Con relación al 12 de
Octubre.
Epílogo al libro “Alrededor del Ombligo”.
por Alberto Carbone
Uno de los interrogantes
persistentes en América, que el transcurso del tiempo lo ha ido constituyendo
en el epicentro del pensamiento con sensibilidad social, estuvo y aún está
relacionado con una sola pregunta: ¿Qué hacemos con la gente que no es como
uno?.
Para acceder a esa respuesta
deberíamos pensar también:
¿Qué significa ser como
uno?.
¿Por qué hay gente que es
como uno y otra que no?.
¿En qué se basa la diferencia
entre ellos y nosotros?.
Desde hace más de quinientos
años, específicamente desde que los europeos iniciaron la invasión sobre los territorios
que, sorpresivamente o no tanto, iban desvelando al compás de su atípica
expansión, los antiguos habitantes de aquellas nuevas locaciones fueron
ignorados, alejados de toda competencia o derecho, erradicados de sus propias
decisiones.
Sin embargo, aquellos
inservibles e inadaptados, tal como los consideraban, fueron sarcásticamente reservados
para una sola actividad.
Una única prebenda que en
forma premeditada comenzaría a desgranarse y que paradójicamente los iría acreditando
y conceptualizando como seres útiles, al valorarlos exclusivamente con relación
a los intereses efectivos y concretos de los depositarios y ejecutores de la
nueva realidad en los territorios usurpados.
La voluntad de los
afortunados y recientes adquirientes de todo un continente, grande como
inesperado, se iba imponiendo.
Nos referimos a la comodidad
de haber encontrado una cantidad ingente de mano de obra para todo servicio, destinada
únicamente a la resolución de los requerimientos cotidianos de los invasores.
Gente de pueblo
sencillamente sometida y gozada, que se constituyó en la porción significativa
de algún séquito propio o hasta en el típico harén de algún mandamás.
Una cohorte personal que de
manera elocuente y dignificadora, se destinaba a congratular a quienes se
autopercibían desde las antípodas de su origen, con el derecho y el deber de
pisotear las costumbres ancestrales de la novísima región, destruyendo a todos
aquellos que se animaran a envalentonarse contra el statu quo promoviendo
resistencia.
Era la ley del más fuerte y del más apto.
Se procedía de acuerdo con
una evaluación necesaria, urgente y justificadora de las acciones, consolidando
las características típicas de quienes poseían el derecho de mando.
Así se fue redescubriendo e
insertando en el trato para con los indios del nuevo continente, el mismo
axioma que se había utilizado para con los esclavos del mundo antiguo.
La esmerilada y sempiterna conducta de tiempos
inmemoriales, a través de la cual a los sectores sociales considerados
inferiores se les reconocía su condición de existencia si demostraban como
único sentido de sus vidas una vocación de permanente trabajo servil.
La otra impostura promovida contra
los naturales devenida de la anterior, fue la política de imposición como
regla, como conducta y como dogma. Sucedía que si los indígenas no acataban
voluntariamente la actitud de servicio que se les exigía coercitivamente y como
única opción, su negativa los conminaba a luchar hasta morir por sus
convicciones.
Aquel proceder del
conquistador configuraba una actitud propia del privilegiado, que llevaba
consigo siempre y a todos lados su destino manifiesto naturalizado y
garantizado además en las páginas de su Libro Sagrado.
Aldeas íntegras fueron
sometidas. Familias desmembradas.
Pueblos completamente
desposeídos. Culturas arrasadas.
Pero además, aquella voluntad
del Señor y la de los señores, no se hizo efectiva exponiendo en grado sumo la
seguridad de los peninsulares.
Los europeos aprendieron a
proteger sus vidas y haciendas.
El proceso expansivo fue
consumado por medio y a través de la sangre indígena, promoviendo encuentros
bélicos entre pares, entre aldeanos de culturas similares, guerreando ellos con
el objetivo de alcanzar particulares deseos exógenos.
