Rumiñahui
por Alberto Carbone
En el centro de una Plaza
de la ciudad de Quito, descubrí sorprendido, un monumento en forma de busto
inmenso. Ese rostro homenajeado a quien no conocía, que llamó poderosamente mi
atención.
Su verdadero nombre era
Pillahuaso II. Lo había heredado de su abuelo, el viejo Pillahuaso, padre de su
madre. En condiciones normales hubiera sido el heredero del poder político de
su comunidad. Pero a partir de su abuelo, la historia de su pueblo tomaría
ribetes desconocidos.
El niño era hijo también
del Sapa Inca Huayna Cápac, que como se acostumbraba, había aceptado tener de concubina
a la joven Nary Ati, hija de Pillahuaso, jefe de los Quitus, del territorio de
Píllaro, que en el idioma de su pueblo significaba “altar del trueno”.
Desde que Huayna Cápac
con su ejército se apoderara del reino norteño, el pueblo había quedado sometido
al Inca.
Era de usos y costumbres para
la constitución de la tradición quechua, que el Inca tomara por esposa a la
hija del cacique del pueblo vencido. Se frecuentaba ese proceder como predicamento
indispensable para fomentar los lazos de amistad entre dominadores y dominados.
Una estrategia de orden simbólica y siempre necesaria después de haber
experimentado los roces lógicos entre quienes disputaban divergencias de
carácter bélico.
Pillahuaso era su nombre
en lengua local, pero Ati, que en quechua quiere decir jefe, era como llamaba
el Inca al jefe vencido.
Para comenzar a narrar
las andanzas del niño, la emprendimos con la tarea de conocer la historia de su
abuelo. Nos estamos refiriendo a un cacique que aceptó su derrota ante un
ejército que estaba más preparado para el combate, y con ello asimiló el
descenso de su poder y se avino a demostrar su leal vasallaje, entregándole su
hija a Huayna Cápac en demostración de paz. Como corolario, la pareja le dio un
nieto que llevó su nombre, pero que con el tiempo fue reconocido por la voz
popular como Rumiñahui, “Cara u Ojo de Piedra”
debido a un velo o catarata que le nublaba la visión, aunque también
dijeron quienes lo conocían frente a frente, que el mote estaba relacionado a
la seriedad con que el joven desplegaba su actividad cotidiana, organizando y
adiestrando a cientos de hombres de edad diversa, que iban nutriendo una parte
del grueso del ejército de Quitus, que después de la sumisión política y
cultural, también podríamos sentenciar como porción indiscutible de las huestes
del propio Inca.
En definitiva, por más
explicaciones de índole diversa que se aventurasen, lo cierto era que Rumiñahui
desplegaba con aptitud su voluntad de dirección y conducción de aquellos
hombres predestinados a la tarea de las armas, que él denominaba como su gente.
Estaba orgulloso de
pertenecer a una nobleza de privilegio. Sin integrar aquella otra que era de
cuño original establecida en el Cusco, compartía beneficios propios de ese
linaje, a sabiendas de que su nacimiento era parte de un arreglo político entre
sometidos y dominadores.
El Inca practicaba esa
costumbre desde tiempos inmemoriales.
El propio Huayna Cápac
había nacido en Tomebamba, fruto de la relación de su padre el Inca Túpac
Yupanqui con una concubina hija de otro rey derrotado. Una joven princesa del
pueblo cañarí.
Los más ancianos,
cultivadores de las más viejas tradiciones e importantes transmisores de los
valores y de la cultura popular, comentaban en aquella época que el mismísimo Huayna
Cápac había descubierto los beneficios de los matrimonios poligámicos y que
estaba convencido de sus efectos entre las comunidades que el reino incorporaba.
Que fue por ello que allí mismo, en la tierra de los Quitus, estableciera
nuevas y variadas relaciones parentales. Fue allí también por ejemplo, que vio
la luz Atahualpa, fruto de la relación con otra concubina de selecto origen matricial.
