Lautaro
por Alberto Carbone
El día despuntaba. Un inmenso horizonte había encendido con su luz los
últimos resquicios de una noche sin luna, esmerilada y resplandeciente por
influjo del centelleo de su enjambre estrellado. Esa claridad y placidez del verano
que discurría jornada tras jornada compitiendo con la monotonía y el letargo
que se sucedían, aparecía una y otra vez cada mañana. Los muchachos más jóvenes
sobre todo, muy lentamente se iban acostumbrando a copiar los pasos de sus
padres, salían temprano de la aldea acompañándolos y desarrollaban junto con
ellos las actividades cotidianas de la caza y de la pesca. Los otros, los
mayores, por el contrario, se quedaban en la considerable estancia planificada
como aldea, empecinados en la reparación de alguna ruka o de algún que otro sendero, familiarizándose con prácticas
que compartían con todos los vecinos.
Pero Leftraru no. Saltaba de la cama, se precipitaba hacia el exterior
de su morada y suavemente se iba desperezando. Mirando el sol que lo inundaba
todo, sumergido en aquella luz abarcadora, rearmaba sus retazos nocturnos y volvía
a descubrir su mundo.
Nadie jamás hasta ese entonces lo había entusiasmado para alguno de
aquellos menesteres que ejercitaban los otros weñi. Con apenas once años recién
cumplidos estaba en la mitad del camino, entre desembarazarse del ambiente
festivo de la infancia y comprometerse con la faena que realizaban los muchachos
y los adultos. Poco faltaba en realidad para que tuviera que responsabilizarse
de esas actividades que frecuentaban los adolescentes, pero todavía estaba muy
cerca de la edad de los juegos, los paseos, las improvisaciones.
Los chicos de su edad corrían por la orilla del río, se escondían entre
los arbustos, arrojaban piedras al agua y a los pájaros. Para aquella actividad
Leftraru era un chico más, pero para el resto de sus quehaceres se regía por
otro patrón de costumbres. La razón la evidenciaba el hecho de que su padre era
nada más y nada menos que el cacique de la comunidad y consecuentemente toda su
familia sobresalía del resto de los pobladores.
Los principales, los caciques, los destacados socialmente, tenían la obligación de dedicarse a las
actividades típicamente administrativas o de índole socializadora, consagradas
a la participación de Lonco como moderador de reuniones de los vecinos más
considerados, caracterizados por su edad o por la tipicidad de sus labores
dentro de la organización social.
Así y todo, Leftraru no dejaba de ser un niño y volvía a levantarse de
la cama cada día, con la misma desenvoltura que lo caracterizaba desde que
había nacido, contrastada por la fluidez que le dio su nombre. En su idioma, el
mapudungun, con la palabra lef se describe al pelado, al calvo y traru significa
veloz. Este joven aborigen, a quien el tiempo y los avatares de la vida le
depararían un futuro singular, de muy niño se había identificado con ambas peculiaridades.
Era un peladito rápido para desplazarse y muy dúctil también para aprender cada
nueva actividad.
Curiñancu, su padre, era el cacique de la región de Ñuble en la zona del
Biobío. Cuando Pedro de Valdivia llegó al lugar, el líder mapuche se
desconcertó. No esperaban allí a ninguna persona con aquellas características
fisonómicas y no necesitaban tampoco de gente nueva que cargara con novedosas
revelaciones que implicaran una imposición sobre las costumbres y la vida
cotidiana de los nativos.
El pueblo chileno sabía lo que había que saber. Los extraños visitantes,
llegados de improviso junto con desconocidos animales y un sinnúmero de hermanos
aborígenes acompañándolos, quienes cumplían con una función lamentable y
lastimosa, transformados en la carga de avanzada bélica de aquellos invasores, no
obtendrían lo que reclamaban como si se tratase de algo propio.
El territorio era del pueblo y el pueblo era la gente de la tierra y consecuentemente
defendería su lugar ante los reclamos perfilados de aquel grupo o de cualquier
otro conformado por un enjambre de forasteros estrafalarios.
