Cuitláhuac
La lluvia persistió todo el
día. Durante la tarde se temió por la seguridad de la circulación dentro de la
ciudad. Alguien había insinuado dudas al respecto al evaluar el estado de
consolidación del apisonamiento de las calles, presintiendo que tal vez cederían
ante tanta agua.
No es que se haya precipitado
una lluvia con las características de las que fluían tiempos atrás, tan temibles
en otras épocas y que hacía años no sucedían. Aquellas eran tan fuertes y
persistentes que habían generado el alza de la cota de los lagos y la
consecuente inundación de la ciudadela. Hubo que vaciar las casas y vivir en
otros ambientes hasta que la labor continua de secado y los rayos del sol fueron
recuperando poco a poco la normalidad de Tenochtitlan.
El episodio se repetía también
en la vecina ciudad de Texcoco, su Tlatoani, que en ese entonces era Nezahualcóyotl, ordenó entonces
la construcción de varios diques que solucionaron para siempre la controversia
y resolvieron definitivamente el antiguo problema habitacional. Pero las
inundaciones persistían igualmente cuando las lluvias se tornaban escandalosas,
por eso, el propio Tlatoani mexica Ahuizotl, a pesar de que había dispuesto lo
mismo que su par vecino, el proyecto y la construcción de un dique en su ciudad,
perdería la vida en medio de una de aquellas tremendas precipitaciones, al
inundarse la habitación donde dormía, golpeándose la cabeza al tratar de
escapar de esa situación. Lo sucedería su sobrino Moctezuma II Xocoyotzin,
hermano de Cuitláhuac. Recién había comenzado el Siglo XVI, casi dos décadas
antes de la entrada de Hernán Cortés a Tenochtitlan.
Aquella lluvia de fines del
mes de junio, último día del
mes Tecuilhuitontli era extenuante. Remembraba las viejas anécdotas con
el Tlatoani pereciendo en un accidente doméstico, pero esta vez se
manifestaba poco intensa aunque sí persistente. De todas formas, la celebración
por el cambio del mes no se suspendería. No estaba en la ciudad el jefe de los
extraños, el señor Malinche, era cierto, pero había dejado como autoridad a quien
se hacía llamar Tonatiuh y éste había permitido aquella congregación festiva.
Toda la dignidad mexica se había ataviado bien para el evento y no se resignaba
a suprimirlo sólo por una llovizna.
La humedad lo traspasaba
todo. El aroma intenso y penetrante de la vegetación se imponía con su
presencia y junto con aquel vaho y con la neblina que habían aparecido desde la
mañana, y que los árboles no dejaban que se difuminaran, reaparecía invariablemente
ese desacostumbrado hedor, inaugurado por los invasores y que se había instalado,
era el olor a la pólvora y a la fusilería.
Pero cuando los
acontecimientos se precipitaron no hubo excusas de olores ni de ningún otro
menester. Había sucedido al parecer que Pedro de Alvarado, desenfrenado, se había
descontrolado al ordenar a su gente arcabucear a los nativos arremolinados frente
al Templo Mayor, sin razón alguna.
Cientos de indios que estaban
celebrando vaya a saber qué gran cosa, según decían en honor a Tezcatlipoca, fueron atacados sin que mediara excusa alguna por
las huestes de Alvarado, por esos días responsable de la ciudadela, quien después
justificaría esa reacción al explicar que lo había amedrentado observar tantos indios
a los gritos, vociferando en lengua extraña, sumado a que le habían llegado
supuestos indicios de que estaban preparándose para una ofensiva contra los
representantes de España.
Sea como haya sido, aquello
no les impidió, después del desastre que pergeñó, deambular por encima de los muertos e irlos despojando
de sus atuendos de valor.
Los españoles dejaron a los
caídos apenas vestidos con sus prendas básicas, sin ornamentos y los desnudaron
de todo el oro que portaban, después de asesinarlos a sangre fría mientras realizaban
aquel incomprensible homenaje vaya a saber a quién.
La sin razón y el
desafortunado calvario vivido por los naturales, muchos de elevada condición
social, que yacientes en medio de la Plaza Mayor fueron, además de asesinados,
desprovistos de sus enseres, provocaría una severa reacción de quienes
alrededor del suceso habían observado la actitud de los peninsulares.