A pesar de la
multiplicidad de hijos dispersos alrededor de todo el Incanato, esos dos jóvenes
adoptarían un protagonismo singular en la región norteña y serían unos de los promotores
de una etapa de vértigo y convulsión única dentro del Tawantinsuyo, una
historia de dos hermanos quiteños, que llevaría ínsita una aventura de lealtad
filial y conciencia política.
De alguna manera, Atahualpa
y Rumiñahui fueron el corolario de un mismo amor, que unificó la dignidad de un
pueblo con su cultura y su idiosincrasia.
Aunque hijos de dos
madres, los hermanos de sangre se criaron juntos.
Varios estudios se
abocaron a la ímproba tarea de entrometerse en las alcobas reales de aquel
período histórico. Las consideraciones más osadas afirmaron que de ambas
concubinas el Inca habría preferido siempre a la madre de Atahualpa, pero esa
circunstancia solamente, aleatoria y sin ninguna garantía de confirmación, no alcanzaría
para comprender el complejo tramo de relaciones humanas que se fueron
desperdigando entre el rey y sus consortes.
La vida de este líder como de cualquier otro,
habría sido muy azarosa y pletórica en abundante descendencia, aún dentro de
las propias murallas de la ciudad del Cusco, donde paralelamente ostentaba la
paternidad de varios críos de una cantidad bastante significativa de otras
concubinas. Se insiste todavía con que el número calculado de hijos del último
gran Sapa Inca es de aproximadamente quinientos. Para nuestra historia, será
suficiente por ahora mencionar la existencia de un hijo cusqueño en particular, que representará un papel
protagónico en los acontecimientos relativos con la descendencia del padre Inca
fallecido, de la misma edad de los nombrados, nacido en la Capital del Imperio,
y del vientre de una primera esposa, que habría sido oportunamente legitimada
por la nobleza.
Para comenzar a entender
la problemática que se fuera desenvolviendo a partir de lo que podríamos
llamar, la puja por la investidura, habría que agregar que de la rica y
múltiple producción hereditaria que se expandía en cada una de las poblaciones
donde el Inca sentaba sus reales, no todos los hijos estaban en condiciones de
reclamar derechos políticos heredables del padre. Era el Inca quien tenía la
última palabra al respecto y quien podía sembrar esperanzas en alguno u otro
descendiente. Así las cosas, el futuro iluminó una etapa en la cual el propio
Atahualpa estuvo en condiciones de disputar la herencia del Cetro con el
hermano nacido en Cusco. Sólo dos entre tantos hijos. Ocurrió a partir de la
muerte repentina del padre y casi estamos en condiciones de afirmar, que fue la
propia decisión de éste, la generadora de esa circunstancia.
Como casi siempre sucede,
también en esa oportunidad, los acontecimientos inesperados, se precipitaron.
Fue de una manera
imprevista e impensada. Después de más de cien años de estabilidad política, resultaba
prácticamente imposible creer que el afortunado heredero habría de surgir de
una guerra fratricida.
Una compulsa entre
hermanos con aprestos bélicos, que provocaría muerte y desolación en el imperio.
El Imperio del Sol. Un
territorio pujante y armonioso, que no había frecuentado otra cosa más que
avances y consolidaciones durante las sucesivas administraciones anteriores.
La intempestiva
desaparición física del líder, significó como era de esperar, una calamidad
para todo el pueblo, pero representó un profundo malestar dentro de la elite,
que debería resolver la continuidad sucesoria interpretando las últimas,
imprecisas y esporádicas palabras de quien se iba muriendo irremisiblemente.
Los residentes cusqueños
disputaron aquella herencia como propia. Los quiteños interpretaron la voz de
Huayna Cápac, como una abdicación en beneficio de su región. No bien comenzara
a manifestarse aquel acontecimiento desgarrador, incalculable y único, el
guerrero de su pueblo, Rumiñahui, apoyaría a su hermano de sangre quiteña.