Para incorporar particularidades de carácter exótico, los mapuches
tenían para abrevar de sus propias historias.
Trewaco era una zona cautivante, hija dilecta de la región del Biobío, montañosa, rica en tierras de labranza, colmada
de vegetación y hasta poseedora de una laguna encantada, que conservaba una
leyenda cautivadora trasladada de generación en generación.
Los antiguos pobladores referían que en determinadas situaciones y bajo
específicos influjos, su inmenso caudal de agua descendía hacia el mar. Aquella
vicisitud ocurría ocasionalmente y sólo ante el conjuro de los versos
improvisados por una hermosa y joven mujer. En el centro de la laguna vaciada, aparecía
entonces, recostado y como aguardando a su amor, el trewaco, que para mayor complicación
en esto de interpretar leyendas, era descripto como un esbelto animal de pelaje
negro semejante a un perro y con cabeza de pez. Un sofisticado personaje, habitante
del centro de la laguna que se aparecía convocado por la mujer. En primer término
se saciaba de la belleza de la joven, para luego reclamar imperativo el retorno
del agua desalojada, promoviendo el reingreso de los afluentes por medio de
aullidos, mientras se reinstalaba nuevamente en el centro del lago para
permanecer cubierto en lo profundo hasta la próxima visita.
Hasta aquel bardo llegó Pedro de Valdivia con sus huestes.
Se adentró hasta las más próximas posiciones aborígenes y desde allí
reclamó el territorio, la producción de la tierra, los recursos humanos, que
por propia iniciativa transformaría en yanaconas y por supuesto, todo el oro
que fuera menester.
Leftraru. Hijo de Curiñancu
La respuesta de Curiñancu, o águila negra, tal su nombre en mapudungun, fue violenta pero no improvisada. Reunió a las
gentes principales de su colectividad y juntos resolvieron que las
determinaciones colectivas se destinarían a erradicar las intenciones abruptas
e imperativas de los visitantes. Desde el principio de las exigencias de los
peninsulares, los aborígenes coordinados intentaron erradicarlos, expulsarlos.
Los españoles habían organizado un vivac de miles.
Una auténtica toldería propia de un antiguo ejército romano. Un reducto
cercado por una muralla humana, enmarcado por un espacio central y guarecido,
útil para sitio habitación del Adelantado. Asentados allí, en las afueras de la
aldea, aguardaron que los mapuches comprendiesen la nueva realidad, la aceptasen
y se avinieran a admitir el dominio de los invasores.
Los guerreros chilenos no accederían a ninguna bravuconada o intención
que los precipitara a modificar su realidad, su estilo de vida, su cultura. La
decisión de los nativos fue la de arremeter contra los invasores a tambor
batiente, con palos, con lanzas, atropellando con el cuerpo y trenzándose en
lucha frente a frente. Pero los soldados
de Valdivia sortearon la embestida.
Los aborígenes resistentes fueron doblegados por el poder de fuego que
llevaban los españoles, fueron atravesados por sus hierros, fueron apisonados
por sus animales, desgarrados, abrumados, destrozados.
Horas después de finalizada la faena, el Adelantado tomó una decisión
que claramente definiría su personalidad, una resolución intrépida y audaz. Una
sentencia brutal e impune, que el propio Valdivia no sabía hasta donde
redundaría en el futuro como justificación para comprender lo que sería su propio
calvario.
En primer lugar ordenó rebanar los dedos de los pies de todos los
principales de la comarca, en especial los del cacique y su familia.