La muchedumbre se precipitó
contra los agresores. En gran número se abalanzaron sobre ellos y los
despojaron de sus armas. Algunos españoles pudieron organizarse dentro del
estupor provocado y lograron apresar a varios nativos de raigambre
significativa, conduciéndolos a la fuerza hacia adentro del Palacio en el que
moraban. Otros cayeron en las garras de los tenaces reivindicadores, pero la
gran mayoría de los europeos huyó precipitadamente, sin armamentos y sin otro
bastimento hacia adentro de aquel Palacio del viejo Axayácatl, que se había
convertido sin quererlo en un fuerte amurallado, protector de los invasores.
Los ochenta días de Cuitláhuac
El aguerrido Cuitláhuac,
hermano del Tlatoani, fue encarcelado y llevado a la misma habitación que
ocupaba Moctezuma, quien también permanecía encerrado por orden de Cortés,
después de lo que había sucedido unos días atrás, a raíz del enfrentamiento
entre los grupos náhuatl y totonaca en la joven ciudad de Veracruz.
Cuando regresó el extremeño
con sus hombres y con los de Narváez se encontró con un panorama pésimo. La
ciudadela levantada en guerra contra el español, por culpa de una
interpretación malhadada de un atolondrado como Pedro de Alvarado que se había
dejado llevar por los resquemores de totonacas y tlaxcaltecas aliados, quienes
aventuraban la posibilidad de que los mexicas estuvieran preparando una
agresión.
Sin armas de ninguna índole
y en poco tiempo más sin víveres suficientes, la inmensa cantidad de españoles
debería actuar urgentemente para salvar su vida.
Hernán Cortés dialogó sobre
ese dilema con el Tlatoani y ambos resolvieron como una posibilidad dejar ir a
Cuitláhuac, calculando que la decisión de liberarlo ayudaría a entrar en razón
a la gran cantidad de levantiscos que habían rodeado la Plaza y el Palacio.
Sin embargo, una vez libre, Cuitláhuac se reunió con los señores y los sacerdotes de la gran Altépetl que era Tenochtitlan y fue nombrado por los Pillis el nuevo Huey Tlatoani en lugar de su hermano, a quien la población mexica consideraba y había castigado como cobarde y traidor.
A partir de entonces
organizó un numeroso ejército, intensificado por el aporte de varias
comunidades vecinas. Mientras se iba armando, esperaba que las ratas invasoras murieran
como tales.
La estrategia fue aguardar
que los cobardes visitantes encerrados, comenzaran a salir por sus propios
medios desesperados por el hambre.
Cuitláhuac no quiso exponer
más vidas. Su hermano había encontrado la muerte al intentar resolver la
situación por medio del diálogo. Apedreado e impactado por alguna de las varias
flechas que le fueron destinadas, se derrumbó frente a la muchedumbre y los
pocos españoles que lo habían acompañado a la entrada del Palacio, reingresaron
al edificio con el cuerpo exhausto de Moctezuma. El diálogo estaba terminado y
el reciente Tlatoani estaba convencido de que la situación se explicaba por sí
misma, que los extraños encerrados y sin bastimentos habían sido derrotados.
Mientras tanto, la vida
siguió su curso.
Las cientos de canoas intensificaron
su deambular por los lagos adyacentes. Fue mantenida la actividad de la pesca
en el lago salado de Texcoco y continuado el proceso de extracción de agua
dulce de los demás lagos no salitrales circundantes. Se siguieron comerciando
los mismos productos que habían circulado por el Altépetl desde hacía tiempo
atrás, obsidiana, pescado, cacao,
calabaza, maíz, cayote, tabaco, algodón y porotos, actividades que se
desarrollaban sobre la base del trueque con las demás aldeas pertenecientes a la
misma entidad política y territorial.
Los jóvenes que integraban los
sectores sociales más altos mantuvieron su concurrencia al Calmécac, donde se
los preparaba para la vida relacionada con las decisiones de poder y los hijos
de los macehuales o artesanos, continuaron desarrollando su formación en el
Telpochcalli, donde se desplegaba el aprendizaje del arte de los oficios.
