Caupolicán
por Alberto Carbone
Su historia se confundió
con la leyenda.
Participó de las etapas más relevantes de la
denominada Guerra del Arauco, una angustiosa instancia, calvario desolador,
desvariada alquimia controvertida y convulsa.
Brutal experiencia
multitudinaria conformada por extensos episodios extenuantes y
desesperanzadores.
Toda una epopeya en sí
misma, una calamidad definitiva y estresante que hizo eclosión con
posterioridad a la desaparición física de Lautaro.
Cuentan que precisamente
fue aquel histórico Toqui quien habría contribuido a una extrema reformulación
de la estrategia aborigen en las batallas, sucedidas en aquella dilatada guerra
que desarrollara su pueblo.
Tácticas birladas al
ejército de ocupación, en virtud de haber aprendido sumido a disgusto en las
fauces del enemigo, su formación militar de los propios españoles.
Su historia podría ser novelada.
Siendo niño había sido
extraído de su comunidad con prepotencia y a los tirones. Los peninsulares que
lo frecuentaron cotidianamente lo fueron reformateando en forma secuencial,
imponiéndole otras creencias, lengua, instrucción y cotidianidad. Sin embargo,
cuando pudo acumular suficiente coraje y fugarse de su cautiverio, lo intentó y
lo consiguió.
Partió hacia el Sur, al
epicentro de aquel territorio aborigen ancestral que no había dejado de
extrañar a pesar de las presiones y de lo duro que significaran en su pequeña
vida otras costumbres y otra lengua.
No bien llegado al sitio
acompañado de una recua de caballos, se entregó al dictamen de los Loncos, que
en reunión, lo recibieron, lo escucharon y lo recuperaron como propio dentro de
la comunidad.
Lautaro participó con
fuerte presencia y decisión en la recomposición organizativa bélica de las
huestes amerindias y aquel aporte, sumado a su profunda convicción y fuerza de
voluntad, contribuyó al aliento, certidumbre y consolidación de los futuros
aprestos en batalla y de los alcances de los objetivos de lucha de los
defensores del territorio chileno.
Constituido en el gran
Toqui de su pueblo, participó en las luchas más encarnizadas y violentas,
convenciendo a su gente de que todavía era posible recuperar terreno y vencer
al invasor.
Tanto valor y predicamento
no se había dimensionado dentro de la organización aborigen hasta que su
pérdida desembocó en un gran vacío que paulatinamente fue resintiendo las
convicciones de los guerreros.
Puestos a pensar, los
Loncos no podían encontrar un reemplazante para semejante conductor y aquella
rémora, redundó en una seguidilla de fracasos en el campo de batalla.
El aporte del viejo sabio
de la comunidad, el cacique Colocolo, conduciría a destrabar aquel
contratiempo.
Los mapuches precisaban la
voz de mando de un nuevo Toqui, un sustituto para quien aparecía como un
irremplazable, alguien que se había configurado en el mentor de una historia de
triunfos, de satisfacciones y de copiosa fe en las fuerzas propias.
En reunión plenaria, Colocolo, habría sugerido
un método de sacrificio y voluntad para seleccionar al postulante al cargo. El
elegido sería aquel que demostrara mayor esfuerzo y tesón a través de su
conducta frente a una tremenda prueba de coraje de dificultad y de fatiga.
Debería sostener durante
mayor cantidad de tiempo un pesado y voluminoso tronco sobre sus hombros.
Las pruebas de selección se
pusieron en marcha entre los pretendientes. Cuentan que Colocolo conocía
perfectamente el caudal de fortaleza que acumulaba su preferido.
El viejo líder tenía sus
ojos puestos en Caupolicán.
Varios Loncos pasaron por
la experiencia y la superaron. Un grupo de interesados entre los que se contaba
al propio Lincoyán, controló el tronco durante varias horas seguidas.
Sin embargo, la sorpresa se
multiplicó entre los presentes, al comprobar que el cacique Caupolicán había
sido capaz de contenerlo sobre su espalda durante dos días y dos noches.
Como lo había augurado
Colocolo, la destreza del caudillo promisorio, contumaz y porfiado lo había
logrado.
Caupolicán lograría a través de su valioso
esfuerzo personal instalarse como el nuevo Toqui y tendría sobre si la más alta
responsabilidad, recuperar la confianza y el valor de su pueblo que estaba
siendo avasallado por las inclemencias de un tiempo desgraciado, que le estaba
robando todo lo que por derecho propio le pertenecía, la tierra, la cultura, la
normalidad de la vida cotidiana.
El nuevo líder había
pertenecido a las huestes de Lautaro y participado junto con él en la batalla
de Tucapel, sitio aquel donde hubo perdido la vida el entonces Gobernador
Valdivia.
El Fuerte había quedado en
ruinas, como un símbolo preciso de lo que el valor de la defensa de un pueblo
decidido podía lograr si se lo proponía.
