viernes, 29 de marzo de 2024

 

La Casa sin Fronteras

…el viaje al país de nunca jamás



por Alberto Carbone

 

No quería saber nada de nada. No quería enterarse. Sólo pretendía escapar, ocultarse, hacerse invisible.

¿Cómo sucedió este drama?. ¿Por qué lo fueron a buscar a Fernando?. ¿Cómo se enteró el Cholo que yo estaba en casa de mi mamá?. ¿Dónde carajo me voy a esconder?.

Desde tiempo atrás, durante un período bastante prolongado, Eva había decidido desistir en la defensa del proyecto político que representaba su pareja. ¡Ya está bien Fernando!. ¡Suficiente!. Repetía desesperanzada. ¿Cómo vamos a pasar a ser clandestinos si militamos en el barrio y nos conocen todos los vecinos?. ¿Cuánto tiempo puede sostenerse una estrategia como ésta que intenta ocultar, mantener en el anonimato a quienes hasta el día anterior mostraban su cara ante la comunidad y se esforzaban por ser sus referentes?. ¿Yo podré continuar con la ayuda escolar, por ejemplo, si de repente me transformo casi en un soldado popular que propende cristalizar sus objetivos con otros procedimientos y propugna otro criterio de acción para alcanzar el poder político?.

En general la muchacha recibía respuestas basadas solamente en evasivas. El propio Fernando no poseía respuestas convincentes para las preguntas que descargaba Eva, una detrás de la otra.

¡Todo es muy reciente, Eva!. Se le escuchaba decir al joven. Habrá que esperar y atender cada una de las consignas. Mientras tanto debemos seguir ocupando el terreno ganado. ¡Debemos impedir que pasen y se instalen!.

Pero la situación general se tornó angustiante a partir del golpe de Estado.

Los militantes de barrio, que habían congeniado a cara descubierta con sus vecinos y que mutaron casi de un día para el otro en una rara especie de milicias populares sin instrucción ninguna, parecían entusiastas gimnastas circenses que se lanzaban al vacío con el objeto de realizar su acto sin red de contención. Pero además, Eva y Fernando eran juveniles activistas de veintiuno y veinticinco años respectivamente. ¡Qué actitud se podía esperar de los compañeros de diecinueve que estaban ingresando ese año en la colimba!. ¿Y de los pibes y pibas de dieciséis, solidarios activistas colaboradores, que llegaban al barrio por manadas ofreciéndose como novatos maestros y trabajadores voluntarios convencidos de su capacidad de trabajo y muy dispuestos a engrosar las filas de participantes dentro de la actividad específica que se les encomendara, en formato de colaboraciones diversas coordinadas dentro del espacio del local partidario?.

¡En definitiva sucedió que desde el preciso instante que emanó una decisión superior, los activistas más comprometidos transmutaron por invocación de sus conductores en valientes guerrilleros urbanos sin adiestramiento, debido a que tampoco para aquel menester habían obtenido capacitación alguna!.

Recuerdo muy bien la frase de aquel girondino contemporáneo de las últimas etapas de la revolución francesa en el año 1792, época de la Convención, quien en el minuto previo a ser ajusticiado por la guillotina acusado de infame traidor al pueblo, manifestara al pie del patíbulo lo que acabarían siendo sus últimas palabras: ¡La revolución devora a sus hijos!. Por eso mismo, considero que ninguna organización por más popular que se precie o por muy necesaria que se justifique a sí misma, puede arrogarse el derecho tutelar sobre la vida de las personas que cree le asiste representar. Porque es evidente que ante el riesgo existencial inminente, cualquier ser humano conminado por una realidad a punto de devorarlo, privilegia desesperadamente su derecho a seguir viviendo.

Eva partió. Se fue de la casa que paradójicamente la había protegido sin saberlo de la íntima tragedia personal que le desprendió el alma. Sin despedirse, sin llevar nada más que lo puesto. Sin darle un beso a su madre. Como si regresara en escasos minutos del kiosco de la esquina o de vaya a saber dónde. En primer lugar se propuso visitar el baño. Estuvo bajo la ducha un tiempo considerable. Había decidido que el agua desprendería de su cuerpo toda la desazón y las sinrazones que le habían caído encima como una gigante catarata inmunda. Se perfumó y se vistió. Cuando se observó en el espejo sintió lástima por ella y contuvo las primeras lágrimas. Salió del baño muy erguida, pero extraña de sí y sin una gota de apetito. En silencio, paseó sus ojos por todas las habitaciones hasta que por fin tomó suficiente impulso.

A media mañana, abrió la puerta de calle y gritó hacia adentro pugnando por activar al máximo sus pulmones: ¡Ahora vuelvo, mamaaá! La mujer, atareada ama de casa, que no se encontraba escandalosamente lejos del lugar, hasta se sobresaltó un poco con el vocifero. ¡Ehhhh!. Inmediatamente le contestó. ¡Ya te escucheeé!. ¡Acordate que papá vuelve del taller al mediodía!.

La muchacha no respondió. Apretó el picaporte, cerró fuerte la puerta y entre atolondrada y conmovida atisbó apenas el escaso horizonte que se podía apenas entrever al final de la calle implacablemente calurosa y rigorosamente desierta. Cerró los ojos apretando fuerte los párpados y emprendió el viaje.

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