Una de las labores
esenciales que los mexicas valoraban con entusiasmo, expresada por medio de las
continuas festividades de carácter mensual, eran las relacionadas a la
confección de los instrumentos de música. Para quienes demostraban esas dotes y
además se inclinaban por el canto, se había conformado el Cuicacalco, que
permanecía recibiendo alumnos y brindando sus clases.
Los jóvenes mayores eran
artesanos, alfareros, pescadores, constructores de chinampas, zapateros,
músicos, artistas en general. La población de un extracto más bajo que el de
los macehuales y los esclavos, la base más ancha de la pirámide social, formaba
parte del abultado número de la milicia. Cada uno de ellos por igual, ocupaba
además parte del día en el laboreo de la tierra comunal.
El tiempo iba transcurriendo
y a los españoles se le acababa la estrategia de racionar la alimentación. Se
iba consumiendo definitivamente la posibilidad de subsistencia. Hernán Cortés se decidió entonces por un
recurso extremo, esperaría la noche y en silencio dirigiría la gran comparsa de
hombres y caballos hacia las afueras de la ciudad.
Cuando llegó aquel último
día del mes de junio de 1520, lluvioso y oscuro, tomó la decisión. Preparó a aquellos
individuos en fila de a dos, de a tres y sigilosos, para que comenzaran la
retirada del Palacio, aprovechando que el grueso de aborígenes no se encontraba
apostado a la intemperie a raíz de lo desacompasado del clima. Para ello midió
muy bien sus fuerzas y sopesó lo abigarrado de su conglomerado, sabiendo que
debería elegir el rumbo que llevaría por una de las seis calzadas que cruzaban
Tenochtitlan, tres de norte a sur y las otras de este a oeste. El líder español
elegiría la orientada hacia el poniente, a la ciudad de Tlacopán cruzando el
puente de chichimecapán, con la pretensión de escapar sin prisa pero sin pausa
hacia la ciudad de Tlaxcala, cuyos habitantes se habían constituido en aliados
incondicionales después de haber sido derrotados a través de salvajes batallas.
En medio de la oscuridad de
la noche, comenzó a salir esa hambrienta troupe de su auto encierro. Muchos de
los hombres avanzaban con sigilo con la responsabilidad de proteger a los animales,
otros cansados como estaban por la falta de alimentación iban extremadamente
pesados, caminando nerviosos y a los tumbos, llevando consigo numeroso peso en
oro en sus alforjas.
La casualidad dicen, es hija
de la oportunidad. La voz de una anciana dio el aviso y urgentemente una
inmensa cantidad de naturales se fue acercando acaloradamente al lugar,
impidiendo a través de dardos, golpes de palo, enfrentamientos cuerpo a cuerpo,
que los españoles y sus aliados continúen por el camino. Muchos estaban
adelantados en su peregrinación, otros fueron bloqueados en su andar. Entre
forcejeos y empujones, los menos iban avanzando muy pesadamente por el sendero,
los más, iban cayendo rendidos por el peso, asfixiados por el tumulto, ahogados
al precipitarse al lago desde los puentes, ensartados por las boleadoras, las
lanzas o las flechas de los mexicas.
Un grupo muy menor pudo
escapar, pero por supuesto, fueron indios la mayoría de muertos, entre náhuatl
y pro españoles.
Cuitláhuac había antepuesto
la defensa de su ciudad a la posibilidad de recuperar el tesoro famoso de su
padre Axayácatl, que el extremeño había encontrado empotrado
en una pared del Palacio y con el que se regocijaran los peninsulares novatos,
los recién llegados, aquellos que habían sido convencidos por Cortés y que en el
desembarco continental habían pertenecido al ejército de Narváez.
Aquel
tesoro desapareció en su mayoría desperdigado en las aguas del lago Texcoco,
abandonado por los españoles en el apuro de salvar sus vidas o extraviado junto
con la humanidad de aquellos europeos ávidos de riqueza.
Confundidos
en medio del campo, los sobrevivientes de tamaña empresa de salvamento y
socorro, descansaron. Cuentan que Hernán Cortés, debajo de un árbol junto con
la Malinche, se detuvo a llorar por tamaña derrota.