Después de la muerte de
Lautaro, los Toquis más aguerridos como Lincoyán y Galvarino, no pudieron
vencer en la batalla de Lagunillas. Habían conformado una fuerza de doce mil indios
que esperanzados y decididos esperaron en una especie de ciénaga a las tropas
de García Hurtado de Mendoza.
La fuerza de los españoles
estaba constituida por seiscientos soldados bien armados, sumados a miles de
yanaconas que peleaban en el frente en la primera línea. La lucha fue cuerpo a
cuerpo, los mapuches se desconcertaron en medio de una tremenda
desorganización.
No hubo conducción serena y
confiada y los guerreros mal direccionados se precipitaron en desbandada.
Una atiborrada cantidad de
cuerpos totalmente destrozados y más de ciento cincuenta prisioneros, entre
ellos el cacique Galvarino, había quedado esparcida en el campo de batalla.
Hurtado de Mendoza ordenó
cortarle mano derecha y nariz a todos los guerreros apresados, una costumbre que
tiempo atrás había inaugurado en Chile con singular vanagloria Don Pedro de
Valdivia.
Hurtado observó
especialmente al Toqui entre los apresados y lo seleccionó, como escarmiento
procedió a rebanarle la mano, seguramente le habría parecido un gran espectáculo
delante de los prisioneros. Como Galvarino en muestra de valentía y esfuerzo,
demostrando ausencia de dolor le extendió la otra, se la cercenó también.
Mutilado fue abandonado a su suerte en medio de la llanura.
En total habían sido
contabilizados más de un centenar y medio de indios que quedaron estropeados en
derredor de aquel campo después del recurso aleccionador de los europeos.
Los Loncos interpretaron
ese proceder como una advertencia. Era su obligación elegir a un nuevo líder
que recuperara el valor de la confianza popular.
La reunión de los
Principales en la sierra de Pilmaiquen, dentro de la extensa y rica zona del
Biobío, definió el nombre del Toqui que conduciría la avanzada bélica.
Pilmaiquen en mapudungun
significa golondrina y todo aquel episodio se transformaría en un simbólico
mensaje de la resistencia centenaria de un pueblo que se había negado a morir o
a transformarse en esclavo de una civilización impuesta a fuerza de violencia y
sadismo.
Mientras tanto García, con
sus tropas y pertrechos, continuaba su avance hacia el interior de lo que
denominaba la Araucanía. Aquella no era otra que la tierra que habitaban los
mapuches, a quienes los españoles denominaban araucanos al tergiversar la voz
promaucaes, con la cual mencionaban los incas a los naturales del Norte
chileno.
Inmersos en la Araucanía,
los europeos establecieron campamento en los llanos de Millaraupe. Enterado de
ello el líder Caupolicán decidió dar un ataque por sorpresa.
Al frente de miles de
jinetes chilenos permanecería asentado el cacique Galvarino, que aunque falto
de sus dos manos azuzaría a sus compañeros a dar batalla.
Toda la noche fueron
parapetándose alrededor del vivac invasor.
Era el Día de San Andrés, 30 de noviembre de
1557. Al iniciar el alba, comenzaron a escucharse desde el centro del
campamento vibrantes sonidos de diana y trompetas en honor al Santo. Estrépitos
arrolladores que proferían la invitación al inicio de una fiesta devota. Los
indios, que jamás interpretarían aquellas costumbres, se creyeron descubiertos,
confundidos y apurados entonces, se precipitaron al ataque.
Aquella circunstancia
azarosa decretó su derrota. Los españoles fueron capaces de contener la
embestida mal preparada, lanzada a los tumbos y peor estructurada tácticamente.
Los mapuches fueron
contenidos en el frente, en pleno avance, pero paralelamente fueron
sorprendidos también desde la retaguardia. A pesar de contar con más de quince
mil guerreros no pudieron o no supieron sofrenar una estrategia bélica que en
forma de pinzas arruinó lo que podría haber sido un brillante triunfo,
transformándolo en una desgraciada carnicería.
La batalla se desarrolló
cuerpo a cuerpo y se extendió hasta después del mediodía. Entre los gritos y la
fusilería perecieron más de mil aborígenes.
Dicen que Caupolicán
observó todo aquel tenebroso espectáculo, multicolor y angustiante desde la
altura de un promontorio, sobre su caballo blanco. Aquel día, el proyecto de
defensa del territorio perdería demasiadas vidas, entre las cuales sobresalió
la de Galvarino que en esa ocasión no fue perdonada.
Unos meses después, en
enero de 1558, Caupolicán rearmó su tropa y elucubró la posibilidad de atacar
la ciudadela de Cañete, edificada donde había estado instalado el Fuerte de
Tucapel. Ese emplazamiento significaba poco más que un reconocimiento a la
figura del asesinado ex Gobernador Valdivia pero de paso aportaba también una
significativa presencia española en la zona del Biobío.
Una versión de aquel hecho
sería narrada a partir de la descripción de una estrategia planificada por los
españoles, quienes utilizando el accionar de un yanacona de nombre Andresito,
habrían convencido a Caupolicán a fuerza de engaños a preparar un ataque a la
ciudadela.