A partir de aquella decisión, los españoles, muy afectos a la
implantación de motes y apodos, comenzarían a reconocer toda la zona en la cual
estaba emplazada la aldea con el nombre del Valle de la Mocha. Posteriormente, el
firme ejecutor y comandante irredento, resolvió llevarse consigo un premio a su
satisfacción. Dispuso el secuestro del joven Leftraru de su hábitat natural, a
quien decidió perdonarle el sacrificio de sus dedos, con la excusa de que a
partir de entonces lo acompañaría en sus correrías cumpliendo el rol de paje,
secundándolo para todo menester, como si a través de su vida se estuvieran
describiendo las andanzas de un caballero español con su sirviente, triste
emulador de Don Quijote de la Mancha.
Una ecuación que lo describía y lo definía a su usanza, caracterizándose
a sí mismo como un valiente conquistador con aspiración de reconocimiento
epónimo.
Durante seis años compartiría el jovencito las peripecias de aquel
atribulado caballero andante, quien a pesar de sus méritos y victorias, de sus
variados triunfos y escasas derrotas, se sentiría sólo y apesadumbrado, en una
tierra hostil de la que solamente esperaba consolidarse para establecer su propia
justicia y sus beneméritos principios.
Muy joven y en pleno cambio entre la niñez y la pubertad, el niño
recibió su primera imposición con la variación de su nombre.
Un tema recurrente entre los invasores era la implantación de la pira
bautismal, una acción que en sí misma no solamente efectivizaba la
incorporación a la grey católica sino que también imponía un apelativo castizo
al recién ingresado.
No sólo para mayor facilidad de expresión de los castellanos, a quienes
se les dificultaba la pronunciación de su nombre, sino además por propia satisfacción
y beneplácito del conquistador de Chile, Leftraru pasó a llamarse Lautaro. Más
aún, teniendo en cuenta la época y el año en cuestión, se le impusieron dos, el
primero fue el de Felipe, en honor al hijo del Rey Carlos I, que además se
constituiría en el sucesor del trono español pocos años después.
El gran líder del pueblo mapuche.
Domesticador del caballo
El joven Lautaro fue aprendiendo poco a poco la usanza española. Por
ejemplo a convivir con el caballo, ese
animal extraño y desconocido, factor de las primeras sorpresas entre los
naturales. Aprendió a montar, a prepararlo para los lances belicosos, a
alimentarlo. Incorporó también las muchas o pocas tácticas que los
conquistadores habían traído de Europa. La economía de recursos, la
factibilidad del uso de alguna estratagema en plena contienda, la disposición
de las huestes en el campo de batalla, los tiempos que debían utilizarse para
la carga de caballería o para la agitación convulsa de la retaguardia.
Marcos Veas, un muchacho español de su misma edad y también asistente de
Valdivia, le enseñó la gran mayoría de aquellos recursos y lo familiarizó con
la lengua castellana.
Así pues, acontecería, que todo lo que fue aprendiendo sobre el terreno,
posteriormente el joven guerrero lo compartiría como normativa con su propia
cultura, junto con el recelo y el odio a los peninsulares, cuestiones que se
iban acreditando poco a poco como parte de sus sentimientos, al conjuro de la
sucesión de batallas emprendidas, territorios anexados y asesinatos sucesivos.
Entre los meses de febrero y marzo de 1550 tuvieron lugar dos batallas
significativas para el muchacho y para la posteridad de Valdivia. La batalla
del río Andalién y la defensa del asentamiento de Penco, donde se fundaría la
ciudad de Concepción.
Las atrocidades orquestadas por los españoles, el ensañamiento proferido
a los cuerpos de los prisioneros, las actitudes lacerantes y lascivas, hicieron
eclosión en la personalidad del joven, quien observaría las dantescas escenas y
se iría armando de coraje para premeditar el escarmiento.
Los guerreros indios eran salvajemente mutilados. Se les hacía extender
la mano derecha y a golpe de hacha se la rebanaba. Luego se dejaba en libertad
a los desgraciados para escarmiento del resto de la población.
Cuentan que el Lonco Galvarino, valiente y bravío, les extendió la mano
izquierda luego de que le hubiesen profanado la derecha. Los españoles, que
observaron su gesto adusto, su postura serena, su tranquilidad de espíritu
desembarazada de dolor o apenas manifestado, cruzaron las miradas e
inmediatamente procedieron a cortarle la otra.