Sin
consuelo, pasando revista a todas y cada una de las adversidades por la que
había sobrevivido desde su llegada a la ciudadela azteca, para sostener en alto
su rara mezcla de tozudez e intemperancia, le preguntó a su Marina si conocía
el nombre de quien había liderado aquella ofensiva contra los europeos.
Malintzin,
que sentía muy poco amor por su pueblo náhuatl, desde que habían decidido
entregarla como prenda de paz después de una derrota mexica contra el pueblo
maya de Potonchán, miró a los ojos a su amo y le contestó: Cuitláhuac, el
hermano de Moctezuma y recientemente elegido como Tlatoani.
Pero el
verdadero nombre del líder azteca era Cuauhtláhuac, que en lengua náhuatl significa
"águila sobre el agua".
Por
rencor, por desprecio, o en forma de venganza personal, la Malinche había
decidido que la expresión para nombrar al gran caudillo resistente de
Tenochtitlan fuese Cuitláhuac, que casualmente o no, en náhuatl quiere decir
estiércol. Así lo dejaría asentado su hija María Bartola, transformada en la
primera mujer historiadora de México y que jamás recibiera algún reconocimiento
de parte de la Corte española como hija de uno de los últimos Tlatoani, de la
misma forma que recibieron reconocimientos de la España imperial los descendientes
de Moctezuma II, que sí había manifestado condescendencia en favor de la
conquista europea.
El nuevo
Tlatoani, al decir de su hija María, sobreviviría ochenta días en el poder. La
viruela, llegada al Istmo de Yucatán a través de las tropas de Pánfilo de
Narváez, que habían sido enviadas por el gobernador de Cuba contra el mismísimo
Hernán Cortés, se enseñoreó en el territorio y fue generando en forma
subrepticia, una tragedia que acumuló miles de muertos, sobre todo en los
aborígenes, que no tenían inmunidad contra ella.
Cuitláhuac
fallecería el 28 de noviembre de 1520, el último día del mes de Quecholli. Poco
después, las tropas reorganizadas por el español, volverían a atacar Tenochtitlan
en el mes de agosto de 1521, asediándola durante los dos meses y medio previos,
promoviendo muerte y hambruna, capturando por fin a su último Tlatoani,
Cuauhtémoc, primo hermano de los dos anteriores.
La
maravillosa fisonomía de la gran urbe que había sido Tenochtitlan, con sus
calzadas ordenadas hacia los cuatro puntos cardinales, sus puentes levadizos
preparados para coordinar
la interacción de los diversos islotes, sus asombrosas
construcciones, su diagramación ejemplar que permitía distinguir a cada barrio
por su zona circundante, su majestuoso
paseo público central, que unía el Palacio Real con el Templo Mayor en un único
ámbito de relación integrado, su fabuloso mercado central, que nucleaba a
diversidad de gentes de varias regiones aún de aldeas vecinas, todo eso dejó de
ser lo que había sido antes de la crucial hecatombe, para dar lugar a un
espacio corrompido, a raíz de la ocupación de los españoles.
Cuando el asedio se dio por
concluido, terminó también el fastidio y el sinsabor del propio Cuauhtémoc, que
presentía que a pesar de todo el empeño puesto en fortalecer la resistencia y
agigantarla, no lograría hacer subsistir aquel objetivo de liberación ante la
sinrazón y la desesperanza por la supervivencia.
Tenochtitlan se acabó cuando
se le agotaron los esfuerzos por sostener su libertad. Llegó un momento en el
cual no había más excusas, el hambre y la sed arreciaban. La muerte que estaba
en todos lados, era la medida de todas las cosas.
El derrumbe de Tenochtitlan
fue el triunfo de la dominación política y militar, pero también significó el
inicio de un calvario fenomenal e inaudito que condujo a la debacle de
costumbres, religión, lengua y cotidianidades que juntas resumían la antigua y
consolidada idea de libertad con dignidad, de todo un pueblo acostumbrado como
estaba a sostener de pie sus valores y que nunca jamás volvió a ser como había
sido.
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