Al pie de la
bandera sacrosanta.
… unidos por el
amor de Dios, juremos defenderla con honor…
por Alberto Carbone
del libro: “La
Nomenclatura del tío Adolfo”
No Fito. ¡No! la tragedia política nacional es
absolutamente endémica e inmemorial, circula por nuestras venas y se patentizó
desde los orígenes de la Patria.
Los diversos intentos de
solución a las convulsiones políticas sucesivas, que en cada caso se
presintieron definitivas e irrevocables consistieron en bregar en el esfuerzo
por enmendar los desbarajustes gubernamentales heredados, ininterrumpidos y
continuos, monitoreando cada acción con el objeto de que no se verificase una
conmoción social.
En cada una de aquellas
instancias, que infelizmente desbocaron el andamiaje legal de la Nación
alborotando el normal ejercicio de las instituciones, las fuerzas armadas
tuvieron que hacerse del control de las decisiones de gobierno.
¡Ojo! Me estoy refiriendo y
explicitando a una condición sine qua non.
¡Un proceso apodíctico que
nos acontece y reincide en la historia desde antes de que se constituyera el
país!
Acordate de la frase tan
remanida y que sin embargo a tantos individuos les lastima y atormenta aún hoy
reconocer. … ¡El ejército nació con la Patria!
Una charla inesperada entre
ambos, que como sucedía en cada oportunidad derivaba en un punzante monólogo
del viejo tío que inundaba con o sin autorización los oídos del sobrino Fito,
como así le satisfacía nombrarlo a Don Adolfo.
Alfredito había tenido que
regresar intempestivamente de un viaje a Mendoza.
En plena ruta recibió una
llamada telefónica por la cual le advirtieron que el tío estaba descompensado.
Había sufrido una lipotimia en la oficina central de la empresa “Tehuelche” y
lógica e inmediatamente lo remitieron al nosocomio en ambulancia.
No estaba grave. Una vez estabilizado
lo instalaron en una sala individual del hospital militar sólo por precaución y
en orden con los diversos estudios ordenados por el médico especialista
cardiovascular. Allí alojados permanecían, juntos en soledad departiendo,
disfrutando de aquella conversación unívoca a través de la cual, apoltronado
sobre la cama del cuarto, con toda naturalidad, el tío le suministraba al
sobrino, quien aceptaba en silencio aquellas aseveraciones a sabiendas por
supuesto de que todas estaban destinadas a su exclusivo bien.
Mientras tanto, aguardaban
entre distendidos y cautos que de un momento a otro los responsables médicos
dictaminaran el alta de quien durante toda su vida supo proclamarse como un
hombre seguro de sí y convencido tanto de sus acciones como de sus
determinaciones.
¡Es la presión Fito! … ¡Me
tengo que olvidar del chorizo a la pumarola!
¡Entonces empezá por
calmarte tío! ¡Ya estás otra vez hablando de política a los gritos, con la
efusividad incontenida!
¡No te puede hacer bien, no
te conviene por la salud, tío! ¡Charlemos de fútbol!
¡No! Dijo el viejo con una
sacudida, recuperando el espasmo.
¡De Independiente ni
hablemos! ¡Por favor!
El sobrino le respondió
entre risas. ¡Qué contradicción infinita la tuya!
¡Te ponés como loco contra
el comunismo, pero sos hincha de los “diablos rojos”!
¡No Fito, no! ¡Fanático soy
y seguiré siendo de la única institución nacional que palpita con el corazón de
la nacionalidad!
¡Pensá un poco respecto de
lo que te estoy contando! ¡Por favor!
La historia de nuestro país
posee un estigma congénito.
Un desorden institucional
que en definitiva aparecía como irreversible y que a sabiendas de ello, el
sentido común comenzó a reclamar en forma imperiosa la realización de todo tipo
de esfuerzos para intentar torcer, vencer, cancelar semejante oprobio.
Durante las primeras épocas
del país, aquellos años inmediatamente posteriores a la independencia, cuando
palmariamente parecíamos condenados a la dispersión política, a la
fragmentación, al lastimoso desgajamiento, motivado en el espasmo que sacudía
la realidad que promovían las autonomías provinciales, se fue evidenciando y
naturalizando ante la mirada de los miles de ciudadanos de entonces un
territorio desgajado y vacío virtualmente atomizado y desgarrado por las luchas
intestinas.
De aquella época es la
“madre del borrego”.
Las tremendas exigencias que
bregaban por la consolidación de los virtuales Estados provinciales
imposibilitaban el único logro que debería haber sido de interés general: la
consecución de la unidad nacional.
Después de la batalla de
Caseros se redefinió el concepto de argentinidad.
Fijate que el ejército
argentino es muy claro y preciso en la formulación de su ideario. Propugna por
el sostenimiento de la interpretación histórica del concepto de nacionalidad
con la denominada “línea Mayo-Caseros”
En aquellas dos coyunturas
forjadoras de nuestra idiosincrasia, Mayo en 1810 y Caseros en 1852, bramó el
ejército por la defensa irrestricta de la integración nacional, contra
cualquier otra justificación que se hubiera intentado imponer y por
consiguiente, se ensimismó por el logro victorioso de la unidad, jurando con
valor, lealtad, coraje y patriotismo, al pie de la bandera sacrosanta.
Casi cien años se extendió
aquel proceso reivindicador por la defensa de nuestros principios y valores.