En silencio y erguido sobre sus pies a pesar del tremendo dolor, alargó
su cuello inclinándose sobre sus torturadores, para que de un solo golpe
acertaran a darle término a su vida. Por el contrario, así como con el resto, los
castellanos procedieron también a liberarlo.
Un año más demoró Lautaro en tomar la decisión. Concepción era una
ciudad orgullosamente castellana y el muchacho sobrevivía ausente de sus
creencias y costumbres en esa tierra que por derecho consuetudinario le
pertenecía a su gente.
Lo sabía. Deseaba que la redención final se hiciera presente. Elucubraba
formar parte de aquella recuperación necesaria, por derecho y por justicia
ancestral.
Una madrugada tibia y clara se levantó temprano y se acercó al corral
donde pastaba la caballada. Liberó un cierto número y se montó al más familiar,
al del propio Valdivia. Despacio, sigiloso, envuelto por lo que quedaba de la
noche y por un silencio esencial y necesario, enfiló hacia las afueras del
campamento. En el exterior, emprendió ligero el camino del retorno con su
pueblo.
Las primeras luces del nuevo día arremetían sobre el impetuoso jinete y
sobre el resto de los animales. Lautaro volvía, recuperaba con aquella decisión
valiente y libertaria, el abrazo unánime de su cultura, forjada por miles de
años y de almas.
Los españoles estaban habituados a estos desplantes. Para ellos, convencidos
como estaban que eran capaces de entregar todo de sí con el objeto de que los
salvajes más jóvenes aprendieran la pasión de nuestro Señor y las costumbres
castellanas, consideraban como una acción vulgar e impropia la actitud de
aquella gente con tan bajo nivel cultural, que no aceptaba aquellos
aprendizajes.
El joven prófugo configuró para ellos el ejemplo de uno más de tantos
que no resistían, escapaban y volvían a unirse al pobrerío, sin otra
satisfacción que persistir viviendo alejados del sentido ético de la vida y de
la buena Fe.
Lautaro llegó con su mensaje y su racimo de caballos hasta los Loncos
reunidos, que lo recibieron extrañados, pero no le impidieron sin embargo
llegar hasta el mismísimo Colocolo.
El grupo de principales estaba conformado por hombres como Pelantaro y
Lincoyán, pero también había mujeres, Wacolda, que formaría pareja con Lautaro y
Fresia, compañera de vida de Caupolicán.
El grupo de Toquis aprobó el ingreso del joven a la lucha y aceptó la
caballada y las instrucciones que sucesivamente fuera brindando para organizar
la resistencia, sobre la base de la constitución de un ejército de línea que no
arremetiera en forma de malón, como tradicionalmente acostumbraban los
naturales, sino estructurando grupos ordenados que atacasen y se retiraran
conforme con un plan preestablecido.
Además, el nuevo Toqui, elaboró un procedimiento de combate destinado a
provocar la carga y el asedio aun estando en inferioridad numérica o de
armamento, estableciendo el ataque por sorpresa en forma de guerrilla.
Los peninsulares, anclados en Concepción, se habían autoproclamado
dueños y señores de la zona del Biobío. Lautaro, sin embargo, les bajó su
petulancia, empoderado por la firmeza de un ejército adestrado a la usanza
europea, signado por un dominio total de la cabalgadura, el arco y flecha, la
lanza y el mazo.
La estrategia de combate al estilo europeo no significó ninguna
dificultad de aprendizaje para los guerreros chilenos. Los valientes defensores
de la dignidad americana se adiestraron en la defensa y en el ataque y
progresivamente fueron incorporando novedosos elementos suministrados a través
de la información del joven Toqui, quien a falta de pólvora y arcabuces
introdujo prácticas desconocidas en el nuevo mundo, entre ellas, la utilización
de la corneta como guía de combate para diagramar las posiciones en el campo de
batalla.