En Centroamérica aquella
circunstancia se vivenció más claramente, la numerosa población aborigen lo posibilitó
sin desearlo y no pudo impedirlo, el sistema de servidumbre se fue expandiendo hacia
los cuatro puntos cardinales.
La peregrina preocupación y
permanente tarea de los ocupantes invasores basada en la lucha del hombre
contra el hombre habían rendido sus frutos.
La tierra, el agua, los cultivos,
el oro, la plata, las construcciones, dejaron de ser el centro de irradiación
del valor de una cultura milenaria, para transformarse en bienes de Capital de
los colonos conquistadores.
El paradigma de la controvertida
organización humana de aquellos seres domésticos con algunas reminiscencias de
vocación humanitaria, justificadas en la cooperación entre aldeas a través del
consenso de algunas y el sometimiento de otras, fue domesticado y pasó a ser
escrito por los vencedores.
El sistema de cooptación y
de cooperación peruano, por ejemplo, que fuera repentinamente abortado después
del descabezamiento del Inca, indujo a que el pueblo extravíe la naturaleza del
compromiso de solidaridad entre las comarcas.
El acuerdo de interacción
que garantizaba una armonía tutelar desapareció.
La razón de existencia del incanato se fue
diluyendo ante el predicamento de la lógica hispana.
El Tawantinsuyo fue herido
de muerte y sus poblaciones destinadas a la servidumbre del nuevo régimen.
En México se padeció un desmembramiento
y una desvalorización similares, proceso cimentado en la demolición y
demonización de las culturas milenarias.
Aquel axioma invasor se
extendió sin importar el nombre de quien lo dirigiera.
Los centros de irradiación sociocultural
amerindia fueron pulverizados hasta un nivel tan bajo que la historia no pudo
reconstruir eficientemente la evolución de los pueblos originarios.
El Cono Sur americano en
cambio, adquirió una impronta diferente.
No existieron allí las grandes civilizaciones
andinas de elevada raigambre cultural forjadoras de sociedades multifacéticas.
Para el momento en que se
produjo el arribo español no se habían consolidado aún las comunidades locales sobre
la base de una legalidad consuetudinaria que garantizara el orden, la armonía y
hasta el equilibrio cósmico.
No había tampoco
estrafalarias ornamentaciones de minerales codiciados, o auténticas fortunas
tesaurizadas con formatos y relieves asombrosos.
Sin embargo, los recién
llegados fueron tropezando con núcleos de organización social dentro de las
poblaciones que iban frecuentando con algunos colectivos más estructurados que
otros, aunque de menores proporciones que los del área andina y muy minoritarios
en relación con su volumen poblacional.
Pero lo que palmariamente descubrieron
los europeos desde el Sur de la actual Bolivia hasta el Estrecho de Magallanes, fue
un desmesurado, un desproporcionado territorio.
Un hallazgo que significó
una diferencia con relación a todo lo observado anteriormente.
Fue aquella enorme vastedad,
que en su mayoría se conjeturó como vacía, la que resultaría posteriormente muy
provechosa para la explotación de la agricultura y la ganadería.
La aventura hacia el Cono Sur
americano se inició desde la ciudad de Lima y persiguió los mismos afanes
confiscatorios de cualquier otro grupo de europeos llegado al nuevo continente.
Al inicio de la experiencia
sureña, la caravana de hombres y animales se involucró con el esfuerzo del peregrinaje
sin acusar excesivos altercados.
Lo más dificultoso del proceso
se puso en evidencia tiempo después de haber comenzado la marcha desde los
llanos de Iquique.
El punto de inflexión surgió
en la mitad del recorrido llegando a orillas del Biobío. La estrategia de
articulación territorial expansionista hizo eclosión en el centro de Chile.
Un sitial significativo que
albergaba una novedad inesperada.
Lo que hasta ese momento había aparecido para
el europeo como una vibrante oportunidad se fue transformando sucesivamente en
un proceso temible.
