo haría acompañado de aquellos prometidos párvulos.

¡Y al fin llegó ese codiciado día! El capitán Adolfo Saldungaray hizo su entrada triunfal a la sede del hogar familiar acompañado por una docena de efectivos militares divididos en dos compañías y equipados con armas largas y sendos bebés, dependiendo del grupo de que se trate.

Una vez despedido el contingente y suficientemente alertado respecto del sendero a tomar durante el trámite de regreso al cuartel, todos ellos muy bien consustanciados en consideración con la seguridad y atención en las calles y avenidas, la pareja y la empleada quedaron en resguardo de las nuevas incorporaciones al clan, quienes por supuesto, sin reparo alguno respecto del cambio acreditado, permanecían dormidas y abstraídas de las profundas novedades y experiencias que se desplegarían en aquel núcleo de hondos y vívidos caracteres idílicos en el que se había transformado de repente la preciada conjunción entre aquellos cinco integrantes.

Después de que cada uno de los recién nacidos fuera albergado y cobijado en su respectivo moisés, monitoreados agudamente por las miradas de los tres adultos, quienes en cuclillas alrededor de las canastas observaban impávidos ese milagro, Magda intentó vaciar en su marido una duda repentina.

¿Qué nombres tienen Adolfo?, le semblanteó a boca de jarro.

¡Porque tienen nombres! ¿No?

 El capitán, todavía agazapado y abstraído con la vista puesta alternativamente en cada uno de los niños, dirigió sus ojos con tono enérgico hacia su mujer en un intento casi procaz de refrenar o enmudecer una pregunta que en medio del ambiente se adivinó de inmediato indispuesta e indiscreta.

Pero repentinamente contenido de su impulso instintivo e inconveniente orientó su atención hacia el rostro de Elvira, quien no era más que una simple participante profana de aquella mascarada y que también permanecía acurrucada, hincada con toda su humanidad dispuesta en medio de ambos cónyuges.

Entonces, recuperando la calma y rotando en forma reiterada su mirada hacia una y otra mujer, quienes por cierto casi intimidadas esperaban diligentes una contestación efectiva del oficial, ensayó una respuesta que le surgió espontánea, justa y necesaria para alguien como él, que sabiéndose asimismo un hombre cabal de muy pocas pero certeras y decididas palabras, contestó de inmediato:

¿Los nombres?… ¡Los tenemos que elegir!

 

jueves, 29 de agosto de 2024

 

Cada uno en su casa

…y el Señor en la de todos…

 

….del libro “La Nomenclatura del tío Adolfo”-



 

por Alberto Carbone

 

 

¡No! ¡No quiero, no quiero! Acongojado, desde la cima del inmenso tobogán de la plaza seca, Fito rehusaba lanzarse resbalando hasta el arenero.

Detrás del pibe, Julio, el adulto, quien como todo un hombre consumado y ocupándolo todo, le obturaba la posibilidad de escape, abortando el argumento o la excusa que permitiera aquel desesperado arrepentimiento.

A escasos metros de allí permanecía de pie la mamá, sosteniendo impávida la mirada del esperpéntico espectáculo.

¡Cómo que no quiero! ¿No ves que parecés un grandote boludo?

¿No querés o no te animás? ¡No seas tarado!

¡Te meto un empujón en la espalda y listo!

 

Buenas tardes Doña. ¿Qué le está pasando al pibe? ¿Se sentirá mal?

Dijo repentinamente un muchacho con uniforme municipal que se acercó despacio al lugar desde donde escudriñaba la escena la joven madre.

Buenas tardes, le contestó ella. Que además no disimuló su sorpresa y mientras lo atisbaba de cuerpo entero exclamó casi con desconcierto.

¡No sé qué le pasa!

¡Se tiró de ese tobogán miles de veces!

¡Venimos mucho a esta plaza, solos y acompañados!

¡Siempre elige el mismo juego!

¡Hoy está distinto mi hijo! continuó la mujer ¡Vaya a saber que le picó!

Mientras tanto, la escena seguía desplegándose desde lo alto del tobogán, como si se tratase de una representación teatral.

 

¡No te hagas el marica que no lo sos!

¡Están mirando todos los pibes de la plaza para este lugar en donde estamos nosotros! Rezongó Julio acalorado.

¡Me bajo y listo, mejor me bajo!, respondió el chico pretendiendo no aceptar por la fuerza aquello por lo que estaba decidido a desistir.

¡Qué increíble!, dijo ella, como departiendo con el imprevisto visitante.

¡Fito es lo más parecido a su papá! Valiente, animoso, seguro de sí mismo, emprendedor. ¡Hoy está transformado en otra persona!

El placero giró la mirada desde el tobogán hacia la madre y en voz muy baja, sin aspavientos le respondió con su veredicto y además le soltó un interrogante:

¡Su pibe no debe tener ganas Doña!

¡Estoy seguro de que este tobogán es el más alto de las plazas de la zona!

¿Qué edad tiene el nene? 

Ella fijó la mirada en el rostro del preguntón y le lanzó casi inmediatamente: ocho tiene, recientes. Cumplidos el mes pasado, es del 76, debería subir y largarse sólo como en todas y cada una de las oportunidades anteriores.