Descubrieron por ejemplo, que la retirada también podía ser una
estrategia para facilitar el reagrupamiento y el contraataque, que los avances y
concentraciones de tipo foquista, fomentaban la sorpresa en el enemigo y resguardaban
a los atacantes ante la posibilidad de sufrir un número elevado de bajas, que
la distribución de escuadrones en diversos puntos cardinales aseguraba el logro
del objetivo, cuando la prioridad era alcanzar un punto estratégico confluyendo
desde distintas bandas.
Lautaro se convirtió en un brillante estratega. Adiestró a un grupo de
guerreros especialmente escogido para que simulara ser yanacona, o un simple
campesino cooptado por los invasores, o simplemente un traidor de su propio
pueblo. Bajo ese manto de simulación se realizarían tareas de inteligencia
procurando información valiosa respecto de movimientos o posibles acciones
diagramadas por los españoles.
También acostumbró a un pequeño grupo de elite a que aprendiera a
desplazarse a la luz de la luna, con el objetivo de que incursionaran durante
la nocturnidad dentro del campamento enemigo, para la pesquisa o sencillamente
para llevar a cabo alguna acción sorpresiva que atentara contra la seguridad y
confianza de los peninsulares. Un jefe de investigaciones designado por Lautaro
se encargó de supervisar el adiestramiento del que participaban hombres y
mujeres de todas las edades. Ellas enamoraban europeos, se hacían pasar por
sirvientas, simulaban no entender el castellano, cada situación rendía sus
frutos, de cada caso se extraía algún detalle importante para elevar al
conocimiento del joven Toqui.
La táctica de la guerra impuesta por Lautaro, fue un recurso preciso e
inteligente que confirmó sus dotes de genial estratega y configuró su
ascendente como líder indiscutido dentro de su pueblo.
Después de la batalla del Fuerte de Tucapel comenzó a vestir los
símbolos característicos del Toqui, como la insignia collar de piedra denominada
Toki Kura y el bonete de cuero rojo como
su camisa, que lo distinguían como el gran jefe guerrero.
La victoria en Tucapel configuró una auténtica expresión estratégica,
porque se utilizaron diversidad de recursos durante la diagramación del ataque.
El primer paso fue proceder al secuestro del responsable del Fuerte, a quien
logró hacer confesar que Valdivia llegaría en corto tiempo desde Concepción
para parlamentar.
Lautaro ordenó la vigilancia de las afueras de esa ciudad, advirtió el
momento en que el Adelantado se pondría en camino hacia el lugar y lo hizo
seguir en todo el recorrido por sus guerreros, quienes lo controlaron desde la
altura de los cerros, midiendo sus movimientos y calculando su demora en llegar
a destino.
Valdivia advirtió que era observado.
Ese proceder y la extrañeza ante la ausencia de quienes deberían haber
llegado a encontrarse con su comitiva, le hizo dudar respecto de su seguridad.
Replanteó su marcha y solicitó refuerzos. Pero cuando llegó al Fuerte de
Tucapel lo encontró abandonado e incendiado, envuelto en una soledad
apabullante y en un devastado despropósito.
La sórdida melancolía y el cansancio pudieron más. Cuando llegó la
noche, tendieron las carpas en medio del persistente humo y de los olores
penetrantes y procuraron el descanso mientras esperaban los refuerzos.
Era la noche de Navidad del año de 1553. Los españoles no alcanzaron a acomodarse
dentro de sus tiendas, porque súbitamente un agresivo nucleamiento de
aborígenes se precipitó dentro del campamento y a golpes de mazo y lanza
arremetieron contra los forasteros.
La avanzada indígena se pareció más a una representación teatral que a
una carga bélica. Porque en el preciso momento en que los peninsulares se
preparaban para responder a la sorpresiva agresión, las huestes de nativos emprendían
la retirada.
