Los pasos perdidos
"En un mundo sin alma, no existen los pueblos, sino los mercados;
no existe la persona, sino los consumidores; no existen las ciudades, sino las
aglomeraciones."
Adolfo Pérez Esquivel (nacido en 1931), escultor y arquitecto argentino.
Por NICOLAS CARBONE
Cuando
éramos niños, la plaza de mayo era aquél reducto en el que descansaban los
sueños de nuestros antepasados, aquéllos que forjaron al país de las cenizas, y
que nos ametrallaban con un dogmatismo obsoleto, anticuado; un deber ser de una
patria otrora joven, que aunque la mujer de guardapolvo nos intentaba graficar,
nosotros no llegábamos a entender del todo.
Fuimos
creciendo, y la plaza de mayo era el lugar donde nos congregábamos a
reivindicar a los jóvenes de la generación anterior, que también tuvieron
sueños, y que las balas pagadas por el imperio destruyeron con una ráfaga con
sabor a advertencia.
Ya
mayores, la plaza siguió en su lugar. Ella no cambiaba, los que nos
transfigurábamos, los que nos hundíamos en el neurotismo de la posmodernidad,
éramos nosotros mismos. Y la plaza cada vez más lejana, mantenía los recuerdos
esfumados de los gritos de los estudiantes, de los discursos de los
trabajadores, y se convertía en un mito que se llevaba todo consigo, desde las
patas en la fuente, las bombas que todo lo destruían, y la voluntad política de
un pueblo en llamas. La plaza era, entonces, el lugar de descanso de los sueños
de los hombres.
El
tiempo, nosotros mismos, todo lo barre, lo vuelve niebla y lo condena a un
reloj que parece tener mil agujas que giran
y giran en hipocondríaca inmadurez.
En
estos días, la plaza volvió a sentir el peso de los zapatos de hombres y
mujeres, pero la realidad nos recuerda a veces que no carece de un turbio
sentido de ironía. Ese día, la plaza la habitaron los hijos y las hijas de
aquél mismo posmodernismo que nos mira de frente y nos confirma que llegó para
quedarse. No se trató de una voluntad política ni de una expresión de búsqueda
del ser mejor que es
obligación del hombre de bien. Ni siquiera se trató de un deseo de volver a
tiempos anteriores aunque – se adivina- ése deseo existe y nos plantea un
futuro de incertidumbre. No. El cybercacerolazo que los medios de la clase
dominante enfocan como una revolución espontánea se presenta como la reacción
del hombre derrotado que vomita su propia bronca junto con sus pulmones. Y como
la historia tiende a repetirse – más aún, en los pueblos que suelen olvidarla
ante el primer grito de “buenas noches, América” – resulta imposible no
recordar otras movilizaciones que han acontecido, con o sin sentido partidario.
Bienvenidos, entonces, a la cyberpolítica.
Ese
día, el sentido común ganó nuevamente la pulseada. Si antes la vida era en sí
misma un acto político y las ideas eran las balas de la batalla ideológica, hoy
la pantalla se constituye como el nuevo arte de vivir, el nuevo núcleo por el
que transcurre la vida misma. La posmodernidad que nos ha sumergido en el mundo
de lo efímero nos dispara una nueva manera de vivir el ser, que asombraría – y asustaría – hasta al propio Orwell. Atrás
quedaron las ideas, los planteos de cambio constructivos, todo arremolinado en
una cybercultura que pone en primer plano lo vivido entre fotos repletas de
comentarios vanos dejando afuera todo lo real. En el escenario de la vanidad
más neurótica, quedan al desnudo las miserias más ocultas del ser humano, que
sólo gusta de los espejos que le devuelven su propio reflejo. Todo se ha
perdido. El debate, el conocimiento, el ejercicio del pensar. Todo ha sido
consumido por el capitalismo salvaje y las opiniones vagas y vacías se han
vuelto tan gratuitas como el aire. Y consumidos por la vorágine, todos
nosotros. En nuestros días, la vida como la conocíamos ha dejado de existir. En
su lugar, las fotos posando como dicta la moda, las pocas palabras mal escritas
a propósito, la degradación de la cultura como valor per se. Y la política, perdida entre las marcas de una sociedad
que vive sin pasado y sin futuro, y que apela a un presente sin historia
mientras regala a sabiendas el porvenir de todos. Y los exponentes de ésa misma
manera nueva de vivir, chambelanes del sentido común para el cual la propiedad
privada es el único valor irrevocable, caminaron ayer desde los barrios más
pudientes de la ciudad más reaccionaria. No importaba ni el ayer ni el después,
siempre y cuando se mantuvieran los preceptos neoliberales que – aún en vista
de sus consecuencias – siguen resultándoles dignos de reivindicar con la voz
cada vez más alta. No había ni perspectiva histórica ni señal de futuro, sólo
el deseo de retorno a un tiempo que – con el caprichoso oficio del recuerdo – les
resulta mejor, aunque haya costado tantas vidas. Y por supuesto, reforzado por
un doble discurso – mediático y no mediático – que lo condena (desde el mensaje
políticamente correcto) desde el punto de vista represivo mientras omisivamente
aprueba todo lo demás. Alguien declaró que esa exaltación de la individualidad
de la Plaza lo hacía sentir orgulloso. Nada más certero, puesto que esa misma
falta de conciencia es la única que puede catapultarlo a los primeros planos. Me
es ineludible pensar en las marchas en apoyo a la revolución libertadora, los
gritos clasemedistas clamando por Videla, las palabras de Sarmiento retomadas
por Borges (hoy devenido prócer, nada menos) y el aluvión zoológico que los
asqueaba. Las caras de esa PLaza, eran las mismas. Las mismas que junto al
semi-ingeniero Blumberg se desgañitaban pidiendo por la cárcel para los niños
de diez años.
Bienvenidos
a la cyberideología, donde todos expresan opiniones vacías de contenido,
fundamento y reflexión. Y de paso, pueden escribir con mayúsculas cuanto
desearían que todos los no-caucásicos desaparecieran, como desaparecieron
aquellos que pensaban en una sociedad mejor, hace ya tantas décadas. Y de
nuevo, la farsa computarizada es el aliado más cómodo, que permite el rápido
recorrido por las fuentes generadoras de la ideología repetida con la sencillez
de apretar un botón que los inunde de falsa conciencia.
Bienvenidos,
entonces, a la cybervida.
Bienvenidos
a la cybermuerte.
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