La guerra por la sucesión
se mostró a la luz, salvaje y despiadada, ambos contendores se reforzaban en su
verdad, la estabilidad social y administrativa se dilapidó a tal punto que se
fueron incrementando los recelos entre los dos bandos, Quito en el norte y Cusco
en el sur.
Los primeros avances
fueron sureños. Las intenciones de Huáscar eran concretas, la consolidación de
la unidad en todo el imperio de un solo golpe. Armó el Inca del Cusco a un
ejército de miles, entusiasmados como estaban por el apoyo de las aldeas norteñas
que se le sumaban, deseosas por derrumbar definitivamente la supremacía quiteña
sobre sus regiones. Pero aconteció que en medio de una tumultuosa hesitación de
tantos paisanos peleando cuerpo a cuerpo, levantando polvareda en medio de un
campo abierto entre una ciudad y la otra, una estrategia fenomenal y muy bien
diagramada se extendió sobre el terreno de lucha, volcando las acciones en
favor de uno de los contendientes. Los norteños desplegaron una acción de
pinzas contra el ejército enemigo, desarrollada y gestada entre sus generales, que
produjo el definitorio triunfo de Quito, ciudad fuertemente controlada por
Rumiñahui. Ese accionar, resolvió la caída definitiva del Cusco.
El golpe fue mortal, la
rendición multitudinaria y el costo de la derrota altísimo, porque incluyó el
apresamiento de Huáscar, el heredero vencido, quien intentó reaccionar en
soledad, por amor propio, repeliendo con sus brazos armados a quienes llegaban para
sujetarlo, hasta que comprendió con dolor el pesar por su derrota y cedió a la
perplejidad.
Mientras tanto Atahualpa alojado
en Cajamarca, esperaba las noticias que iban llegando desde el campo de batalla
a través de sus chasquis.
Bien acompañado y
atendido por sus cortesanas, las noticias que recibía solamente informaban el rumbo
del triunfo. Radiante transitaban esas jornadas, con la seguridad de que Pachacámac
protegía a sus hombres en la batalla, guiados por esos tres combatientes
líderes guerreros, que cumplirían con su cometido.
Hasta allí,
sorpresivamente, llegaron las huestes españolas dirigidas por Francisco
Pizarro, que sin mediar excesivos obstáculos, resolvió con determinación la
prisión del joven y reciente Inca y de todo su séquito. Un epílogo increíble al
que sin embargo algunos contemporáneos creyeron encontrar una explicación.
Se ha sostenido como
justificativo del trance acaecido en Cajamarca, que fue definitorio el factor
sorpresa y la aparición del concepto de novedad como elemento disuasivo.
Además, habría aparecido como un lenguaje tremendo y evidente la utilización de
la violencia a través del poder de fuego.
El evento, por sorpresivo
e inesperado, no estuvo exento de repentinos combates o refriegas.
Ante la esperada y
convenida visita española al predio ocupado por el Inca en Cajamarca, los
nativos planearon una recepción multitudinaria y locuaz, vívida en expresiones
de júbilo y elocuencia. Para ello, los aborígenes fueron desplegándose en masa
sobre la plaza donde esperaban a los europeos, se dice que habían calculado que
bastaría tan sólo con mostrarse en suficiente cantidad de almas para que los
visitantes acabaran por convencerse de la inutilidad de sus esfuerzos y de sus
pretensiones.
Al principio, aquellos extraños visitantes no
representaron ningún peligro extraordinario para los americanos. Para el
aborigen, sólo configuraban gente extraña montada sobre animales exóticos,
tratando de hacerse entender a través de una lengua desconocida. Los naturales no
esperaban que sucediese otra cosa más que un mero intercambio, después de mostrarse
por cientos y miles danzando y cantando sobre la plaza consignada para la
reunión. Lo inaudito y extemporáneo aconteció momentos después de la llegada al
lugar, instalados sobre el terreno y en pleno goce de su algarabía.
