sábado, 7 de mayo de 2022

 

Cuitláhuac

 

por Alberto Carbone


La lluvia persistió todo el día. Durante la tarde se temió por la seguridad de la circulación dentro de la ciudad. Alguien había insinuado dudas al respecto al evaluar el estado de consolidación del apisonamiento de las calles, presintiendo que tal vez cederían ante tanta agua.

No es que se haya precipitado una lluvia con las características de las que fluían tiempos atrás, tan temibles en otras épocas y que hacía años no sucedían. Aquellas eran tan fuertes y persistentes que habían generado el alza de la cota de los lagos y la consecuente inundación de la ciudadela. Hubo que vaciar las casas y vivir en otros ambientes hasta que la labor continua de secado y los rayos del sol fueron recuperando poco a poco la normalidad de Tenochtitlan.

El episodio se repetía también en la vecina ciudad de Texcoco, su Tlatoani, que en ese entonces era  Nezahualcóyotl, ordenó entonces la construcción de varios diques que solucionaron para siempre la controversia y resolvieron definitivamente el antiguo problema habitacional. Pero las inundaciones persistían igualmente cuando las lluvias se tornaban escandalosas, por eso, el propio Tlatoani mexica Ahuizotl, a pesar de que había dispuesto lo mismo que su par vecino, el proyecto y la construcción de un dique en su ciudad, perdería la vida en medio de una de aquellas tremendas precipitaciones, al inundarse la habitación donde dormía, golpeándose la cabeza al tratar de escapar de esa situación. Lo sucedería su sobrino Moctezuma II Xocoyotzin, hermano de Cuitláhuac. Recién había comenzado el Siglo XVI, casi dos décadas antes de la entrada de Hernán Cortés a Tenochtitlan.  

Aquella lluvia de fines del mes de junio, último día del mes Tecuilhuitontli era extenuante. Remembraba las viejas anécdotas con el Tlatoani pereciendo en un accidente doméstico, pero esta vez se manifestaba poco intensa aunque sí persistente. De todas formas, la celebración por el cambio del mes no se suspendería. No estaba en la ciudad el jefe de los extraños, el señor Malinche, era cierto, pero había dejado como autoridad a quien se hacía llamar Tonatiuh y éste había permitido aquella congregación festiva. Toda la dignidad mexica se había ataviado bien para el evento y no se resignaba a suprimirlo sólo por una llovizna.



Cuitláhuac. Tlatoani Heroico

La humedad lo traspasaba todo. El aroma intenso y penetrante de la vegetación se imponía con su presencia y junto con aquel vaho y con la neblina que habían aparecido desde la mañana, y que los árboles no dejaban que se difuminaran, reaparecía invariablemente ese desacostumbrado hedor, inaugurado por los invasores y que se había instalado, era el olor a la pólvora y a la fusilería.

Pero cuando los acontecimientos se precipitaron no hubo excusas de olores ni de ningún otro menester. Había sucedido al parecer que Pedro de Alvarado, desenfrenado, se había descontrolado al ordenar a su gente arcabucear a los nativos arremolinados frente al Templo Mayor, sin razón alguna.

Cientos de indios que estaban celebrando vaya a saber qué gran cosa, según decían en honor a Tezcatlipoca,  fueron atacados sin que mediara excusa alguna por las huestes de Alvarado, por esos días responsable de la ciudadela, quien después justificaría esa reacción al explicar que lo había amedrentado observar tantos indios a los gritos, vociferando en lengua extraña, sumado a que le habían llegado supuestos indicios de que estaban preparándose para una ofensiva contra los representantes de España.

Sea como haya sido, aquello no les impidió, después del desastre que pergeñó,  deambular por encima de los muertos e irlos despojando de sus atuendos de valor.

Los españoles dejaron a los caídos apenas vestidos con sus prendas básicas, sin ornamentos y los desnudaron de todo el oro que portaban, después de asesinarlos a sangre fría mientras realizaban aquel incomprensible homenaje vaya a saber a quién.