Pero una hora después, cuando el silencio había recuperado su
profundidad y los europeos se disponían al reinicio de su intento de descanso,
un nuevo grupo de aborígenes irrumpió en medio de aquella soledad y desolación.
Lautaro. Toqui mapuche
Aunque la respuesta española fue más rápida que la anterior, no pudieron
evitar otro gran número de bajas motivadas sobre todo por lo sorpresivo de la
incursión.
Sin embargo, los aborígenes volvieron a retirarse en manada, abandonando
de un plumazo el teatro de operaciones.
A pesar de que la calma volvió a adueñarse de la situación, los
españoles prepararon la caballería. Pero en medio de aquellos aprestos se
escuchó el sonido de un cuerno que dio inicio al asedio mapuche desde tres
flancos distintos. La desesperación se empoderó de la escena. Valdivia ordenó
la retirada porque sus soldados caían heridos con todo y cabalgadura, La
matanza se extendía y la única salida era la huida.
Escapando sobre su caballo entre las sombras de la nocturnidad, fue
apresado vivo en medio de la frondosidad de la vegetación y conducido
prisionero hasta el campamento aborigen.
Dicen que Valdivia pidió por su vida, juró que se retiraba de Chile,
imploró hasta desmoronarse. Dicen también que los Toquis dudaron respecto del
futuro de aquel hombre. Estaban convencidos de que debería morir, pero
especulaban respecto de la forma en que procederían para consumarlo.
Lautaro sabía que su palabra sería definitoria, por eso desestimó opinar
y convocó a los Toquis para que decidieran al respecto.
El cacique Leucotón, Toqui de Purén, tomó la iniciativa.
Las propuestas fueron atroces. Cargados de odio y envueltos en un dolor justificable
ante el cúmulo de vivencias que enfrentaban como pueblo, unos proponían
cortarle las piernas, otros despedazarle los músculos poco a poco. En general
coincidían todos en verlo sufrir y en hacerle padecer las penurias e injusticias
que habían vivido a raíz de su llegada a Chile.
Es cierto que también hubo quienes prefirieron el diálogo, la
negociación y propusieron devolverlo con vida, para forzar un acuerdo de paz
duradera entre ambos bandos.
Al final, en medio del cruce de opiniones, Leucotón se adelantó. Se puso
de pie, tomó un mazo y le destrozó la cabeza. Esa decisión atropellada colmó de
silencio la noche de los observadores. Ante el cadáver exhausto, todavía armado
y de pie, el Toqui les advirtió a los gritos a sus pares que no había que creer
en la palabra del español y que en lo sucesivo deberían mostrarse implacables y
obrar con decisión y coraje.
La versión española es todavía más cruenta. La reseña europea narra que
le arrancaron el corazón y se lo comieron y que su cráneo fue utilizado en el
futuro para brindar en las distintas festividades.
Sea como fuere, lo cierto es que con posterioridad a la muerte de
Valdivia, la ciudad de Concepción fue arrasada y esa circunstancia obligó a sus
moradores y a su gobernador, Francisco de Villagra, a buscar refugio en
Santiago.
El imponente éxodo de españoles residentes de Concepción hacia Santiago
no fue detenido por las huestes de Lautaro. El Toqui no pudo evitar que su
gente celebrara el Admapu. Aquel freno en la contienda, evitó la matanza total
de los residentes, que huían en masa, desesperados, sumidos en el terror y
podrían haber sido asesinados por el ejército mapuche sin demasiado esfuerzo,
cazándolos como animales en cautiverio.
Pero una celebración cultural pudo más que el recelo bélico. El Admapu o
celebración de las costumbres en agradecimiento a la madre tierra, no debía
interrumpirse. Lautaro no pudo evitarlo. El pueblo celebró, descansó, se
entregó a sus ritos y acervo consuetudinarios y así dio lugar a que la fuga
española se hiciera efectiva.
A pesar de aquella rémora aborigen, los españoles se presentían
apesadumbrados y profundamente lastimados. La desaparición de Valdivia provocó
una fuerte retracción de la pretendida avanzada europea.