En el preciso momento que el empleado municipal escuchó la fecha no pudo evitar un pensamiento que instantáneo se le escabulló, precipitándose a viva voz.

¡Del 76! ¿Qué época no señora? ¡Qué desbarajuste que se armó!

¡Para olvidar o para recordar siempre!

Sí bueno, depende, expresó la joven madre ¡Tampoco pasó tanto tiempo! y a continuación agregó convencida:

¡Un descalabro político y social que hubo que solucionar urgente porque parecía el exterminio del país!

¡Sí mujer, claro que sí! le respondió el empleado ¡exterminio fue el que se ejecutó sobre la gente común a partir del año 76 con todos los cañones puestos en disciplinar, reprimir, desaparecer y asesinar a los civiles según la cara de cada quien, la ropa o la hora en que los enganchaban por la calle!

¡Todo el mundo hablando de lo que estaba pasando en este país y nosotros acá adentro, en nuestras casas encerrados, en nuestros barrios silenciados y engatusados como lo que somos! ¡Unos tarados!

El muchacho se animó repentinamente y continuó expresando:

¡En mi barrio desaparecieron varios!

¡De algunos se decía que se habían ido al exterior!

¿Se imagina? ¡Aquellos sencillos, tan queridos y amigables pibes y pibas!

¡Tan jóvenes! ¡Mis vecinos!

¡No tenían guita ni para pagar el colectivo y se iban a ir a Europa!

El joven placero se enfervorizó. Presintió que no podía dejar las cosas como estaban y completó su opinión, semejante a una diatriba:

¡Los milicos le hicieron tragar a fuerza de bayoneta a la mayoría de la población el mismo refrán o cantinela de toda la vida! ¡Que llegaban para reorganizar el país! ¡Y poco más hacen desaparecer al territorio con todo y gente adentro! ¡Además al despelote que hicieron hay que sumarle la guerra de Malvinas! ¡Ahí también se murieron solamente los pibes! ¡Qué bárbaro! ¿No?

La joven mujer hizo un silencio.

Volvió a mirarlo a los ojos y le preguntó por su nombre.

Inmediatamente el muchacho respondió.

Ramón, Doña, me llamo Ramón, soy de acá.

¡Ojo, de la Capital! y trabajo para la municipalidad.

En estos días me derivaron a esta plaza. La cuadrilla terminó recién.

Yo me quedé un tirito para descansar a la luz del sol.

Donde vivo ahora, esta luz impresionante no entra ni a trompadas, ¿vio?

Entonces, lentamente la mamá de Fito devolvió su vista hacia la zona del tobogán y el arenero. Se presentó también y deslizó su argumentación:

Mi nombre es Victoria, le dijo.

¡Recuerde que aquellos chicos amorosos que usted describe hacían de las suyas!

A continuación, entonces hizo un silencio, lo miró impávida, con un dejo lastimoso e intentó un consejo:

Piense por favor que las cosas que pasan a veces no tienen una sola explicación. Existen razones múltiples que justifican que… Ramón cortó aquel discurso elevando levemente el tono de su voz y espetó:

¡Miré señora!…  … ¡Victoria…!

¡Es cierto que puede haber una gran cantidad de interpretaciones para cada cosa, pero que a mis vecinos los levantaron en pala cazándolos como ratas es cierto, aunque alguien me lo quiera adornar con hermosas palabras!

¡Lo que pasó en el país y vivimos todos no se puede ocultar!

¡Por eso es necesario que se investigue y se conozca la verdad de los hechos!

 

Bueno, Ramón. Lo cortó en seco la joven madre:

Si realmente cree que las cosas fueron así como relata usted, me parece bien.

Cada uno sabrá cómo explicarlo.

Pero acuérdese siempre que todo es según el cristal con que se mira.

Replicó Vicky estática y serena, pero en esa ocasión sin dirigirle la mirada.

Un silencio espeso y prolongado recorrió el espacio entre ambos cuerpos.

Rato después, un clamor preciso y directo cortó el hielo suspendido en el aire:

¡Uy…mire! ¡Se animó! ¡Al fin se tiró!

¡El papá al final, mal o bien lo convenció!

Exclamó Ramón para dar vuelta la página.

 

¡Sí vio! ¡Qué bien! le dijo Victoria.

Pero no es el papá, es mi hermano Julio.

Mi marido está trabajando y tiene para varios días de ausencia.

Está dirigiendo y supervisando ejercicios de adiestramiento durante toda esta semana en Campo de Mayo.

Ramón la miró perplejo. Recibió esas palabras como un cachetazo.

 ¡Uhhh, señora, disculpe! ¡Me parece que no toqué con usted el tema indicado!

Muy suelta de cuerpo y con el alma amortiguada, la abnegada madre y digna esposa le contestó de inmediato.

¡No! ¿Por qué? ¡Estamos en democracia!

Cada quien opina como le plazca y hace de su vida lo que le parece.

¡Cada uno en su casa y el Señor en la de todos!

A Ramón pareció impactarle esa salida casi escolástica y de repente algo resignado o melancólico se animó a confesar:

Sí Doña, debe ser así nomás como usted dice, pero déjeme aprovechar para agregarle que creo que con sólo mirarla una vez y comparándola conmigo, me da la fuerte impresión de que Dios visitó su casa muchas más veces que la mía.