Parecía que los
extranjeros no habían llegado a la cita, sin embargo, fueron saliendo sigilosos
de sus escondites y se enseñorearon frente al grupo blandiendo objetos que
escupían fuego y cambiaban rugido por sangre y muerte. La excusa peninsular fue
que Atahualpa habría rechazado a la Biblia con malos tratos. El resultado de
esta acción atroz generó un desbande total. La muerte fue conformando pilas de
cuerpos en varios ángulos de la plaza. La litera que conducía al Inca se
derrumbó y el líder no fue asesinado allí mismo, solamente por el deseo de los
españoles de parlamentar con él personalmente. Ante semejante situación los
naturales se vieron obligados a aceptar los parámetros de discusión exigidos
por el invasor.
El líder aborigen negoció
su libertad a cambio de un rescate en oro y plata, después de conocer el verdadero
interés de sus secuestradores, y ordenó liberar a su séquito y encomendarlo a
los cuatro puntos cardinales del imperio en busca del preciado metal. El resto
de la multitud quedó prendada a las puertas de la edificación, esperando la
resolución final del parlamento y la liberación del Inca.
La convocatoria por el
acopio de metales preciosos llegó a Quito a oídos de Rumiñahui, quien al
enterarse del proceder de los extraños visitantes para con el Inca, intuyó que
su hermano ya estaba condenado a muerte, y prefirió no entregar los tesoros de
la ciudad, fortalecerse y repeler a los invasores.
Rumiñahui receló desde el
primer momento contra los peninsulares. Consideró esos aprestos bélicos
decididos, como una intimidación hacia el pueblo todo, para que aceptara sus
reclamos y exigencias y procurara con avidez promover la mayor acumulación de
metal precioso en el menor tiempo posible. Estaba seguro que ante esas
condiciones, la vida del Inca para el español, no valía nada.
El guerrero interpretó
muy bien la situación de inestabilidad política en la que había ingresado el
reino. Intuyó que su rey no tenía espacio de negociación.
Día después, le llegó la
información de la muerte de Atahualpa. Estaba seguro que sucedería. Lo que no
sabía era hasta donde estaban dispuestos a llegar los peninsulares con su
accionar despiadado.
No sabemos bien por qué, los
restos del Inca fueron llevados camino al Cusco desde Cajamarca peregrinando
por un gran número de aldeas. Es cierto que se aventuró en la creencia de que
los españoles pensaban que conduciéndose con ese despojo mortal, serían más
fácilmente escuchados en sus reclamos por oro en las poblaciones que visitaran.
Fuera como fuese, los enviados por Rumiñahui lograron hacerse del cuerpo y lo
sepultaron con honores reales en un lugar desconocido, muchos dicen, junto con
aquel tesoro no entregado. Otros en cambio, aventuraron la posibilidad de que
el líder militar se quedara con el tesoro en Quito, como garantía de Poder Real
y como justificativo de su derecho a la defensa de la ciudadela.
Rumiñahui volvió veloz
junto a su pueblo y durante un tiempo se hizo del control de Quito y evitó su
caída en manos europeas. Personalmente había reconocido invasores en los caminos
que llevaban a Quito, aun después de que los peninsulares se hubieran retirado
hacia el Cusco. Calculaba que en cualquier momento los extraños tratarían de
fortalecerse frente a las puertas de su aldea defendida. Finalmente, un
ejército combinado con españoles del Cusco, con otros llegados del Océano
Pacífico y multiplicado con población cañarí aliada, sitió la ciudadela.