Lautaro se había empoderado. Sus guerreros irrumpían en las precarias
poblaciones extravagantes saqueándolas.
Los invasores se concentraban aún más en la ciudad de Santiago, que no
daba abasto para recibir tanto gentío.
El joven Toqui apoderado de los objetos personales del Conquistador
asesinado y empuñándolos, comandaba a sus huestes.
Así fue que ordenó sumar más hombres de las poblaciones aledañas a los
mapuches. Pueblos mansos de carácter dócil, como los picunches, radicados al
Norte de Chile. Quienes no se sumaban por las buenas eran reclutados a la
fuerza. Un cacique pagó con su vida la negativa, fue torturado y quemado vivo frente
a su población y ante la mirada de su joven hijo que en silencio juró vengarse
del proceder de jefe mapuche.
Pero el incremento en el número de combatientes no era todo lo que
precisaban los defensores de Chile. El Toqui sabía muy bien que una Nación en
guerra sería incapaz de sostenerse por mucho tiempo.
Era necesario producir la tierra, generar alimentos, resguardar las
acequias, fomentar la vida en sociedad. Nada de aquello era posible envueltos
como estaban en una campaña tras otra, pero además habían aparecido las pestes
que introducidas por los españoles en
América se habían dispersado sobre la región como reguero de pólvora.
Para 1555 el hambre se enseñoreaba junto con la viruela, el tifus y el
chavalongo. Los indios morían por miles sin remedio. Jóvenes y viejos, hombres,
mujeres y niños. La desesperación de la miseria corroía los corazones más
decididos.
Lautaro advirtió que no podría avanzar en la refriega comandando una
nutrida constelación de menesterosos y tomó la decisión de retirar un tiempo de
la contienda a su gente, con el único objeto de recuperar bríos y perfilar una
nueva estrategia.
Tres años después de la muerte de Valdivia, uno y otro bando permanecían
aletargados. Lautaro había cazado, asesinado, despellejado y colgado españoles
a las puertas de Santiago para generar terror entre sus habitantes. Pero
además, ese proceder lo había acompañado con acciones foquistas conformadas por
cientos de indios que acometían y se retiraban sin dejar rastros.
La Nación mapuche estaba en Estado de guerra permanente, pero la salud y
el estado general de su gente comenzaron a impedirle la prosecución de sus
objetivos.
Mientras tanto, la ciudad de Santiago que levantaba paredones a su
alrededor, creando defensas ante el hostigamiento, se mantenía dividida por la
disputa por la sucesión del Adelantado muerto tres años antes.
Francisco de Villagra fue quien ocupó ese lugar de decisión política heredado
del malogrado Valdivia. Estaba acompañado por dos de sus primos, Pedro y Juan.
Dos jóvenes bien dispuestos a continuar con el perfil bélico de la conquista y
repletos de ansias por poseer patrimonio que justificara su estadía en tierras
americanas.
Lautaro se había retirado con su gente a la región del Maule, muy
próximo al volcán Peteroa. Allí había decidido recomponer sus fuerzas. Reorganizaba
su escalada, proyectaba y estimaba la posibilidad de posibles acciones.
A los tres Villagra les llegó la información respecto de la ubicación
del pucará del Toqui, pero Lautaro los estaba esperando. Con la habilidad de
quien debe recurrir a los restos de lo que le queda en pie, los atacó por
retaguardia y los puso en huida.
El responsable de un grupo de soldados españoles que llegaba como
refuerzo envió una comitiva a Lautaro, se trataba de Marcos Veas, el antiguo
amigo de Lautaro en época en que ambos, siendo niños asistían a Valdivia en sus
andanzas y necesidades y de quien el Toqui había aprendido todo lo que sabía
sobre estrategia militar y respecto del manejo de la caballada.
La vida los volvía a juntar, cada uno en un bando, cada quien con sus
divergentes intenciones.
