sábado, 13 de abril de 2024

 

Milagro de veras

…el portento capaz del prodigio divino


Alberto Carbone

 



A María José no le gustó nunca el té. Jamás lo había probado, pero a partir del aroma que invadía persistente el dormitorio cada vez que guardaba cama obligada ante algún que otro malestar pasajero y por lo cual todos los adultos de la casa intentaban infructuosos que deglutiera aquella repugnante infusión, comenzaba a correrle por entre las tripas una sensación profunda y desagradable que invariablemente la inundaba con un presentimiento negativo y que por consiguiente la inducía a un decidido rechazo.

Elvira se lo había alcanzado hasta su cama junto con unas galletas de agua, que la nena por supuesto también aborrecía. Recién despierta remoloneaba entre las sábanas disfrutando por demás de que la eventualidad aportada por aquel dolor de panza de la noche anterior la hubiese inhibido de su responsabilidad escolar.

¡Tenés el estómago vació, María José! ¡Tomá todo el té con galletitas! ¡Algo tenés que comer! ¡Fito ya está por llegar de la plaza con tu mamá y tu tío! Él tampoco quiso ir a la escuela. ¡Si falta Teté falto yo! Dijo tu hermano. ¡Vos no te enteraste! ¡Estabas durmiendo todavía!. ¿Me prometés que vas a comer algo? ¡Yo tengo que volver a la cocina! Se está haciendo tarde y antes del mediodía necesito tener listo el almuerzo. ¿Me voy tranquila Teté? Andá Elvira, andá a hacer lo que quieras, contestó la niña sentada en la cama, cubierta por las mantas y con su espalda reposando sobre la almohada, en absoluta y natural predisposición a entretenerse mirando cualquier programa de la televisión que convocase su atención. ¡Cualquier cosa que necesite te llamo! Le aclaró. ¡Yo estoy bien así como estoy! ¡Te prometo que me voy a quedar tranqui! ¡Ahora voy a estar un rato con la pantalla!

Diez años atrás, cuando Elvira obtuvo la posibilidad de hacerse de esa función tan ansiada que la transformó en una muchacha con cama adentro, no intuyó siquiera que su tarea de por sí multifacética dentro del hogar, se ampliaría también con el incansable menester de niñera repentina.

Un buen día, la señora Magda le avisó que durante la tarde debería hablar con ella. Elvira pobre se sobresaltó. ¿Qué habría pasado? ¡Qué habré hecho? dijo para sí misma precipitadamente. ¡Van para dos años de trabajo ininterrumpido y jamás tuvimos ni un sí ni un no! ¡Además todas las veces que solicitaron que me quedara en casa por alguna salida no tuve reparos, incluso en los días de descanso!

Para colmo a la pobre mujer, se le sumó una innecesaria y angustiante sensación de incertidumbre que le provocó como consecuencia la insatisfacción de haber atravesado toda aquella mañana lo suficientemente convulsionada, abstraída y sumida en el influjo permanente de presentir una desagradable novedad. Especulaba con la posibilidad de que una infausta noticia se desmoronase sobre ella como un colapso imprevisto emergido en forma de epílogo inaudito e inconcebible para extirparla de su tan preciado servicio laboral. Aquella conveniente tarea que había incorporado a sus años como un premio merecido y con la que se había encontrado muy oportunamente a esa altura de la vida, justamente en épocas en las cuales lamentablemente en términos generales, las mujeres bien dispuestas, de elevada clase social y fina distinción, suelen requerir como ayudantes femeninos a personal mucho más joven.

¡Qué dolor! ¡Qué sensación de desamparo! ¿Adónde iré si algún episodio desconocido me obliga a retornar a la calle? se preguntaba a sí misma desde un vacío existencial solamente ocupado por la angustia que le provocaba la duda y aquella espantosa incógnita.

Después de que la señora de la casa concluyera con su almuerzo, en plena etapa de sobremesa acompañada por un té digestivo, Elvira, que iba y venía desde la pileta de la cocina hasta el ámbito del comedor, tomó impulso. Entonces serena y sin aspavientos, se animó abruptamente a encararla exceptuando preámbulos de cualquier tipo y especie. Con toda prevención y con la contención necesaria y lógica de quien se sabe dependiente, recurrió sin más a su pura simpleza y nimia sagacidad para abordar el escabroso tema. Disimulando lo mejor que pudo esa densa sensación de temor que con el transcurso del día persistió , acumuló con denodado esfuerzo algo de valentía mezclada con la aguda tensión que en lo posible ocultaba y tímidamente atinó a decir:

Señora ¡Si tengo la culpa por algo que hice sin querer quiero decirle que…!. Magdalena la interrumpió enseguida. ¡No Elvira! ¡Qué decís! ¡Tengo que hablar con vos para revelarte algo muy importante, algo que va a revolucionar a la familia y estoy plenamente segura de que en este proceso justamente vos serás parte importantísima!

