martes, 24 de mayo de 2022

 


Caupolicán

 

 

 


por Alberto Carbone

 

Su historia se confundió con la leyenda.

 Participó de las etapas más relevantes de la denominada Guerra del Arauco, una angustiosa instancia, calvario desolador, desvariada alquimia controvertida y convulsa.

Brutal experiencia multitudinaria conformada por extensos episodios extenuantes y desesperanzadores.

Toda una epopeya en sí misma, una calamidad definitiva y estresante que hizo eclosión con posterioridad a la desaparición física de Lautaro.

Cuentan que precisamente fue aquel histórico Toqui quien habría contribuido a una extrema reformulación de la estrategia aborigen en las batallas, sucedidas en aquella dilatada guerra que desarrollara su pueblo.

Tácticas birladas al ejército de ocupación, en virtud de haber aprendido sumido a disgusto en las fauces del enemigo, su formación militar de los propios españoles.

 Su historia podría ser novelada.

Siendo niño había sido extraído de su comunidad con prepotencia y a los tirones. Los peninsulares que lo frecuentaron cotidianamente lo fueron reformateando en forma secuencial, imponiéndole otras creencias, lengua, instrucción y cotidianidad. Sin embargo, cuando pudo acumular suficiente coraje y fugarse de su cautiverio, lo intentó y lo consiguió.

Partió hacia el Sur, al epicentro de aquel territorio aborigen ancestral que no había dejado de extrañar a pesar de las presiones y de lo duro que significaran en su pequeña vida otras costumbres y otra lengua.

No bien llegado al sitio acompañado de una recua de caballos, se entregó al dictamen de los Loncos, que en reunión, lo recibieron, lo escucharon y lo recuperaron como propio dentro de la comunidad.

Lautaro participó con fuerte presencia y decisión en la recomposición organizativa bélica de las huestes amerindias y aquel aporte, sumado a su profunda convicción y fuerza de voluntad, contribuyó al aliento, certidumbre y consolidación de los futuros aprestos en batalla y de los alcances de los objetivos de lucha de los defensores del territorio chileno.

Constituido en el gran Toqui de su pueblo, participó en las luchas más encarnizadas y violentas, convenciendo a su gente de que todavía era posible recuperar terreno y vencer al invasor.

Tanto valor y predicamento no se había dimensionado dentro de la organización aborigen hasta que su pérdida desembocó en un gran vacío que paulatinamente fue resintiendo las convicciones de los guerreros.

Puestos a pensar, los Loncos no podían encontrar un reemplazante para semejante conductor y aquella rémora, redundó en una seguidilla de fracasos en el campo de batalla.

El aporte del viejo sabio de la comunidad, el cacique Colocolo, conduciría a destrabar aquel contratiempo.

Los mapuches precisaban la voz de mando de un nuevo Toqui, un sustituto para quien aparecía como un irremplazable, alguien que se había configurado en el mentor de una historia de triunfos, de satisfacciones y de copiosa fe en las fuerzas propias.

 En reunión plenaria, Colocolo, habría sugerido un método de sacrificio y voluntad para seleccionar al postulante al cargo. El elegido sería aquel que demostrara mayor esfuerzo y tesón a través de su conducta frente a una tremenda prueba de coraje de dificultad y de fatiga.

Debería sostener durante mayor cantidad de tiempo un pesado y voluminoso tronco sobre sus hombros.

Las pruebas de selección se pusieron en marcha entre los pretendientes. Cuentan que Colocolo conocía perfectamente el caudal de fortaleza que acumulaba su preferido.

El viejo líder tenía sus ojos puestos en Caupolicán.

Caupolicán. Biblioteca Nacional de Chile


Varios Loncos pasaron por la experiencia y la superaron. Un grupo de interesados entre los que se contaba al propio Lincoyán, controló el tronco durante varias horas seguidas.

Sin embargo, la sorpresa se multiplicó entre los presentes, al comprobar que el cacique Caupolicán había sido capaz de contenerlo sobre su espalda durante dos días y dos noches.

Como lo había augurado Colocolo, la destreza del caudillo promisorio, contumaz y porfiado lo había logrado.

 Caupolicán lograría a través de su valioso esfuerzo personal instalarse como el nuevo Toqui y tendría sobre si la más alta responsabilidad, recuperar la confianza y el valor de su pueblo que estaba siendo avasallado por las inclemencias de un tiempo desgraciado, que le estaba robando todo lo que por derecho propio le pertenecía, la tierra, la cultura, la normalidad de la vida cotidiana.

El nuevo líder había pertenecido a las huestes de Lautaro y participado junto con él en la batalla de Tucapel, sitio aquel donde hubo perdido la vida el entonces Gobernador Valdivia.

El Fuerte había quedado en ruinas, como un símbolo preciso de lo que el valor de la defensa de un pueblo decidido podía lograr si se lo proponía.