Empezaba a ocurrir la
multiplicación de los “salvajes”.
Los invisibles emergían ante
la vista de los recién llegados.
Más de cien años padeció el
conquistador rebuscando aquel remanido objetivo. Alcanzar a fuerza de arcabuz
la desaparición efectiva del indio.
Todo aquel inmenso territorio,
de un lado y del otro de la Cordillera, justificaba la presencia española en el
nuevo mundo por la pretensión de obtener la cima de la gloria a través de la
posesión de extensas regiones.
Recónditos lugares que aguardaban para vindicarse
legalmente su basamento en títulos de propiedad.
Extensas heredades que en
soledad, encanto y desasosiego, reclamaban por un poseedor que se dignara a
establecerse para hacer prosperar tremenda riqueza.
Pero, ¿ y la gente?.
¿Alguien se preguntó por
aquella gente que ocupaba ese lugar?.
La América del extremo Sur
fue naturalizada por los conquistadores que habían conocido la muchedumbre y la
organización sociopolítica andina, como un continente vacío. No había palacios,
ni centros ceremoniales, ni ciudades pujantes en pleno bullicio y ocupaciones heterogéneas.
Sin embargo, la vida
transcurría alrededor de otros valores, distintas actividades primordiales,
otras preeminencias.
Aquella circunstancia
trascendente resultaría apropiada y eficaz para comprender el corpus ideológico
de lo que posteriormente se consolidaría con el pomposo nombre de Organización
Nacional.
La Argentina configuraría en
la historia de América un ejemplo arquetípico.
Los conquistadores españoles
homologaron la palabra riqueza con la frase posesión de heredad. Se repartieron
territorio sobre la base de títulos calificados como Suertes de Tierra.
Esos documentos nominativos
fueron distribuidos por los jefes militares y por los funcionarios regios. Sus adjudicatarios,
quienes los acumularon e incrementaron, los extendieron como beneficio
hereditario a sus descendientes.
El transcurso del tiempo
instaló en el territorio a cientos de familias con suficiente capacidad y respaldo
de índole económico, como para constituirse en el centro de atención político.
Como portadores de apellidos
prestigiosos, se erigieron con facultad de opinión sobre los asuntos de Estado.
A partir de entonces se fue
estableciendo una nueva tipificación social. Un patriciado sin títulos
nobiliarios caracterizado por la dotación de riqueza sobre la base de la
producción de la tierra.
Un sector social que podríamos denominar como la
aristocracia del dinero.
A través de aquel criterio
fue conformándose la Organización de la Nación.
Un grupo de decenas de
apellidos constituyeron la base fundacional del país, cuyo territorio, su
heredad, les pertenecía en carácter de propiedad privada.
El reparto y la administración
de la posesión de la tierra constituyeron dos actividades que se instalaron al
resguardo de sus titulares los siglos subsiguientes.
Los herederos de los
conquistadores, sus descendientes, sus parientes más cercanos, las nuevas
familias establecidas en derredor de aquella fortuna basada en la
territorialidad, asentaron el cariz fundacional de la Nación.
Trescientos años después del
establecimiento europeo en América, los acreedores de apellidos ilustres, auto
referenciados como auténticos padres epónimos, decidieron dar por concluidas
sus luchas intestinas estimando que perpetuarlas acabarían por atomizar el
poder político e inducirían a una probable fragmentación de las regiones en
sectores de interés disímil perjudicando sus intereses políticos y económicos.
Entonces optaron por el
acuerdo y por las bases programáticas.
Pocos años después de
celebrar la independencia del continente y consolidados los grupos criollos en
el gobierno del país, los líderes de las nuevas sociedades reglamentaron su
mandato, amparándose en la elaboración de una Constitución Nacional.
Cada Nación celebró su Carta
Magna como un símbolo fundacional y de acuerdo con sus particularidades.