Lautaro no ordenó el ataque sobre su antiguo amigo, pero le exigió que
los españoles se retiraran de su tierra, que se estableciera la región del
Maule como frontera entre ambos y sobre todo, que le enviaran provisiones para
su pueblo.
No hubo entonces refriegas ni encontronazos entre los sectores en pugna,
pero el encuentro también estuvo exento de acuerdos. Veas le envió un emisario
y le exigió la rendición incondicional.
Lautaro sabía que a esa altura de los acontecimientos, la lucha del
pueblo chileno era a vencer o morir.
Los mapuches sostuvieron la región del Maule ante los avances de los
Villagra. Pero la resistencia se fue haciendo insostenible y sobre todo se veía
eclipsada por las angustiantes hambrunas.
Lautaro. 1534-1557
Los resistentes defensores volvieron a replegarse al Peteroa, al Sur del
río Mataquito a los pies del cerro Chiripilco. Recomponerse fue la premisa.
Escaseaban las provisiones, pero sobraban también el desaliento, la amargura,
la falta de objetivos en paz, para recuperar la vida que poseían previa a la
incursión de los salvajes europeos.
El comentario del lugar exacto donde estaba asentado Lautaro llegó a
conocimiento de los Villagra por boca de aquel joven Picunche, de origen
pehuenche, hijo del cacique que había sido ultimado por orden de Lautaro por su
negativa a sumar a su pueblo a las huestes defensoras de la tierra ancestral.
Lautaro contaba con alrededor de mil combatientes. Los hombres de
Villagra que llegaron al lugar eran la mitad, pocos españoles en comparación
pero a caballo, con arcabuces y una inconmensurable mayoría de yanaconas.
Bien de madrugada, el final del mes de abril de 1557, cinco años después
del asesinato de Valdivia, Villagra se disponía a vengar su muerte.
El día no había nacido pero lo que aparecía se presentaba algo
entumecido y húmedo, los españoles esperaban que la sorpresa fuera total.
El campamento parecía interminable, extenso, compacto.
Los yanaconas ingresaron primero, lo caminaron durante un tiempo
prudencial, luego retornaron y advirtieron sobre la totalidad del silencio.
El líder español dio la orden de mansalva. Una trompeta quebró la monotonía
y los jinetes penetraron el ambiente con todo el poder de fuego sobre las
instalaciones aborígenes.
En el centro del hábitat estaba la humilde ruca del Toqui que compartía
con Guacolda. Los yanaconas la habían localizado fácilmente. Hasta allí enfilaron
decididos los atacantes dispuesto a todo. Lautaro saltó de la cama, como cuando
era niño.
El Toqui salió de la tapera sobresaltado, tal vez recordando aquella
primera vez, a sus once años, cuando asomado a la puerta y recién levantado de
dormir divisara extrañado la repentina llegada del invasor.
Decidido, enérgico, sumido en medio del griterío, se asomó empuñando la
espada de Valdivia.
No alcanzó a usarla, fue inmediatamente ensartado por una lanza enemiga
ante el jolgorio y la expectación de los peninsulares.
La contienda se había dispersado en derredor de tanto rústico caserío.
Abrumados con los españoles y su caballada destruyéndolo todo, conformando
grupos de vándalos triunfadores y excitados. Una factura que se extendió
durante más de cinco horas.
Casi todos los guerreros de la resistencia fueron asesinados, muy pocos
alcanzaron a huir hacia campo abierto sin ser perseguidos.
El objetivo había sido consumado. Asolar la estancia. Destruir de una
vez y para siempre aquello que los españoles precisaban como el vestigio del
mal.
El cuerpo de Lautaro fue llevado a la ciudadela española, acompañado por
cánticos y por el fluir de la alegría.
Fue descuartizado, desaparecido, desmembrado deshumanizado.
Su cabeza fue expuesta durante varios días en la Plaza del centro de la
Ciudad de Santiago clavada en una pica.
España había vuelto a triunfar.