¡Al contrario Elvirita! ¡Al contrario! ¡Es una buena nueva! ¡Vos tenés que saberlo porque vivís con nosotros, porque compartís gran parte de tu vida en esta casa y porque además, entre otras cosas, podrías ser mi hermana mayor! ¡Señora, para tanto!. Contestó Elvira sorprendida. ¡Sí!. ¿Qué son diez años de diferencia? ¡Nada!.

¡Además porque vas a transformarte en una pieza insustituible del hogar!

¡En una persona imprescindible!

¡Ay señora Magda!... La mujer, sobrepasada en su capacidad de comprensión, sin captar para nada esa extraña coyuntura que a todas luces se asemejaba demasiado a un conflictivo y rebuscado acertijo, aprovechó a volcar en ese instante toda su ansiedad. ¡La verdad que pensé toda la mañana que usted quería echarme!

Magdalena abrió los ojos sorprendida como si no pudiese aceptar el derecho a la duda o al temor que le asistía naturalmente a la empleada. Entonces acompañándose de una mueca algo risueña le dijo.  ¡Qué decís Elvira! ¿Te volviste loca? ¡A partir de ahora voy a necesitarte más tiempo!

Entonces, ambas mujeres se miraron a los ojos y la señora de la casa le ordenó que tomara asiento allí con ella alrededor de la mesa de la cocina. Asombrada una y un poco alterada la otra, la patrona comenzó la perorata:

Elvira, la semana que viene posiblemente. ¡Qué digo posiblemente si es seguro!  Magda hizo un silencio y recomenzó. La semana que viene va a producirse un cambio sin precedentes en este hogar. ¡El señor va a traer a vivir con nosotros a mellizos! Un nene y una nena. ¡Hermosos! Ya los vas a conocer.

Elvira la miró extrañada. No se había percatado nunca de que sus patrones hubiesen estado tramitando un recurso de adopción. De repente se enteraba del hecho consumado.

¿Qué te parece Elvirita? ¡Decime algo! ¡Hablá! ¡Rompé el silencio! Como dice el tango que cantaba mi papá.

¡Señora Magdalena, para mí es una noticia hermosa! Es algo tan inesperado como maravilloso. ¡Así nomás, dos nenes de improviso, es como sacarse la lotería!

¡Viste Elvira! ¡Sí! ¡Es así! ¡Es un maravilloso regalo de la nuestra santa y bendita Señora de la Merced! ¡Sí, Sra. Magda! ¡Es así nomás! Replicó emocionada la empleada. ¡Es un milagro de veras!

Sin embargo la asistente, que permanecía con alguna que otra duda atinó a exclamar: ¡Pero…Sra. Magdalena! ¡Los nenes no se ganan en la lotería! ¡Yo nunca me enteré de que estuviesen tramitando la adopción! ¡Y encima dos! ¡Cuánto papeleo habrán tenido que rellenar!

Magui la miró estática e imperturbable. Después de un instante de letargo más parecido a un profundo secreto jamás revelado, saltó de la silla dirigiéndose a la mesada de la cocina diciendo: ¿Querés que te traiga un té?

Elvira entonces reaccionó como debe ser, poniéndose en el lugar que le correspondía y olvidando aquellos desubicados primeros cuestionamientos que aparentemente resultaron impropios y sin ninguna importancia y entonces apuró una opinión eficaz y elocuente, que contribuyera a despejar y dejar definitivamente abandonado en el más ignominioso e impúdico sitial, su impertinente requerimiento. ¡Deje Señora, por favor, yo le traigo otro té y me sirvo uno para mí también!

Toda la semana resultó sumamente ajetreada. Los días transcurrieron espesos, muy lentamente, envueltos en un invariable estertor.