La Argentina, por ejemplo,
evaluó las propias reconociendo el valor intrínseco de sus vastas extensiones
de territorio y consignando su escases poblacional.
La Constitución Nacional de
mitad del Siglo XIX, organizó el territorio como Estado Federal conformado sobre
la base de provincias autónomas. Tres Poderes reglamentaron el orden, el Ejecutivo,
el Legislativo y el Judicial.
Los miembros de la elite
propietaria, las familias latifundistas, se adecuaron a esos tres cuerpos
legales.
Pocos años después de
haberse promulgado la Ley Fundamental, el gobierno dictaminó ampliar los
límites territoriales del Estado Nación, iniciando una lucha de competencia por
la posesión contra el aborigen.
La campaña al Desierto,
ordenada en el gobierno de Nicolás Avellaneda en 1879, desalojó, asesinó,
esclavizó y neutralizó las culturas amerindias, distribuyendo los territorios enajenados
entre las familias que ya eran poseedoras de innumerables vastedades y
repartiéndose a los indios que quedaron vivos como objetos de uso.
Esas regiones contribuyeron
a ampliar la superficie cultivada y de explotación ganadera, el procedimiento
por excelencia adoptado por la elite latifundista, actividad conocida con el
nombre de expansión de la frontera agrícola, que se dedicó a incrementar la
producción para ofrecerla al mercado externo.
El recurso económico de la
tierra se consolidó desde entonces como el instrumento indispensable para
equilibrar la balanza de pagos y el nivel general de la política económica
nacional.
El país se dividió en dos
grupos bien definidos con intereses contrapuestos.
Un sector poseedor e instrumentador de las
decisiones de política económica y social más importantes de la Nación y otro
ligado al trabajo e instalado durante los primeros años en el campo, con
carácter de brasero, campesino agrícola y posteriormente, al compás de la
inversión urbana en la industria fabril, como trabajador asalariado de las
incipientes industrias.
Ambas inversiones
productivas, la rural y la urbana, se fueron estableciendo al amparo del
capital destinado para su evolución, dinero invertido en los dos casos por la
elite, el sector de contralor de los resortes económicos y de las decisiones
políticas.
El incremento de la
producción agrícola se precipitó y fue en ascenso continuo, posteriormente los
excedentes devengados de aquella actividad se fueron volcando en forma
paulatina en la generación de la industria fabril urbana, sobre todo durante
las épocas en que el mercado externo se mostraba sufriente, alicaído, clausurado,
producto de algún colapso significativo, tal como sucediera efectivamente con
las dos guerras mundiales y con la caída de Wall Street.
Con el mercado mundial en
retroceso, el rol del Estado se interpuso a la debacle e insufló de Capitales
el sistema productivo, configurando el rol de máximo influyente sobre las
inversiones locales para sostener con vida al mercado interno.
Ese fue el origen del
Proceso de Sustitución de Importaciones.
Durante aquel ciclo
histórico, que se inició en la década de 1930, se fue estructurando la impronta
actual de la economía argentina de carácter diversificado.
Aquella característica
diversa relativa a la inversión productiva, jamás fue del agrado de la elite
agropecuaria, quien hubiera preferido mantenerse ajena al proceso industrial
urbano en razón de que los beneficios percibidos por el agro, debido a la
demanda constante del mercado externo, cubrían con creces sus expectativas de
crecimiento patrimonial.
No debemos olvidar que la
Argentina poseía y aún mantiene ventajas comparativas con relación al resto del
mundo en función de la superficie sembrada y el rendimiento de lo producido.
Aconteció que debido al
colapso del flujo de intercambio económico mundial, los mentores del proceso
económico nacional se vieron obligados a ser creativos y a recurrir a sustituir
por producción nacional aquellos artículos que no ingresaban a través de la
importación. Esa circunstancia generó la demanda de mano de obra fabril de
carácter urbano y potenció el surgimiento de las pequeñas y medianas empresas.