La sin razón y el desafortunado calvario vivido por los naturales, muchos de elevada condición social, que yacientes en medio de la Plaza Mayor fueron, además de asesinados, desprovistos de sus enseres, provocaría una severa reacción de quienes alrededor del suceso habían observado la actitud de los peninsulares.

La muchedumbre se precipitó contra los agresores. En gran número se abalanzaron sobre ellos y los despojaron de sus armas. Algunos españoles pudieron organizarse dentro del estupor provocado y lograron apresar a varios nativos de raigambre significativa, conduciéndolos a la fuerza hacia adentro del Palacio en el que moraban. Otros cayeron en las garras de los tenaces reivindicadores, pero la gran mayoría de los europeos huyó precipitadamente, sin armamentos y sin otro bastimento hacia adentro de aquel Palacio del viejo Axayácatl, que se había convertido sin quererlo en un fuerte amurallado, protector de los invasores.


Los ochenta días de Cuitláhuac

El aguerrido Cuitláhuac, hermano del Tlatoani, fue encarcelado y llevado a la misma habitación que ocupaba Moctezuma, quien también permanecía encerrado por orden de Cortés, después de lo que había sucedido unos días atrás, a raíz del enfrentamiento entre los grupos náhuatl y totonaca en la joven ciudad de Veracruz.

Cuando regresó el extremeño con sus hombres y con los de Narváez se encontró con un panorama pésimo. La ciudadela levantada en guerra contra el español, por culpa de una interpretación malhadada de un atolondrado como Pedro de Alvarado que se había dejado llevar por los resquemores de totonacas y tlaxcaltecas aliados, quienes aventuraban la posibilidad de que los mexicas estuvieran preparando una agresión.

Sin armas de ninguna índole y en poco tiempo más sin víveres suficientes, la inmensa cantidad de españoles debería actuar urgentemente para salvar su vida.

Hernán Cortés dialogó sobre ese dilema con el Tlatoani y ambos resolvieron como una posibilidad dejar ir a Cuitláhuac, calculando que la decisión de liberarlo ayudaría a entrar en razón a la gran cantidad de levantiscos que habían rodeado la Plaza y el Palacio.

Sin embargo, una vez libre, Cuitláhuac se reunió con los señores y los sacerdotes de la gran Altépetl que era Tenochtitlan y fue nombrado por los Pillis el nuevo Huey Tlatoani en lugar de su hermano, a quien la población mexica consideraba y había castigado como cobarde y traidor.

A partir de entonces organizó un numeroso ejército, intensificado por el aporte de varias comunidades vecinas. Mientras se iba armando, esperaba que las ratas invasoras murieran como tales.

La estrategia fue aguardar que los cobardes visitantes encerrados, comenzaran a salir por sus propios medios desesperados por el hambre.

Cuitláhuac no quiso exponer más vidas. Su hermano había encontrado la muerte al intentar resolver la situación por medio del diálogo. Apedreado e impactado por alguna de las varias flechas que le fueron destinadas, se derrumbó frente a la muchedumbre y los pocos españoles que lo habían acompañado a la entrada del Palacio, reingresaron al edificio con el cuerpo exhausto de Moctezuma. El diálogo estaba terminado y el reciente Tlatoani estaba convencido de que la situación se explicaba por sí misma, que los extraños encerrados y sin bastimentos habían sido derrotados.

Mientras tanto, la vida siguió su curso.

Las cientos de canoas intensificaron su deambular por los lagos adyacentes. Fue mantenida la actividad de la pesca en el lago salado de Texcoco y continuado el proceso de extracción de agua dulce de los demás lagos no salitrales circundantes. Se siguieron comerciando los mismos productos que habían circulado por el Altépetl desde hacía tiempo atrás,  obsidiana, pescado, cacao, calabaza, maíz, cayote, tabaco, algodón y porotos, actividades que se desarrollaban sobre la base del trueque con las demás aldeas pertenecientes a la misma entidad política y territorial.

Los jóvenes que integraban los sectores sociales más altos mantuvieron su concurrencia al Calmécac, donde se los preparaba para la vida relacionada con las decisiones de poder y los hijos de los macehuales o artesanos, continuaron desarrollando su formación en el Telpochcalli, donde se desplegaba el aprendizaje del arte de los oficios.