El preciado anhelo por la posesión. Aquella satisfacción inigualable que le permite a cada quien el disfrute exclusivo de la propiedad. La inconmensurable dicha y el inexplicable halago que únicamente están relacionados a la feliz complacencia de recibir lo que se reconoce como lo soberanamente merecido y lo justamente esperado, no conjugaba del todo con la irrefrenable ansiedad que cubría el ambiente hogareño, espesándolo todo y habilitando el recurso urgente de hallar una imprescindible y necesaria gratificación.

Magdalena se había transformado. Había descubierto que era capaz de pensar en alguien más que en ella misma. Iba de compras a partir del mediodía y regresaba por la tarde con cantidad de enseres y variedad de equipamiento para bebes de ambos sexos. De regreso al hogar, uno a uno exhibía esos atuendos, los compartía con Elvira, su impensada cómplice. Esa segura y cabal oferente de amor compartido.

Todo estaba por decirse y hacerse dentro de aquella nueva realidad que colmaría rebosante el mundo de la pareja y de su entenada.

Una nueva vida se iniciaría para la mentada y pertinaz trilogía al conjuro de la satisfacción de los nuevos integrantes de la casa.

¿Habló con el señor Adolfo, señora Magdalena? Preguntaba de corrido la mucama varias veces en el día. ¡Todavía sin novedad en el frente! respondía Magda, con una sonrisa leve pero dando a entender también, con cierto grado de disgusto alguna palmaria insatisfacción ante las jornadas sucesivas sin noticias.

¡Adolfo tiene sus tiempos! ¡Qué no son los míos! ¡Por eso tal vez una se sobreexcita! ¡Hay que tomarlo con calma y esperar! ¡Hay que saber esperar! ¡Pero falta muy poco Elvirita! ¡Muy poco! Exclamaba la madre en ciernes para responderle a su colaboradora y tal vez para justificar su propia ansiedad y la extraña y descomedida actitud del marido.

En realidad las dos mujeres esperaban inquietas sin decirlo el retorno de jefe del hogar, que si bien aún no había cumplido con el prometido regreso de la semana anterior sabían ambas de antemano que cuando lo hiciese indefectiblemente lo haría acompañado de aquellos prometidos párvulos.

¡Y al fin llegó ese codiciado día! El capitán Adolfo Saldungaray hizo su entrada triunfal a la sede del hogar familiar acompañado por una docena de efectivos militares divididos en dos compañías y equipados con armas largas y sendos bebés, dependiendo del grupo de que se trate.

Una vez despedido el contingente y suficientemente alertado respecto del sendero a tomar durante el trámite de regreso al cuartel, todos ellos muy bien consustanciados en consideración con la seguridad y atención en las calles y avenidas, la pareja y la empleada quedaron en resguardo de las nuevas incorporaciones al clan, quienes por supuesto, sin reparo alguno respecto del cambio acreditado, permanecían dormidas y abstraídas de las profundas novedades y experiencias que se desplegarían en aquel núcleo de hondos y vívidos caracteres idílicos en el que se había transformado de repente la preciada conjunción entre aquellos cinco integrantes.

Después de que cada uno de los recién nacidos fuera albergado y cobijado en su respectivo moisés, monitoreados agudamente por las miradas de los tres adultos, quienes en cuclillas alrededor de las canastas observaban impávidos ese milagro, Magda intentó vaciar en su marido una duda repentina. ¿Qué nombres tienen Adolfo?, le semblanteó a boca de jarro ¡Porque tienen nombres! ¿No?

 El capitán, todavía agazapado y abstraído con la vista puesta alternativamente en cada uno de los niños, dirigió sus ojos con tono enérgico hacia su mujer en un intento casi procaz de refrenar o enmudecer una pregunta que en medio del ambiente se adivinó de inmediato indispuesta e indiscreta.

Pero repentinamente contenido de su impulso instintivo e inconveniente orientó su atención hacia el rostro de Elvira, quien no era más que una simple participante profana de aquella mascarada y que también permanecía acurrucada, hincada con toda su humanidad dispuesta en medio de ambos cónyuges.

Entonces, recuperando la calma y rotando en forma reiterada su mirada hacia una y otra mujer, quienes por cierto casi intimidadas esperaban diligentes una contestación efectiva del oficial, ensayó una respuesta que le surgió espontánea, justa y necesaria para alguien como él, que sabiéndose asimismo un hombre cabal de muy pocas pero certeras y decididas palabras, contestó de inmediato. ¿Los nombres?…¡Los tenemos que elegir!

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