El Silencio de los Inocentes
por Alberto Carbone
El país agrícola que pretenden los latifundistas no es
una Patria, es un territorio de pocos para algunos. Vastas extensiones donde la
gente sobra. Donde los poseedores juergan, se reproducen poco para no repartirse
la ganancia en muchas manos y no comparten nada, porque todo les corresponde.
Los humildes, los trabajadores, sus hijos y nietos,
pertenecen por definición a lo infame, a lo odioso a lo execrable. Pero ellos
saben que a pesar de ello tienen la obligación de tolerarlos, porque esa masa
indigna es la que compone la mano de obra barata e insustituible para la
consecución de sus objetivos.
John William Cooke, uno de
los más importantes intelectuales argentinos surgido de la cantera nacional y
popular expresó como definición del proceso movilizador que emergió en nuestro
país a partir del 17 de octubre de 1945:
“El Peronismo es el hecho maldito del país
burgués”.
¿Qué intentó significar con
estas palabras este hombre devenido de los sectores medios y altos de la
sociedad, de formación universitaria, de familia ligada al servicio exterior de
la Nación, de gustos refinados, de costumbres políglotas?.
El Bebe Cooke trató de graficar
con su síntesis, la consternación rebelada por aquel sector de elevada condición
social que hasta ese momento se autoerigía como ostentador de todo el universo
nacional y que subrepticiamente, casi a mitad del Siglo XX, comenzaba a
percibir una sensación de despojo de sus facultades como si se tratase de una
enajenación. Una abrupta intromisión en sus derechos, sobre la base de diversas
actitudes que le coartaban su máxima singularidad, su razón de ser, su
particularidad más arraigada: la posibilidad de disponer de medios, bienes y
personas, dentro de un territorio que consideraban que les pertenecía.
Este modelo de país
originado desde ese grupo de poder para sí mismo, permanece y en la actualidad
configura la grave tragedia que encierra todavía aquella trama obtusa, torpe,
necia, con la que se enhebró el guión fundamental del universo nacional, el
nuestro, pergeñado por un grupo de propietarios, interesados en que sus
posesiones les garantizaran a ellos, a su prole y a su sucesión, los beneficios
económicos imprescindibles para sostener el control político de su heredad por
los Siglos de los Siglos.
Por eso la Constitución
Nacional se premeditó, fue expedita y aviesa. Combinó graciosa y armoniosamente
ambas necesidades urgentes, la configuración de una Nación y los requerimientos
del sector económico más significativo de la época.
Por ello también y
paradójicamente, el General San Martín fue enarbolado como Padre de la Patria.
Un país edificado, disputado y construido a caballo requería de un jinete capaz
y decisivo con ínfulas libertarias. Por presión de Bartolomé Mitre, la cucarda
recayó en San Martín, era justo y necesario, había fallecido en 1850, tres años
antes de que se constituya la Argentina como tal. Ese nuevo país que se
pavoneaba con su raíz oligárquica y centralizadora, con su personalidad
exclusivista y discriminadora, con su decisión delimitante y elitista que
dictaminaba que aquellos reducidos grupos de pudientes de elevado rango
económico, se elevaran a la calidad de voluntariosos representantes de los
valores de la argentinidad.
Todas notas esenciales que
el mismísimo Gral. San Martín no hubiera destacado como propias y que
seguramente tampoco hubiera seleccionado jamás como características del país
que estaría obligado a patrocinar sin saberlo.
Pocos años después llegaron
los inmigrantes a poblar este desierto inconmensurable, vacío y ansioso de
constituirse en base a títulos de propiedad.
Europeos desconsolados, de
manos prestas y vacías, racimo de gente por millones, deseosos de construir un
futuro vedado en sus países de origen.
Durante el último tercio de
Siglo XIX, la elite cerró filas detrás de Sarmiento y Avellaneda.
Pero la embestida había
comenzado en 1862.
El general Bartolomé Mitre
había iniciado la consolidación del proyecto conservador. El objetivo radicaba
en afianzar a las elites provinciales en sus zonas respectivas, dirigidas por
la supremacía y el control porteños y pergeñando la desaparición absoluta de
los gauchos y de los indios.
Los primeros porque
participaban de la sangre de los blancos, quienes habían humillado salvajemente
a las mujeres indias, no fuera a suceder que a alguno se le ocurriese reclamar
herencia.
Los segundos por ser escasos
como mano de obra y por ser resistentes a las imposiciones de quienes se
autoproclamaban como los dueños de la tierra.