Después de la muerte de Lautaro, los Toquis más aguerridos como Lincoyán y Galvarino, no pudieron vencer en la batalla de Lagunillas. Habían conformado una fuerza de doce mil indios que esperanzados y decididos esperaron en una especie de ciénaga a las tropas de García Hurtado de Mendoza.

La fuerza de los españoles estaba constituida por seiscientos soldados bien armados, sumados a miles de yanaconas que peleaban en el frente en la primera línea. La lucha fue cuerpo a cuerpo, los mapuches se desconcertaron en medio de una tremenda desorganización.

No hubo conducción serena y confiada y los guerreros mal direccionados se precipitaron en desbandada.

Una atiborrada cantidad de cuerpos totalmente destrozados y más de ciento cincuenta prisioneros, entre ellos el cacique Galvarino, había quedado esparcida en el campo de batalla.

Hurtado de Mendoza ordenó cortarle mano derecha y nariz a todos los guerreros apresados, una costumbre que tiempo atrás había inaugurado en Chile con singular vanagloria Don Pedro de Valdivia.

Hurtado observó especialmente al Toqui entre los apresados y lo seleccionó, como escarmiento procedió a rebanarle la mano, seguramente le habría parecido un gran espectáculo delante de los prisioneros. Como Galvarino en muestra de valentía y esfuerzo, demostrando ausencia de dolor le extendió la otra, se la cercenó también. Mutilado fue abandonado a su suerte en medio de la llanura.

En total habían sido contabilizados más de un centenar y medio de indios que quedaron estropeados en derredor de aquel campo después del recurso aleccionador de los europeos.

Los Loncos interpretaron ese proceder como una advertencia. Era su obligación elegir a un nuevo líder que recuperara el valor de la confianza popular.

La reunión de los Principales en la sierra de Pilmaiquen, dentro de la extensa y rica zona del Biobío, definió el nombre del Toqui que conduciría la avanzada bélica.

Pilmaiquen en mapudungun significa golondrina y todo aquel episodio se transformaría en un simbólico mensaje de la resistencia centenaria de un pueblo que se había negado a morir o a transformarse en esclavo de una civilización impuesta a fuerza de violencia y sadismo.

Mientras tanto García, con sus tropas y pertrechos, continuaba su avance hacia el interior de lo que denominaba la Araucanía. Aquella no era otra que la tierra que habitaban los mapuches, a quienes los españoles denominaban araucanos al tergiversar la voz promaucaes, con la cual mencionaban los incas a los naturales del Norte chileno.

Inmersos en la Araucanía, los europeos establecieron campamento en los llanos de Millaraupe. Enterado de ello el líder Caupolicán decidió dar un ataque por sorpresa.

Al frente de miles de jinetes chilenos permanecería asentado el cacique Galvarino, que aunque falto de sus dos manos azuzaría a sus compañeros a dar batalla.

Galvarino con sus manos amputadas


Toda la noche fueron parapetándose alrededor del vivac invasor.

 Era el Día de San Andrés, 30 de noviembre de 1557. Al iniciar el alba, comenzaron a escucharse desde el centro del campamento vibrantes sonidos de diana y trompetas en honor al Santo. Estrépitos arrolladores que proferían la invitación al inicio de una fiesta devota. Los indios, que jamás interpretarían aquellas costumbres, se creyeron descubiertos, confundidos y apurados entonces, se precipitaron al ataque.

Aquella circunstancia azarosa decretó su derrota. Los españoles fueron capaces de contener la embestida mal preparada, lanzada a los tumbos y peor estructurada tácticamente.

Los mapuches fueron contenidos en el frente, en pleno avance, pero paralelamente fueron sorprendidos también desde la retaguardia. A pesar de contar con más de quince mil guerreros no pudieron o no supieron sofrenar una estrategia bélica que en forma de pinzas arruinó lo que podría haber sido un brillante triunfo, transformándolo en una desgraciada carnicería.

La batalla se desarrolló cuerpo a cuerpo y se extendió hasta después del mediodía. Entre los gritos y la fusilería perecieron más de mil aborígenes.

Dicen que Caupolicán observó todo aquel tenebroso espectáculo, multicolor y angustiante desde la altura de un promontorio, sobre su caballo blanco. Aquel día, el proyecto de defensa del territorio perdería demasiadas vidas, entre las cuales sobresalió la de Galvarino que en esa ocasión no fue perdonada.

Unos meses después, en enero de 1558, Caupolicán rearmó su tropa y elucubró la posibilidad de atacar la ciudadela de Cañete, edificada donde había estado instalado el Fuerte de Tucapel. Ese emplazamiento significaba poco más que un reconocimiento a la figura del asesinado ex Gobernador Valdivia pero de paso aportaba también una significativa presencia española en la zona del Biobío.

Caupolicán, Cerro Santa Lucía


Una versión de aquel hecho sería narrada a partir de la descripción de una estrategia planificada por los españoles, quienes utilizando el accionar de un yanacona de nombre Andresito, habrían convencido a Caupolicán a fuerza de engaños a preparar un ataque a la ciudadela.