Una de las labores esenciales que los mexicas valoraban con entusiasmo, expresada por medio de las continuas festividades de carácter mensual, eran las relacionadas a la confección de los instrumentos de música. Para quienes demostraban esas dotes y además se inclinaban por el canto, se había conformado el Cuicacalco, que permanecía recibiendo alumnos y brindando sus clases.

Los jóvenes mayores eran artesanos, alfareros, pescadores, constructores de chinampas, zapateros, músicos, artistas en general. La población de un extracto más bajo que el de los macehuales y los esclavos, la base más ancha de la pirámide social, formaba parte del abultado número de la milicia. Cada uno de ellos por igual, ocupaba además parte del día en el laboreo de la tierra comunal.

El tiempo iba transcurriendo y a los españoles se le acababa la estrategia de racionar la alimentación. Se iba consumiendo definitivamente la posibilidad de subsistencia.  Hernán Cortés se decidió entonces por un recurso extremo, esperaría la noche y en silencio dirigiría la gran comparsa de hombres y caballos hacia las afueras de la ciudad.

Cuando llegó aquel último día del mes de junio de 1520, lluvioso y oscuro, tomó la decisión. Preparó a aquellos individuos en fila de a dos, de a tres y sigilosos, para que comenzaran la retirada del Palacio, aprovechando que el grueso de aborígenes no se encontraba apostado a la intemperie a raíz de lo desacompasado del clima. Para ello midió muy bien sus fuerzas y sopesó lo abigarrado de su conglomerado, sabiendo que debería elegir el rumbo que llevaría por una de las seis calzadas que cruzaban Tenochtitlan, tres de norte a sur y las otras de este a oeste. El líder español elegiría la orientada hacia el poniente, a la ciudad de Tlacopán cruzando el puente de chichimecapán, con la pretensión de escapar sin prisa pero sin pausa hacia la ciudad de Tlaxcala, cuyos habitantes se habían constituido en aliados incondicionales después de haber sido derrotados a través de salvajes batallas.

En medio de la oscuridad de la noche, comenzó a salir esa hambrienta troupe de su auto encierro. Muchos de los hombres avanzaban con sigilo con la responsabilidad de proteger a los animales, otros cansados como estaban por la falta de alimentación iban extremadamente pesados, caminando nerviosos y a los tumbos, llevando consigo numeroso peso en oro en sus alforjas.

La casualidad dicen, es hija de la oportunidad. La voz de una anciana dio el aviso y urgentemente una inmensa cantidad de naturales se fue acercando acaloradamente al lugar, impidiendo a través de dardos, golpes de palo, enfrentamientos cuerpo a cuerpo, que los españoles y sus aliados continúen por el camino. Muchos estaban adelantados en su peregrinación, otros fueron bloqueados en su andar. Entre forcejeos y empujones, los menos iban avanzando muy pesadamente por el sendero, los más, iban cayendo rendidos por el peso, asfixiados por el tumulto, ahogados al precipitarse al lago desde los puentes, ensartados por las boleadoras, las lanzas o las flechas de los mexicas.

Un grupo muy menor pudo escapar, pero por supuesto, fueron indios la mayoría de muertos, entre náhuatl y  pro españoles.

Cuitláhuac había antepuesto la defensa de su ciudad a la posibilidad de recuperar el tesoro famoso de su padre Axayácatl, que el extremeño había encontrado empotrado en una pared del Palacio y con el que se regocijaran los peninsulares novatos, los recién llegados, aquellos que habían sido convencidos por Cortés y que en el desembarco continental habían pertenecido al ejército de Narváez.

Aquel tesoro desapareció en su mayoría desperdigado en las aguas del lago Texcoco, abandonado por los españoles en el apuro de salvar sus vidas o extraviado junto con la humanidad de aquellos europeos ávidos de riqueza.

Confundidos en medio del campo, los sobrevivientes de tamaña empresa de salvamento y socorro, descansaron. Cuentan que Hernán Cortés, debajo de un árbol junto con la Malinche, se detuvo a llorar por tamaña derrota.