Se habría tratado de una
estrategia especulativa, porque paralelamente, los españoles se iban armando y
organizando con el objeto de acelerar una contraofensiva apoyada en la invasión
del vivac aborigen.
Según esa referencia, los
europeos se habrían abalanzado sobre el campamento indígena antes de que los
chilenos se aventuraran al ataque de la fortificación. Ante el fenomenal
estrépito de aquel operativo sorpresa los guerreros nativos habrían quedado
imposibilitados de concretar una defensa sólida, desbordados por la
infiltración castellana en medio de su campamento.
Otra versión, por el
contrario, aseguró que fue Caupolicán quien se acercó al emplazamiento
fortificado con más de quince mil guerreros con el objetivo de generar una
encerrona.
Dicen que el Toqui había
planificado una estrategia basada en la desesperación de los peninsulares
provocada por un estado de situación famélica, ante las penurias por el hambre
y por no poder salir fuera de las fronteras de la ciudad.
El Toqui especulaba con que la intolerancia
los llevara a salir a campo abierto y que desenvueltos allí ambos contendores,
el triunfo mapuche sería ostensible.
Según Caupolicán, si los
españoles iban saliendo de su encierro serían meticulosamente cazados por los
guerreros chilenos.
Ese minucioso procedimiento proyectado por el
Toqui se debía exclusivamente al temor que le confería un posible fracaso de su
ataque puertas adentro de la ciudadela. Según el criterio de Caupolicán, si los
mapuches avanzaban a toda carga contra la fortificación, sus guerreros podrían
quedar exhaustos ante el peligro de ser acribillados por los arcabuces,
instrumento generador constante de un sinnúmero de bajas.
La versión relata que
Andresito llegó hasta el Toqui y lo convenció de que debería finalizar con la
espera y atacar a la hora de la siesta, con el objeto de encontrar
desprevenidos a los realistas.
Trascendió también que
Caupolicán solicitó observar con sus propios ojos la certeza del silencio y el
descanso en todo el Fuerte después del mediodía y por ello se convino una fecha
para que un grupo de indios se infiltrase en el emplazamiento y garantizara
aquella aseveración.
El yanacona estaba
arreglado con Reinoso el responsable del Fuerte, quien ordenó silencio y
pasividad para ese día. Los aborígenes penetraron en la fortificación y
comprobaron la veracidad de los dichos de Andresito.
Todo en calma y en silencio
sepulcral.
El día 5 de febrero fue
fijado como fecha del ataque. Andresito continuaría con la farsa y abriría las
compuertas del Fuerte para que los naturales fueran ingresando a lo que se
transformaría en una trampa mortal.
Así sucedería.
Una vez en el interior de
las murallas, los españoles fueron saliendo de sus escondites y vaciando sus
cargadores sobre la humanidad aborigen, produciendo un desbande total y
desesperado.
Nuevamente ingentes pilas
de cadáveres se fueron amontonando, mientras un grupo especialmente conformado,
siguió los pasos del Toqui que había retornado a su campamento y desde allí
proyectaba otra ofensiva.
Ese mismo día apresaron con
vida a Caupolicán en Pilmaiquen en medio de una batalla conocida con el nombre
de Antihuala.
El final de una historia
tenebrosa escrita con sangre aborigen estaba llegando a su fin.
Todo lo sucedido
posteriormente modeló un relato morboso y canallesco. Cuentan que Caupolicán
fue ajusticiado sin miramientos a través de una salvaje tortura derivada de las
peores enseñanzas de la Edad Media europea.
Para ese episodio también
hubo dos versiones.
La primera ceñida en la
búsqueda de compasión, justificándola como el sentimiento más humano de la
víctima, la mortal debilidad de quien se encuentra perdido y es capaz de
renunciar a todo a cambio de su libertad.
En esa relación fueron
descriptos los reclamos y las expresiones del Toqui solicitando clemencia a sus
carceleros.
La segunda configura una
interpretación más heroica.
Narra por ejemplo la
actitud de su mujer Fresia que frente al reo, indignada, habría repudiado la
decisión de su marido de entregarse con vida ante el invasor y le habría
arrojado a su hijo a los pies, para retirarse a continuación de la escena.
También la versión relata
que una vez dictaminada la pena contra Caupolicán, habría sido él mismo quien
decidido realizó la descabellada acción por sus propios medios, sentándose por
propio impulso en la pica, sin dejar de colmar de improperios a sus verdugos.
Sea como haya sido, lo
cierto es que después de Caupolicán, las esperanzas del pueblo mapuche de
lograr victoria alguna se fueron derrumbando.
Si bien existieron todavía
algunos asaltos esporádicos, Chile estaba perdido.
Debemos concluir que después
de su calvario, jamás se recuperó la capacidad de organización ni el espíritu
elevado de lucha que la nación chilena ancestral había sabido edificar durante
más de los cien años en que se extendió la Guerra del Arauco.
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