El proceso de diversificación de la
economía que experimentó la Argentina no fue voluntario ni deseado. Ni por los
productores locales, ni por los interesados inversionistas extranjeros.
Por comparación con el resto
del continente, deberíamos tener presente que la base de la economía de los
cuarenta países de América Latina y el Caribe se fue consolidando a través de
los años por el proceso monocultivador. Un modelo de crecimiento estrechamente
ligado a los intereses de las políticas de los Estados centrales, que cimentan
su equilibrio económico y productivo, recurriendo a los países periféricos con demandas de algún recurso extractivo
necesario para su propio desarrollo.
Aún en la actualidad, son solamente
tres los únicos países del área latinoamericana que poseen su economía
diversificada, México, Brasil y Argentina, el resto del Continente se
caracteriza por la especialización.
La población autóctona,
mientras tanto, fue sobreviviendo dentro de los márgenes que le permitió una
realidad económica y social que absolutamente no hubiese elegido y que palmariamente
no hubiera esperado vivir.
Así, actualmente sucede que los
pobres de la tierra constituyen en la
aún joven América una significativa paradoja.
Por antonomasia, por derecho
consuetudinario, por evidente relación directa con su lugar de origen, son los aborígenes
de la región quienes deberían imponer razones suficientes para que se los
valore como naturales poseedores del territorio que habitan y habitaron desde
tiempos inmemoriales.
Sin embargo, aquella
construcción racional fue mutilada, abolida y defenestrada por quienes sucedieron a los primeros
colonizadores europeos y por los que continuaron con aquella premisa
fundacional.
Después de algo más de quinientos años,
quienes deberían ser legítimos herederos de la tierra y dueños del derecho a
decidir qué hacer sobre ella, son empobrecidos, desgastados culturalmente,
desnaturalizados y permanecen con escaso o ningún derecho a seguir subsistiendo.
Una circunstancia que como
expresáramos, se ha consolidado como un hecho paradojal.
Porque las repúblicas
modernas instauradas en el territorio aborigen americano, son hijas legítimas
de la Nación que les diera vida pero esa nacionalidad fue en verdad estructurada
a través del entendimiento entre las familias propietarias, herederas de los
conquistadores y de los posteriores inmigrantes europeos, quienes arrebataron
por medio de la violencia, la devastación, el ultraje y el genocidio, el
territorio ancestral a las comunidades autóctonas del nuevo mundo.
Comunidades nativas
originarias para quienes la tierra posee aún hoy un significado preponderante
en sus costumbres y creencias.
Los actuales Estados nacionales,
se apoderaron de los remotos territorios y los consignaron y definieron como
tierra fiscal. Andando el tiempo los fueron liquidando o traspasando por venta
al mejor postor.
De tal manera que
beneficiaron económicamente con aquella tierra enajenada a los sucesivos
herederos peninsulares y a algunos inmigrantes que se fueron estableciendo con
dinero suficiente.
Mientras tanto, para los
aborígenes, no admitieron legitimidad de derecho.
Los constitucionalistas más
garantistas continúan reclamando modificaciones de sus preceptos y valoraciones
en las Cartas Magnas de cada Nación americana, una imperiosa necesidad de
incluir en el articulado un reconocimiento al derecho de posesión territorial
para esos pueblos, que deberían reconocerse como culturas preexistentes,
enumerando todos sus derechos.
Pero además debería establecerse
en calidad de indispensable el deber de cumplir y respetar lo que
específicamente refiere la Ley Fundamental, en virtud de que existen
consideraciones que se encuentran taxativamente consignadas y de las que se
hace caso omiso.
El propósito de cualquier
país no puede estar restringido a los intereses de un sector social, en
particular cuando verificamos que el grupo del que hacemos referencia
constituye el núcleo más importante a nivel económico, que durante los últimos
doscientos años ha decidido hacer de sus intenciones particulares los objetivos
trascendentes de la nacionalidad.