Sin consuelo, pasando revista a todas y cada una de las adversidades por la que había sobrevivido desde su llegada a la ciudadela azteca, para sostener en alto su rara mezcla de tozudez e intemperancia, le preguntó a su Marina si conocía el nombre de quien había liderado aquella ofensiva contra los europeos.

Malintzin, que sentía muy poco amor por su pueblo náhuatl, desde que habían decidido entregarla como prenda de paz después de una derrota mexica contra el pueblo maya de Potonchán, miró a los ojos a su amo y le contestó: Cuitláhuac, el hermano de Moctezuma y recientemente elegido como Tlatoani.

Pero el verdadero nombre del líder azteca era  Cuauhtláhuac, que en lengua náhuatl significa "águila sobre el agua".


Cuitláhuac Arqueología Mexicana


Por rencor, por desprecio, o en forma de venganza personal, la Malinche había decidido que la expresión para nombrar al gran caudillo resistente de Tenochtitlan fuese Cuitláhuac, que casualmente o no, en náhuatl quiere decir estiércol. Así lo dejaría asentado su hija María Bartola, transformada en la primera mujer historiadora de México y que jamás recibiera algún reconocimiento de parte de la Corte española como hija de uno de los últimos Tlatoani, de la misma forma que recibieron reconocimientos de la España imperial los descendientes de Moctezuma II, que sí había manifestado condescendencia en favor de la conquista europea.

El nuevo Tlatoani, al decir de su hija María, sobreviviría ochenta días en el poder. La viruela, llegada al Istmo de Yucatán a través de las tropas de Pánfilo de Narváez, que habían sido enviadas por el gobernador de Cuba contra el mismísimo Hernán Cortés, se enseñoreó en el territorio y fue generando en forma subrepticia, una tragedia que acumuló miles de muertos, sobre todo en los aborígenes, que no tenían inmunidad contra ella.

Cuitláhuac fallecería el 28 de noviembre de 1520, el último día del mes de Quecholli. Poco después, las tropas reorganizadas por el español, volverían a atacar Tenochtitlan en el mes de agosto de 1521, asediándola durante los dos meses y medio previos, promoviendo muerte y hambruna, capturando por fin a su último Tlatoani, Cuauhtémoc, primo hermano de los dos anteriores.

La maravillosa fisonomía de la gran urbe que había sido Tenochtitlan, con sus calzadas ordenadas hacia los cuatro puntos cardinales, sus puentes levadizos preparados para coordinar la interacción de los diversos islotes, sus asombrosas construcciones, su diagramación ejemplar que permitía distinguir a cada barrio por su  zona circundante, su majestuoso paseo público central, que unía el Palacio Real con el Templo Mayor en un único ámbito de relación integrado, su fabuloso mercado central, que nucleaba a diversidad de gentes de varias regiones aún de aldeas vecinas, todo eso dejó de ser lo que había sido antes de la crucial hecatombe, para dar lugar a un espacio corrompido, a raíz de la ocupación de los españoles.

Cuando el asedio se dio por concluido, terminó también el fastidio y el sinsabor del propio Cuauhtémoc, que presentía que a pesar de todo el empeño puesto en fortalecer la resistencia y agigantarla, no lograría hacer subsistir aquel objetivo de liberación ante la sinrazón y la desesperanza por la supervivencia.

Tenochtitlan se acabó cuando se le agotaron los esfuerzos por sostener su libertad. Llegó un momento en el cual no había más excusas, el hambre y la sed arreciaban. La muerte que estaba en todos lados, era la medida de todas las cosas.

El derrumbe de Tenochtitlan fue el triunfo de la dominación política y militar, pero también significó el inicio de un calvario fenomenal e inaudito que condujo a la debacle de costumbres, religión, lengua y cotidianidades que juntas resumían la antigua y consolidada idea de libertad con dignidad, de todo un pueblo acostumbrado como estaba a sostener de pie sus valores y que nunca jamás volvió a ser como había sido.

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