Mal que mal, después de la
destrucción del Paraguay, lucubrando una guerra vergonzosa y humillante para la
argentinidad y al compás de la profusa
propaganda nacionalista orquestada por el Presidente de la Nación y fundador
del Diario La Nación, se depositó la confianza del control político en Domingo
Faustino Sarmiento, quien a partir de 1868 continuó la masacre contra el sector
popular y seis años después designaría como su continuador a Nicolás
Avellaneda.
Entre 1874 y 1880,
Avellaneda le garantizó el bienestar y la seguridad jurídica a las familias
bien, como la propia, al compás de tres leyes que trascenderían con su
apellido: La de Educación Común N° 1420, la de Inmigración, para incorporar
voluntades del campesinado europeo a la extensión agrícola y la de Tierras,
promoviendo la repartija de fundos en propiedad para quienes desearan afincarse
y producir en las fértiles y recientes comarcas conquistadas al indio.
Este último proyecto fue
inhibido por la elite terrateniente. Los genuinos y respetabilísimos fundadores de la Patria de
1853, no concebirían que pequeños propietarios arruinaran la promoción
latifundista.
La tierra no fue asignada a
quien la trabajase sino consignada para aquellos quienes la acumularían como un
bien económico que se destinaría a la especulación.
La masa obrera, silenciosa,
expectante, inocente, participaría resignada en carácter de mano de obra como
factor de producción para los intereses de la elite.
A partir de entonces los
propietarios de miles de hectáreas de territorio configurarían un eficiente
polo de poder político, como auténticos dueños de la producción generadora de
la mayor cantidad de divisas para el país.
Para la época del
Centenario, la Argentina formaba parte de los primeros diez países del mundo de
más alto PBI. Pero la distribución de la riqueza explicitaba los guarimos
reales y la gran mayoría de los pobladores solamente trabajaba para recuperar
su fuerza de trabajo, vivía para alimentarse, mientras los poseedores de los
títulos de propiedad de la tierra acumulaban cuantiosas ganancias y exteriorizaban
enormes diferencias con la inmensa mayoría proletaria.
A mitad del Siglo XX, el
Peronismo empoderó a millones de humildes que comenzaron a advertir que su vida
también valía algo.
El establecimiento del
Estado de Bienestar montado por Perón a partir de 1943 desde la Secretaría de
Trabajo y Previsión fue orquestado sobre la base de varios Decretos Leyes que
le otorgaron dignidad a la actividad laboral y promovieron la aparición de
agremiaciones entusiasmadas en defender esos derechos recientemente
conquistados.
La justificación de ese
cambio político había sido la proliferación de pequeñas industrias y talleres
urbanos promovidos desde el gobierno de Agustín. P Justo a partir de 1932 y
derivados en la falta de trabajo como coletazo de la crisis internacional de
1929, factores que condicionaron a regañadientes al ministro de Economía de la
época Federico Pinedo, a promover la Sustitución de Importaciones.
Diez años después, el
entonces coronel Perón estudió aquella realidad socioeconómica que Pinedo había
proyectado para apenas un tiempo prudencial y le dio otra lectura.
El 17 de Octubre de 1945, la
inmensa masa anónima, la múltiple, diversa e inocente voluntad de hombres y
mujeres de trabajo se puso en movimiento. Se manifestó, ganó las calles y emitió,
al calor multitudinario, un voto unánime.
El país fundado por una
elite interesada en su propio patrimonio hacía agua.
El esquema tradicional del
país de pocos para pocos se eclipsaba al conjuro del reclamo inminente de
aquella diversidad invisible, que jamás se había expresado, pero que ante la
aparición de un liderazgo tan imprevisto como oportuno, se derramaba unánime en
defensa de lo que aprendió que merecía.
Dicen que a veces la
historia suele repetirse. Yo creo que no. Creo que hoy los invisibles, los
inocentes testigos forjadores de una mejor calidad de vida para unos pocos
saben que existen, se reconocen entre ellos y han aprendido que sin ellos no
existe la Patria.
Creo además que los
liderazgos políticos se renuevan y que ante la cruel disparidad de beneficios
que traduce la grieta cotidianamente en favor de los dueños del Capital
concentrado, los humillados de la historia terminarán reaccionando.
Los trabajadores saben que
aquella personalidad que lidera las voces que traducen sus reclamos debe
liderar también una transformación urgente y necesaria.
Una transformación clara y
evidente, sin ambages, que le dé al César lo que es del César, a Dios lo que es
de Dios y a los Trabajadores lo que les corresponde a los Trabajadores.
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