Pero claro, por la presión ciega, necia y corrompida de las generaciones
sucesivas se fueron adoptando ideologías y modelos de vida, que aún en la
actualidad podemos observar lamentablemente que redundan en expresiones y
actitudes absolutamente ajenas a nuestras costumbres y creencias.
Esa situación consiguió
afincar la simiente extranjerizante, el “verbo maligno”, la degradación
primordial de los sentimientos nacionales.
Ya se había introducido en
el país algún tipo o especie de fundamentalismo ideológico foráneo desde
comienzos del Siglo XX, pero sin ninguna duda la debacle o corrosión definitiva
fue orquestada a partir de la aparición del peronismo consolidado en el
gobierno.
Con una pertinaz mixtura
entre la extraña intromisión ideológica de cuño europeo y la falsa defensa de
los intereses de la Nación, esa malhadada corriente política cooptó el fuerte
apoyo de los incipientes sectores sindicales a fuerza de compensar su
patrocinio dispensando dádivas, favores, ventajas, limosnas de toda laya
disfrazadas de derechos civiles y de dignidades laborales.
La embestida farsante,
ordinaria y farandulera se extendió en el tiempo durante aproximadamente diez
años.
¡Te imaginás quien llegó al
rescate de esa afrenta! … ¡El ejército argentino!
¡Pero tío, que yo sepa fue a
tenor de represión, de asesinatos, de proscripciones e incluso hicieron
desaparecer gente! Le exclamó Adolfito que hasta ese momento no había podido ni
intentado emitir opinión.
El tío entonces bramó.
¡Es que había que terminar
con Perón! …
¡La “perona” se había muerto
sin ayuda, pero el traidor, cobarde y dictador sanguinario pretendía
perpetuarse en el poder!
¡Fue por eso mismo que se
decretó prohibir al régimen!
¡Una decisión que se
extendió en el tiempo por casi veinte años!
Sí. Lo sé, le contestó el
sobrino, y se apuró a agregar por temor a ser interrumpido:
¡Pero en el año que le
levantaron la inhibición, el peronismo volvió a ganar las elecciones!
Don Adolfo le arrojó una
mirada lastimosa y exclamó a boca de jarro:
¿Ves? ¡Es lo que te digo yo!
…
¡La confabulación endémica!
¡Una epifanía! contestó elevando los brazos al cielo.
Pero inmediatamente completó
la idea:
A partir de aquel entonces,
dijo admonitorio y aleccionador, cada acontecimiento que se sucedía empeoraba
el anterior.
Los obreros industriales se complotaron contra quienes
les daban trabajo.
Los estudiantes universitarios se sublevaron contra
sus autoridades formales, los adolescentes de las escuelas medias comenzaron a
reclamar por supuestas indignidades e injusticias padecidas por ellos coreando
consignas vacías o frases estigmatizadoras, hirientes y obscenas, contra
líderes de opinión, dignatarios de la iglesia, empresarios y adultos en
general.
Los villorrios habitados por los sectores más humildes
de la población y radicados alrededor de las grandes urbes se soliviantaron,
reclamando por servicios de cloacas, de luz, de gas, por parquización, por
restauración y mejoras edilicias, por pavimentación, en fin. Cada quien
interpeló al gobierno por aquellos reclamos que consideraba que le
correspondían, pero resultó ser que el acceso al financiamiento de todas y cada
una de esas cuestiones se evidenciaba como altamente improbable.
A todo lo antedicho, debemos
consignarle la aparición de organizaciones armadas autónomas, de extracción
civil y de radicación urbana, que pugnaron por reivindicar lo que definieron
como justicia por mano propia.
Los sujetos participantes,
los individuos que conformaron aquellos nucleamientos, fueron reclutados
entonces de entre aquellos sectores sociales que exaltados batallaron por
configurar otra realidad política social en la cual sus pretensiones estuvieran
garantizadas a costa del usufructo de los beneficios económicos lógicos y
legales de quienes estaban en una mejor situación por haber edificado sus
excelentes niveles de vida en razón al mérito de su esfuerzo y por su trabajo
de toda la vida.
Un verdadero combo dinámico,
multifacético, improvisado y desalmado, que llegó a su clímax con el
fallecimiento del propio Juan Domingo Perón. ¡Del mismísimo presidente de la
Nación!
A partir de entonces el país
volvió a perder la brújula, que a decir verdad jamás había consolidado.
Nuevamente se desencontraba y extraviaba su destino, su objetivo racional,
cultural y lógico como Nación.
¡Tío, me estás describiendo
un punto crítico exacerbado!
¡Parece la historia de un
país al borde de una crisis terminal!
El viejo lo miró a los ojos
con cara apesadumbrada y recubierto por un pasmoso silencio.
Estático, frío y demudado,
ensayó una expresión improvisada con una prodigiosa naturalidad.
Así, sorprendentemente
calmo, envuelto en ese estado de impostación y convencido de su pensamiento,
aseveró en voz muy baja:
¡Estábamos al borde de la
disgregación!
Entonces, recobrando sus
ínfulas innatas, su justificado carácter de orgullosos bríos, de calores
fascinantes e inauditos, le espetó en voz alta casi exacerbado:
¡Sabés entonces qué sucedió
sobrino?...
¡Las fuerzas armadas
hicieron el milagro!