Se habría tratado de una estrategia especulativa, porque paralelamente, los españoles se iban armando y organizando con el objeto de acelerar una contraofensiva apoyada en la invasión del vivac aborigen.

Según esa referencia, los europeos se habrían abalanzado sobre el campamento indígena antes de que los chilenos se aventuraran al ataque de la fortificación. Ante el fenomenal estrépito de aquel operativo sorpresa los guerreros nativos habrían quedado imposibilitados de concretar una defensa sólida, desbordados por la infiltración castellana en medio de su campamento.

Otra versión, por el contrario, aseguró que fue Caupolicán quien se acercó al emplazamiento fortificado con más de quince mil guerreros con el objetivo de generar una encerrona.

Dicen que el Toqui había planificado una estrategia basada en la desesperación de los peninsulares provocada por un estado de situación famélica, ante las penurias por el hambre y por no poder salir fuera de las fronteras de la ciudad.

 El Toqui especulaba con que la intolerancia los llevara a salir a campo abierto y que desenvueltos allí ambos contendores, el triunfo mapuche sería ostensible.

Según Caupolicán, si los españoles iban saliendo de su encierro serían meticulosamente cazados por los guerreros chilenos.

 Ese minucioso procedimiento proyectado por el Toqui se debía exclusivamente al temor que le confería un posible fracaso de su ataque puertas adentro de la ciudadela. Según el criterio de Caupolicán, si los mapuches avanzaban a toda carga contra la fortificación, sus guerreros podrían quedar exhaustos ante el peligro de ser acribillados por los arcabuces, instrumento generador constante de un sinnúmero de bajas.

La versión relata que Andresito llegó hasta el Toqui y lo convenció de que debería finalizar con la espera y atacar a la hora de la siesta, con el objeto de encontrar desprevenidos a los realistas.

Caupolicán, el Héroe Mapuche


Trascendió también que Caupolicán solicitó observar con sus propios ojos la certeza del silencio y el descanso en todo el Fuerte después del mediodía y por ello se convino una fecha para que un grupo de indios se infiltrase en el emplazamiento y garantizara aquella aseveración.

El yanacona estaba arreglado con Reinoso el responsable del Fuerte, quien ordenó silencio y pasividad para ese día. Los aborígenes penetraron en la fortificación y comprobaron la veracidad de los dichos de Andresito.

Todo en calma y en silencio sepulcral.

El día 5 de febrero fue fijado como fecha del ataque. Andresito continuaría con la farsa y abriría las compuertas del Fuerte para que los naturales fueran ingresando a lo que se transformaría en una trampa mortal.

Así sucedería.

Una vez en el interior de las murallas, los españoles fueron saliendo de sus escondites y vaciando sus cargadores sobre la humanidad aborigen, produciendo un desbande total y desesperado.

Nuevamente ingentes pilas de cadáveres se fueron amontonando, mientras un grupo especialmente conformado, siguió los pasos del Toqui que había retornado a su campamento y desde allí proyectaba otra ofensiva.

Ese mismo día apresaron con vida a Caupolicán en Pilmaiquen en medio de una batalla conocida con el nombre de Antihuala.

El final de una historia tenebrosa escrita con sangre aborigen estaba llegando a su fin. 

Todo lo sucedido posteriormente modeló un relato morboso y canallesco. Cuentan que Caupolicán fue ajusticiado sin miramientos a través de una salvaje tortura derivada de las peores enseñanzas de la Edad Media europea.

Para ese episodio también hubo dos versiones.

La primera ceñida en la búsqueda de compasión, justificándola como el sentimiento más humano de la víctima, la mortal debilidad de quien se encuentra perdido y es capaz de renunciar a todo a cambio de su libertad.

En esa relación fueron descriptos los reclamos y las expresiones del Toqui solicitando clemencia a sus carceleros.

La segunda configura una interpretación más heroica.

Narra por ejemplo la actitud de su mujer Fresia que frente al reo, indignada, habría repudiado la decisión de su marido de entregarse con vida ante el invasor y le habría arrojado a su hijo a los pies, para retirarse a continuación de la escena.

También la versión relata que una vez dictaminada la pena contra Caupolicán, habría sido él mismo quien decidido realizó la descabellada acción por sus propios medios, sentándose por propio impulso en la pica, sin dejar de colmar de improperios a sus verdugos.

Sea como haya sido, lo cierto es que después de Caupolicán, las esperanzas del pueblo mapuche de lograr victoria alguna se fueron derrumbando.

Si bien existieron todavía algunos asaltos esporádicos, Chile estaba perdido.

Debemos concluir que después de su calvario, jamás se recuperó la capacidad de organización ni el espíritu elevado de lucha que la nación chilena ancestral había sabido edificar durante más de los cien años en que se extendió la Guerra del Arauco.

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