Producido el asedio por
la avanzada peninsular contra Quito, Rumiñahui dirigió una batalla crucial y
definitiva, rodeando con miles de guerreros de a pie los flancos del invasor
que fue reciamente atacado y malherido. Pero a veces los sucesos no resisten una
lectura lineal. Lo que podría haber sido una derrota catastrófica de doscientos
españoles y miles de cañarís aliados, se transformó en estruendosa victoria
invasora y humillante huida del líder aborigen. Sucedió que casi al final del
día y con los naturales saboreando la victoria, se produjo un acontecimiento repentino
y sorprendente, la erupción del volcán Tungurahua.
La tarde se volvió noche.
La noche se llenó de humo y cenizas. El olor a azufre lo invadió todo. Fue fatal.
El ejército defensor huyó desesperadamente
ante el temor a Dios, a ese Dios que hablaba a través del clamoroso Tungurahua,
quien parecía castigar a su pueblo por la flagrante actitud de acometer contra
los visitantes.
Ante la crudeza de la
confirmación de soledad y despojo y del triunfo del temor como aliado
imprevisible, Rumiñahui logró escapar junto a algunos de sus hombres, pero la
ciudad de Quito, que iba a caer de un momento a otro en manos de los agresores,
fue incendiada hasta las cenizas por decisión del gran jefe aborigen, con el
objeto de que el despiadado Sebastián de Belalcázar, que entraría al predio
triunfador, no encontrase piedra sobre piedra.
Los testimonios de la época
afirmaron que Rumiñahui ordenó un éxodo casi total y que partió en medio del
incendio llevándose el pretendido tesoro que tanto buscaban los europeos, con
el objeto de extraviarlo definitivamente en el fondo de uno de los lagos
circundantes.
Poco tiempo después,
quienes habían triunfado y se enseñoreaban ante el pueblo empobrecido y
temeroso de la destruida y refundada ciudad de Quito, se abocaron a la
persecución del mentor de la heroica defensa.
Rumiñahui fue buscado en
cada aldea vecina, no podía estar tan lejos. Su cabeza era el precio final que
debía pagar su osadía.
Las poblaciones aledañas
a la nueva San Francisco de Quito, denominada así por su fundador, Sebastián de
Belalcázar, en homenaje a Francisco Pizarro, lo guarecieron algún tiempo, pero
con su ejército diezmado y apenas un batallón de leales, poco podía intentar
contra la fusilería y los cañones enemigos.
Al final, los propios
agresores dejaron descripción de la forma en que fue atrapado y salvajemente
torturado con la única pretensión de que respondiese dónde se encontraba
enterrado aquel famoso tesoro en oro y plata, que vertiginosamente había hecho
desalojar de Quito, según lo habían consignado los datos proporcionados por
algunos informantes leales a los españoles.
Rumiñahui no respondió a
ninguna demanda que le realizaran bajo tortura sus captores. Eso dicen.
Cuentan que cerró su boca
y la mantuvo así, soportando en silencio incluso los alaridos que hubiesen sido
necesarios para desahogar tanta crueldad.
Posteriormente, y ante la
vista de todo el pueblo convocado frente a ese importante suceso, fue quemado
vivo en una hoguera preparada para tal fin sobre la Plaza Grande de Quito.
Sin embargo, como la
transmisión oral es tan rica y fluida en versiones, algunos contemporáneos fueron
capaces de aseverar otro final para la vida de ese gran representante aborigen.
Afirman que una noche, a
plena luz de las estrellas y a sabiendas de que transitaba por uno de los
últimos espectáculos lumínicos tan brillantes de los varios que había
frecuentado en esa última época, agobiado y solo, varios días después de la
última batalla, se atavió con las mejores vestimentas propias de un dignatario
real, cubrió su cuerpo de la reliquias más valiosas de su pueblo y así vestido,
como príncipe del Imperio que se negaba a ver desaparecer, subió hasta el cerro
más alto de la ciudad de Quito y desde allí se precipitó hacia el vacío.
Así, sumido en la soledad
y en extensos días de vigilia y perplejidad, concluyó con él, uno de los
últimos baluartes de la lucha por la dignidad y la defensa de la cultura de los
Incas.
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